Barbara despertó con el sonido de los truenos, pero no pudo recordar qué iba mal. Aquellos truenos eran en realidad Angela, que estaba caminando por el piso superior. Se obligó a sí misma a levantarse (no había pretendido quedarse adormilada en la silla), pues no quería que la pequeña estuviera sola demasiado tiempo.
Entonces los pasos se detuvieron y oyó a Jan hablando en voz baja. Quien hacía aquel ruido era Nigel, en la casa de al lado. La voz sosegada de Jan la enervó… y al instante recordó el motivo. Aunque ya habían transcurrido varias semanas, seguía corriendo desde la estación, pero ahora sabía qué encontraría cuando llegara a casa.
Había empezado a correr antes de que Jan pudiera explicarle lo sucedido. Las casas retrocedían tras sus largos jardines; las hojas de los árboles parecían bañadas en aceite. Todo le resultaba opresivamente cercano, aunque irreal y liso como el oscuro cielo. No había ningún pájaro cantando. Nada se movía, excepto ella. Y todo intentaba obstaculizar sus pasos.
Jan resoplaba a su lado, barbotando.
—Alguien fue al parvulario y dijo que yo no podía ir a buscarla porque estaba cuidando de Nigel. Solo llegué un par de minutos tarde —explicó, desesperada.
Pero Barbara apenas la escuchaba. Habría tiempo suficiente para explicaciones cuando llegara a casa, cuando viera con sus propios ojos lo que le había ocurrido a Angela. Avanzó a traspiés por Palace Field, por el sendero agujereado por las marcas de herradura, golpeándose la cadera con el maletín que había llenado con libros para Angela. El cielo había cubierto de pizarra las ventanas de la torre y había hecho que el riachuelo se volviera gris como el lodo y dejara de centellear.
Unos rostros la observaron desde la casa de Jan. Allí estaba la señorita Clarke, la directora del parvulario, una mujer regordeta de mediana edad a la que los niños adoraban, a pesar de que les hablaba del purgatorio. Allí estaba Keith, que se había inclinado para hablar con Angela o con algún otro niño, cuya cabeza quedaba por debajo del nivel de la ventana, y allí estaba el paternal sargento de la comisaría. Al verlo, el corazón de Barbara dio un vuelco, pero le reconfortaba saber que él estaba a cargo de todo. Seguro que todo iría bien.
Mientras Barbara cruzaba el seto y recorría con rapidez el gran jardín compartido, el sargento salió de la casa. Sus rasgos se suavizaron, se hicieron profesionalmente solemnes y reconfortantes.
—No debe preocuparse, señora Waugh. La policía del condado ha sido alertada. Están inspeccionando todos los coches.
Sintió que el oscuro cielo se precipitaba sobre ella, inundando su cerebro.
—No sé de qué me está hablando.
—He intentado explicárselo, pero no me escucha —dijo Jan, en tono suplicante—. Barbara, alguien fue al parvulario de la señora Clarke y se llevó a Angela.
Barbara estaba sentada en una silla de jardín, aunque era incapaz de recordar cómo había llegado hasta allí. El jardín se difuminaba ante sus ojos.
—¿Quién permitió que se la llevaran? —exigió saber.
—No puedes culpar a la señorita Clarke —dijo Jan, ansiosa—. No tenía razones para sospechar.
Tenía que contener sus sentimientos, tenía que saber todo lo ocurrido para asegurarse de que no habían pasado nada por alto, tenía que hablar para no quedarse a solas con sus sentimientos.
—¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que llamarais a la policía?
—Al principio no supe lo ocurrido porque, cuando llegué, la señorita Clarke ya se había ido. Se marchó en cuanto fueron a recoger al último niño. La estuve buscando por todo el pueblo, regresando a casa una y otra vez para ver si Angela había aparecido. Como nadie las había visto pensé que, quizá, estarían juntas. —Parecía que le daba miedo continuar—. Cuando encontré a la señorita Clarke una hora después, fuimos directamente a la policía.
El sargento parecía perfecto para reconfortar a las personas y reñir a los niños por robar manzanas, ¿pero podría traer de vuelta a Angela?
—Antes ha dicho que estaban inspeccionando los coches —dijo Barbara—. ¿Saben el número de la matrícula?
—No se me ocurrió mirarla —dijo la señorita Clarke, saliendo de la casa y colocándose bien las gafas—. Estoy segura de que usted tampoco lo habría hecho, señora Waugh.
—¿Vio el coche? —Al ver que la mujer asentía, Barbara se volvió hacia el sargento, que le resultaba menos enervante—. Entonces, al menos conocen la marca.
—Bueno, la verdad es que no. —La señorita Clarke frunció el ceño y sus gafas volvieron a moverse; con un dedo, las devolvió a su sitio—. Me temo que soy incapaz de distinguir una marca de otra.
—Sabemos que es negro o azul oscuro —añadió el sargento—. Y creemos que se trata de un sedán.
Barbara sintió deseos de pegar un puñetazo a la señorita Clarke al ver que asentía desafiante.
—¿Por qué le permitió llevársela? —exigió saber.
—Estoy segura de que, en mi lugar, usted habría hecho lo mismo, señora Waugh. Aquel hombre iba muy bien vestido y hablaba divinamente. Además, si en realidad era un secuestrador, como todos ustedes dicen, ¿cómo creen que habría podido detenerlo? Estoy sola en el parvulario y tengo a todos esos niños a mi cargo. En cualquier caso, aquel tipo no la secuestró —añadió, casi triunfal—. Angela se fue con él voluntariamente.
Sin duda alguna, la profesora pudo oír las uñas de Barbara hundiéndose en el asiento de lona.
—¿Qué fue lo que le dijo?
—Lo recuerdo con exactitud: «Hola, Angela. Estoy en casa de tu tía Jan. Date prisa o me multarán por estar mal estacionado». Bueno, ya sabe lo estrecha que es la calle.
Los dientes de Barbara empezaron a castañetear.
—¿Y no le pareció extraño que necesitara el coche para llevarla a casa de Jan? —preguntó, con voz temblorosa.
—Yo nunca he necesitado coche para moverme. En mi opinión, es muy fácil opinar cuando algo ya ha ocurrido. —La señorita Clarke cada vez estaba más enfadada con sus gafas—. A usted misma la he visto coger el coche para hacer trayectos cortos.
Si Barbara replicaba lo haría gritando, pero el sargento estaba señalando un coche que acababa de abandonar la rotonda.
—Creo que ha llegado la policía del condado.
A pesar de lo mucho que le temblaban los brazos, Barbara consiguió levantarse. Solo llegó un policía joven y sumamente eficiente que no tenía nada de qué informar y que pareció molesto al comprobar que habían permitido que todas aquellas personas se hubieran diseminado por el exterior de la casa. Tras llevarse al sargento a un lado del jardín para hacerle algunas preguntas, se aproximó a Barbara.
—¿Podríamos entrar en su casa?
Una vez en el interior, empezó a interrogarla. No se mostró especialmente compasivo, pero quizá consideraba que la situación era demasiado apremiante y Barbara no podía perder el tiempo sintiéndose molesta con él. ¿Vivía sola? ¿Dónde estaba su marido? ¿Dónde trabajaba? ¿Le había dejado alguna herencia sustancial? ¿Dónde trabajaba ella? ¿Cuánto ganaba? ¿Había alguien que pudiera considerar que su hija le pertenecía? ¿Podía pensar en alguien que encajara con la descripción del secuestrador?
—Nadie —respondió ella—. Me pregunto cómo podía saber mi nombre, el de mi pequeña y el de mi vecina.
—Supongo que le habrá oído llamar a su hija por su nombre en la calle, y los nombres de los adultos figuran en el censo. Parece obra de un profesional. Puede que crean que, viviendo en un lugar como este, usted podrá pagar un rescate… o quizá saben que puede permitírselo.
¿Era posible que aquel hombre sintiera envidia de ella? Empezó a hablarle de los tipos de llamada telefónica que podía recibir. Le dijo que de momento no le intervendrían el teléfono, pero que debería llamar a la policía al instante si el secuestrador se ponía en contacto con ella. Acto seguido abandonó la casa para interrogar al resto de la gente. Ahora, lo único que podía hacer era esperar. No había nada que le impidiera preguntarse por qué se había preocupado tan poco de Angela; no había nada que le ayudara a reprimir el escalofrío que se estaba extendiendo por todo su cuerpo.
El escalofrío por fin se desvaneció, dejándola tan vacía y frágil como una concha, en peligro constante de romperse en pedazos. Quizá, si hubiera tenido tiempo, se habría sentido igual cuando murió Arthur, pero ahora también tenía una sensación de culpabilidad, una culpabilidad que impregnaba su cuerpo y todo lo que le rodeaba, y le hacía sentirse mezquina, sucia y despreciable. Seguía esperando, y lo peor de todo era que no podía coger el coche para ir en busca de Angela, puesto que no se atrevía a abandonar la casa. Hacía semanas que su cuerpo se crispaba cada vez que oía un coche y que daba un respingo las pocas veces que sonaba el teléfono. Al otro lado de las ventanas, los días brillantes le parecían falsos. Nada era real, excepto el insoportable silencio de la casa.
Recogió ausente el periódico cuando se le cayó del regazo. Le obsesionaba la idea de que el secuestrador no se pusiera en contacto con ella a través del teléfono, sino a través de un anuncio publicado en alguno de los periódicos locales. ¿Y si recurría a un recuerdo que solo Angela y ella compartían? En ese caso, la policía no sabría que ese era su mensaje. Le aterraba que aquel hombre hiciera daño a su hija si descubría que la policía estaba implicada.
En la sección de Anuncios Personales no había nada que le resultara familiar. ¿Y si estaba escondido en alguna otra sección para engañar a la policía? Buscó entre los anuncios de propiedades y coches de segunda mano, hasta que se dio cuenta de que la única que se estaba engañando era ella misma. The Railway Children, The Trouble with Girls, Heart of a Mother... Dobló el periódico con rapidez, antes de que le diera tiempo a ver algo más de la página de espectáculos.
Observó los titulares hasta que empezaron a retorcerse como si estuvieran en llamas. Tenía la impresión de que sus ojos estaban abriéndose paso a balazos hasta su cabeza. En ocasiones le parecía ver a Arthur en el umbral de alguna puerta o en lo alto de las escaleras, intentando reconfortarla. Sin duda alguna, no era más que un sueño que su insomnio le había impuesto en sus horas de vigilia, una alucinación similar a la de la voz distante de un niño que decía «mamá». Quizá Arthur siempre fue eso, pensó con amargura.
Subió al cuarto de baño para intentar despejarse un poco. Los tres primeros peldaños crujieron, recordándole que ya no había nadie a quien despertar. Deseaba que los niños de la casa de al lado hicieran más ruido, porque eso le ayudaría a convencerse de que tenía a alguien cerca, pero durante todas aquellas semanas habían estado muy silenciosos. Jan había sido tan servicial y considerada que Barbara no había tardado demasiado en sentirse prácticamente incapaz de respirar.
En un principio, Jan y Keith habían hecho todo lo posible por sacarla de casa, suplicándole que al menos fuera a comer con ellos, hasta que habían descubierto lo terca que era. Después la habían seguido visitando con el buen humor implacable de quien visita un lecho de muerte. Poco a poco, Barbara consiguió convencerlos de que deseaba estar sola, aunque Jan insistió en hacerle la compra. Era obvio que Jan estaba ansiosa por ganarse su perdón, pero si Angela regresaba a casa sana y salva…, o mejor dicho, cuando Angela regresara a casa sana y salva, no tendría nada que perdonarle a su amiga.
Entró en el cuarto de baño y humedeció sus ojos con agua fría. Las lágrimas empezaron a deslizarse por su reflejo, pero no tenía tiempo para llorar. La compasión de quienes la rodeaban le resultaba opresiva, porque tenía la sensación de que intentaban prepararla para algo que asumían que ya había ocurrido…, pero ella nunca estaría preparada, porque eso sería casi tan malo como desear que ocurriera lo peor. Si Angela regresaba junto a ella, nada más importaría. Estaba dispuesta a dar todo lo que tenía, lo que fuera. Como si ese pensamiento hubiera hecho que el tiempo empezara a moverse de nuevo, oyó que alguien llamaba a la puerta principal.
Al instante sintió que su estómago, y después todo su cuerpo, estaba en carne viva, al igual que sus ojos. Se sentía tan mareada que temió haber enfermado. Entonces se dio cuenta de que no había oído ningún coche. Debía de ser otra dosis de compasión de los vecinos de al lado. No te preocupes. Intenta sacarte todo eso de la cabeza. Encerrándote en casa no podrás ayudar a Angela. Solo cuando volvieron a llamar advirtió que los golpes no sonaban como los de Jan, Keith o los niños. Bajó las escaleras a todo correr.