Capítulo 6

Al abrir la puerta vio a la señorita Clarke, que iba acompañada por una mujer con aspecto de actriz: su rostro, cubierto de grietas apelmazadas de maquillaje, estaba enmarcado por una melena de cabello rojo como el de un setter. La seda sobresalía de sus mangas y diversas capas de pañuelos rodeaban su cuello. Cuando levantó las manos en un gesto de compasión, los brazaletes se deslizaron por sus muñecas. Quizá la compasión era su trabajo.

—Tengo entendido que no quiere visitas, señora Waugh, pero considero que tengo el deber de ayudar. —La señorita Clarke no parecía dispuesta a escuchar sus protestas—. Esta señora ha venido a ofrecerle su ayuda —anunció.

Oh, déjeme en paz, vieja estúpida. Barbara tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contenerse, pero de pronto se dio cuenta de lo ingrata que estaba siendo: estaba utilizando a Jan y a la señorita Clarke como cabezas de turco de su propio sentido de la culpabilidad. ¿Cómo podía permitirse rechazar la ayuda de nadie, si eso significaba negarse a que ayudaran a Angela?

—Son muy amables —dijo—. Entren, por favor.

La mujer de los pañuelos pasó junto a ella, abrumándola con su perfume, y se dirigió hacia el salón, desde cuya ventana se podía ver el campo.

—Ahí está —gritó.

Cuando Barbara llegó junto a ella, con el corazón en un puño y la boca terriblemente seca, descubrió que estaba observando la fotografía de Angela que descansaba sobre la repisa de la chimenea.

—Oh, dios mío, qué niña más guapa. Ahora tranquilícese, si puede. Estoy aquí para encontrarla.

De repente, Barbara se sintió recelosa.

—¿Qué se supone que hace exactamente su amiga?

—Practica la psicometría —respondió la señorita Clarke, como si aquella palabra fuera lo bastante larga para acallar toda objeción.

—Es decir, afirma poder localizar a una persona tocando algo que le pertenece —replicó Barbara, haciendo grandes esfuerzos por reprimir su furia.

—Es algo más que una afirmación, señora Waugh. La he visto hacer cosas que no puedo explicar…, y yo no soy una persona fácil de engañar, ¿sabe? No debería negarle esta oportunidad a Angela.

La psicómetra había apoyado la fotografía contra su frente, manchando el cristal de maquillaje.

—¿Su hija tenía alguna prenda de ropa que le gustara mucho ponerse?

—Sí —admitió Barbara con fatiga—. Un par de cosas.

—Tráigame su prenda favorita, deprisa. —La psicómetra o la actriz (Barbara no estaba en absoluto convencida de que hubiera alguna diferencia) se sentó ante la mesa de trabajo de Barbara y, apretando los puños contra sus sienes, murmuró—: Y un atlas mundial.

—No tengo ninguno.

La mujer pareció emerger de un ligero trance.

—Bueno, estoy segura de que aún debe de estar en el país, así que un atlas de Gran Bretaña bastará.

Keith tenía el mapa de carreteras de Barbara, pero aún tardaría horas en regresar a casa.

—Tampoco tengo.

—Asumí que tendría alguno, pues la señorita Clarke me dijo que usted era editora. De otro modo, yo misma lo habría traído. —Parecía estar diciendo que no podía hacer su trabajo si los demás no hacían el suyo—. No importa —añadió, con magnanimidad—. Veamos cuánto nos dice la prenda.

Mientras subía las escaleras, Barbara se quedó falta de aliento. Además de la lentitud con la que estaba discurriendo aquel día de octubre, se sentía resentida porque consideraba que todo aquello no podía ser más que una farsa. Al llegar a la habitación de Angela vaciló. Durante la primera semana que pasó sola en casa, la había ordenado para distraerse y había guardado todo en su sitio. Ahora deseaba haberla dejado como estaba, esperando a que Angela regresara… De repente se dio cuenta de que la psicómetra seguía hablando de ella en presente, a pesar de que estaba segura de que Jan y los demás lo hacían en pasado. Cogió los pantalones vaqueros favoritos de su hija y regresó con ellos al piso inferior.

La mujer no parecía haberse movido. Estaba observando la fotografía que tenía delante, sobre la mesa, como si necesitara grabar todos y cada uno de los detalles en su mente. La foto estaba desfasada: el cabello rubio de Angela ya no era rizado, sino que bajaba recto sobre sus hombros, y sus ojos ahora eran de un azul más penetrante. La imagen no mostraba lo largas que eran sus piernas ni lo grácil que era, pero aquella mujer estaba tan absorta en ella que ni siquiera apartó la mirada cuando Barbara le tendió los pantalones.

—Sí —dijo al instante—. Esto es lo que necesito.

La señorita Clarke le indicó que se sentara con ellas y guardara silencio. En cuanto ocupó su asiento, Barbara deseó haber encendido las luces. Las nubes se aproximaban por el cielo oscuro, deslizándose sobre las colinas, y la habitación, en la que hacía mucho calor, apestaba a perfume. Puede que a la psicómetra le distrajeran las luces, puesto que tenía los ojos cerrados. Había acercado a su pecho los pantalones de Angela, cuyas perneras caían sobre su regazo. Debido a la penumbra y a la falta de sueño, Barbara pensó por un instante que aquella mujer sostenía un niño entre sus brazos.

—Es una niña hermosa —dijo la psicómetra—. Y aún es más hermosa en su interior.

Barbara pensó que, sin duda alguna, aquellas palabras le harían ganarse el afecto de cualquier madre menos ingenua que ella. ¿Aquella mujer podría ofrecerle algo más que un vago consuelo? Se negaba a creer sus palabras.

—Ahora tiene el cabello más largo. Sí, puedo verla. Es una niña alta con una larga melena rubia. —Eso podía haberlo averiguado a partir de la fotografía o podía habérselo dicho la señorita Clarke. En su opinión, la psicómetra había tenido una visión de Angela sospechosamente rápida… ¿o lo único que ocurría era que Barbara temía recuperar la esperanza demasiado pronto?—. Tiene algo en el hombro —añadió la mujer.

Barbara se puso tensa; estaba a punto de empezar a temblar.

—¿Qué es? —preguntó.

—Me cuesta distinguirlo. Una insignia… sí, una especie de insignia. ¿Lleva una insignia en el hombro? —Antes de que Barbara pudiera decidir cómo responder, la mujer añadió—. Espere, ahora lo veo bien. Es una herida; tiene una herida en el hombro derecho.

—No —respondió Barbara lentamente—. Mi hija no tiene ninguna herida en el hombro derecho.

—O no la tenía cuando la vio por última vez. —Movió la mano para descartar aquella discrepancia, haciendo que tintinearan los brazaletes—. Pero no debemos preocuparnos tan solo de su cuerpo, querida. Lo importante es su alma.

Si esto era todo lo que podía ofrecer, aquella mujer no podría ayudarla. Su perfume le resultaba tan opresivo como el incienso. Cuando los pantalones de Angela empezaron a deslizarse hacia el suelo, vacíos, la psicómetra se inclinó hacia delante para sujetarlos.

—Oh, querida. Ojalá pudiera ver su alma.

¿Estaba diciendo que ella sí que podía verla? Eso parecía, porque añadió:

—Tiene tanto que dar… Ya posee un gran poder espiritual. A medida que crezca, irá aprendiendo a utilizarlo.

Incluso despierta, Barbara tenía pesadillas sobre qué podía estar ocurriéndole a Angela, y no deseaba que aquel bicho raro empeorara aún más las cosas. Estaba a punto de decir que ya era suficiente cuando la psicómetra le preguntó:

—¿Alguna vez le ha hablado de las visiones?

Angela era solo una niña, una niña que estaba en peligro. ¿Cómo iba a poder ayudarla todo esto? Sin embargo, aquello era lo primero que decía que parecía ser algo más que una afortunada conjetura.

—A veces dice cosas muy extrañas —reconoció, con cautela.

—Angela no es extraña, sino una niña maravillosa. —Sus palabras sonaron a reproche—. Sin embargo, debo advertirle que no todo el mundo la ve de esa forma. Pero no se preocupe, querida; la encontraremos. De todos modos, debo advertirle que correrá un grave peligro mientras permanezca junto a las personas que la han raptado —explicó, abriendo los ojos de par en par para mirarla—. Tenemos que encontrarla antes de que destruyan lo que es.

—Sea valiente —dijo la señorita Clarke—. Encontrará a Angela, sé que lo hará. Lo único que necesita es un mapa.

—De acuerdo —dijo Barbara con brusquedad—. Iré a por uno.

Era incapaz de continuar allí sentada ni un minuto más; estaba sofocada por la penumbra, por la inactividad, por aquel perfume enfermizo. Quizá Keith había dejado el atlas en casa; si no, iría de casa en casa hasta que alguno de los vecinos le dejara uno. Entonces sabría si la psicómetra tenía algo más que ofrecerle que disparates.

En cuanto abrió la puerta principal se detuvo: había un hombre alto en la rotonda, avanzando con pesadez hacia su casa. Había permanecido tanto tiempo en la penumbra que tardó en darse cuenta de que era el sargento de policía. Por un instante pensó, como en sueños, que quizá él podría dejarle un mapa.

Cuando llegó al camino de acceso, Barbara pareció despertar; le palpitaba la cabeza como una muela careada y sus músculos estaban tensos. El sargento cerró el portón tan cuidadosamente que Barbara supo que traía malas noticias.

—Entre, por favor, señora Waugh. Me temo que tengo que hacerle una pregunta.

Tenía que preguntarle algo, de modo que no estaba completamente seguro de lo que fuera que había venido a decirle. Barbara no se atrevía a insistir en que se lo contara de inmediato. Aunque le temblaban las piernas, lo condujo con rapidez al salón. Cuando el policía encendió las luces, la psicómetra le dedicó una mirada perdida, mientras pestañeaba como un murciélago.

—¿Qué está haciendo? —preguntó la señora Clarke, antes de darse cuenta de quién era.

El hombre le pidió a Barbara que se sentara y se acuclilló junto a ella.

—Señora Waugh, usted dijo que Angela llevaba un vestido a rayas blancas y azules con un cinturón. ¿Había algo más que olvidara decirnos?

No podía soportar aquel juego.

—¿Como por ejemplo?

—¿Había algo en el cinturón que olvidara mencionarnos?

Las palpitaciones de su cabeza se intensificaron. No quería hablar.

—Perdió el cinturón de ese vestido, así que le puse otro. Apenas se notaba la diferencia —explicó, con un hilo de voz—. Era de un tono más pálido. Eso es todo.

El policía adoptó una expresión sombría.

—Lo lamento profundamente, señora Waugh, pero creemos que la hemos encontrado.

Había algo que debía recordar, algo que podría anular el horror con el que el policía la amenazaba.

—El vestido no tiene ninguna importancia —dijo, presa de la histeria—. Si no han visto la marca de nacimiento de su hombro, no puede ser Angela.

—Una marca de nacimiento —gritó la psicómetra—. Por supuesto, eso era lo que vi.

El policía frunció el ceño al oír el comentario y miró con tristeza a Barbara.

—Me temo que no podrán identificarla de ese modo, señora Waugh. Alguien le disparó a quemarropa.

Para Barbara no había nada más que vacío, tanto en su interior como a su alrededor. En algún lugar, la psicómetra estaba preguntando:

—¿Cuándo mataron a la niña?

—Suponemos que esta mañana, temprano.

La mujer corrió hacia Barbara e intentó coger sus manos.

—Señora Waugh, tiene que escucharme. No es Angela. Estaba viva cuando toqué su ropa. Sé que está viva y que corre peligro.

Barbara se puso de pie de un salto, haciendo que la mujer cayera hacia atrás, y le arrancó los pantalones de las manos. Los abrazó con fuerza, solo para descubrir lo vacíos que estaban.

—Y supongo que dispararon a otra niña para hacerme creer que era Angela —dijo con una voz tan cargada de odio, traición y pesar que apenas la reconocía como propia.

El sargento decidió intervenir.

—Creo que será mejor que se vaya, señorita Clarke. Y llévese también a su amiga.

A Barbara ya no le importaba nada. Aquel arrebato parecía haberla dejado sin fuerzas y solo pudo dejarse caer sobre una silla. El sargento regresó instantes después y estuvo hablándole; Jan y Keith se unieron más tarde, pero Barbara era incapaz de saber qué decían o hacían. Solo era consciente del vacío de la casa.

Permaneció así durante largo tiempo. Siguieron apareciendo personas (un doctor le hizo un reconocimiento y Jan decidió quedarse a su lado todo el tiempo posible porque ella se negaba a abandonar la casa), pero Barbara apenas era consciente de su presencia. En ocasiones descubría platos de comida que alguien había empezado a comer hacía tiempo. Intentó permanecer en el piso inferior, porque el gemido de los tres primeros escalones le hacía estremecerse de dolor, pero siguió quedándose dormida en cualquier lugar de la casa, olvidando. No parecía saber quién ni qué era, aunque cada vez que pensaba en su trabajo en Londres el sentido de la culpabilidad la hacía enfermar. Tenía recuerdos de Angela, pero sentía que no era merecedora de ellos.

Días después se celebró el funeral. Barbara parecía incapaz de asumir qué aquel pequeño ataúd cerrado tenía algo que ver con ella. Cuando desapareció en las fauces del crematorio, imaginó cómo lo devoraban las llamas de su interior. Al ver que temblaba, Jan se acercó más a ella, sin duda alguna con la esperanza de consolarla y expiar así parte de su culpa, pero Barbara se había sumergido aún más en el vacío de su interior, en un lugar reseco en el que no había lágrimas.

Más tarde (puede que días después), oyó decir a Jan:

—Dios mío, espero que cojan a ese cerdo. Sé perfectamente lo que le haría.

Le resultaba imposible soportarla. ¿Acaso creía que eso traería de vuelta a Angela? Por fin, cuando Barbara estaba a punto de ponerse a gritar, Jan aceptó que quería estar sola. Entonces pudo hacer lo que realmente deseaba.

Conectó el intercomunicador de la habitación de Angela y esperó ansiosa, suplicante. La electricidad estática le susurraba, en el aparato flotaban voces metálicas y distantes. La casa cada vez estaba más oscura, el silencio se intensificó y, por fin, se dio cuenta de que estaba sentada como una catatónica envuelta en soledad, esperando obcecadamente al fantasma de su hija asesinada. Así solo conseguiría sumirse aún más en la desesperación. Se sentía tan enfadada consigo misma que por fin fue capaz de reaccionar.

Al día siguiente, temprano, metió todos los juguetes, libros y ropa de Angela en el coche y abandonó Otford. Aunque no tenía ni idea de adonde iba, pronto estuvo en Maidstone, donde el olor de la malta que quedaba atrapada bajo las monótonas nubes de noviembre resultaba casi sofocante. Encontró un mercado benéfico de objetos de segunda mano en un salón parroquial, dejó todas las cosas de Angela en la primera mesa y se fue rápidamente. De vuelta en el campo, entre las colinas oscuras y empapadas, abandonó el coche bajo la tormenta y caminó en círculos a lo largo de varios kilómetros, llorando y recordando.

Durante días enteros se odió a sí misma por haber vuelto a trabajar, porque esa necesidad había matado a Angela. Sin embargo, si no retomaba pronto su trabajo, se sumiría aún más en el vacío de su interior. En cuanto estuvo de vuelta en su oficina de Londres, se entregó tanto a su trabajo que durante un tiempo creyó que no tendría tiempo para pensar en nada más, aunque en realidad todo hostigaba sus recuerdos: las cosas que la gente evitaba decir; la consideración con la que la trataban Jan y sus colegas, por mucho que se esforzaran en fingir lo contrario; los bebés y los niños que aparecían en mitad de los libros que tenía que leer. Aunque aquellas no fueron las únicas razones que la impulsaron a asumir el riesgo, decidió utilizar la herencia de Arthur y el dinero que consiguió de la venta de la casa para trasladarse a Londres y montar su agencia. El traslado la había ayudado a curar su herida, a aceptar que Angela se había ido para siempre…, pero ahora, nueve años después, una voz en el teléfono la estaba llamando «mamá».