Capítulo 4

1970

Cuando Barbara llegó a Tottenham Court, un hombre con un puñado de panfletos se acercó a ella murmurando: «El Apolo XIII estuvo condenado desde el principio. Tendríamos que haber prestado más atención a los números». Acto seguido, el hombre corrió hacia las personas que había bajo Centre Point, una jaula vacía de hormigón y cientos de ventanas. Antes, en Piccadilly, la había abordado un miembro de la Iglesia de la Cienciología; varios jóvenes calvos danzaban y entonaban cánticos por Oxford Street, mientras que en Leicester Square había diversos muchachos sentados con las piernas cruzadas, meditando. Al menos, el tópico del hombre del Apolo era relativamente actual.

La oficina de Melwood-Nuttall, que parecía una pequeña librería, se encontraba cerca de la Torre de Correos, un edificio de quince plantas con las ventanas verdosas como un trozo de cristal tallado barato. Los hinchas de fútbol llegaban desde Euston pegando patadas a la basura, curioseando en las tiendas y maldiciendo los pubs por estar cerrados. En el exterior de Melwood-Nuttall, el martillo neumático que vibraba entre los escombros no era más que una partícula diminuta de la interminable reedificación de Londres.

Ted Crichton estaba sentado tras una confusión de cartas y textos mecanografiados con las esquinas dobladas. Su enorme rostro redondo se iluminó al verla, y arrugó la nariz a modo de saludo. Cuando se levantó, la chaqueta cayó del respaldo de la silla y su escritorio pareció reducirse de tamaño y hacerse tan pequeño como el de un aula escolar.

—Toma —dijo, tendiéndole la novela que estaba a punto de publicar.

—Crees que podremos publicarla en rústica, ¿verdad?

—Creo que podrás hacerlo muy bien. Házmelo saber lo antes posible, pues ya hay gente husmeando.

Guardó el texto mecanografiado en su maletín, junto con algunos libros para Angela.

—¿Qué novedades hay?

—¿Imaginas una novela cuyo protagonista fuera Hitler? Eso pondría a Melwood-Nuttall en el mapa…, al otro lado de la frontera, concretamente. Le dije al autor que consideraba que estaba algo adelantado a su tiempo —dijo, riendo—. ¿Últimamente has leído algo bueno?

—Sí, creo que sí. En mi opinión, es la mejor primera novela que he leído en años. La ha escrito un hombre llamado Paul Gregory, que en una sola frase es capaz de decir mucho más de lo que la mayoría de los escritores consiguen decir en todo un párrafo. Sin embargo, el jefe dijo que era «de interés limitado» y tuve que devolverla.

—Bueno, ese es el precio que tienes que pagar por trabajar para una gran editorial. Tendrías que hacer como yo: solo yo y mi lista de apuestas seguras. Por lo menos, así sabrías que no puedes permitirte correr riesgos. —Al ver que Barbara no sonreía, se puso serio—. Te sentiste muy decepcionada, ¿verdad?

—En mi opinión, merecía ser publicada. Estoy segura de que hubiera funcionado bien si la hubieran gestionado de forma adecuada. Me sentí fatal al tener que desalentar a un autor de tanto talento. Es obvio que su libro ha circulado por la mayoría de las editoriales.

—Dame su dirección y le echaré un vistazo. Quizá, si puedo prometerle una edición en tapa dura, podrás convencer a tu jefe. ¿Sabes? No es la primera vez que te oigo decir algo así —dijo, atusándose la barba gris—. Fue en Frankfurt, ¿verdad? Durante la época de nuestra confesión mutua.

La primera vez que asistió a la Feria del Libro de Frankfurt, Ted había cuidado de ella: le había presentado a diversas personas, se había asegurado de que no tendría que comer sola y le había sacado de encima a editores lujuriosos, cuando había presentido que necesitaba su ayuda.

—Quizá deberías ser agente —le dijo ahora—. Es evidente que tienes la energía necesaria. Te proporcionaría más libertad y ganarías mucho más dinero.

Se dirigió hacia la oficina exterior para rescatar a su secretaria de una invasión de hinchas de fútbol.

—Si quieres alguno de estos libros, puedes llevártelo —estaba diciendo uno de ellos—. No hay ningún lugar donde pagar.

Al ver aparecer a Ted, con su metro noventa y dos de altura, desaparecieron al instante.

—Es una suerte que mi aspecto resulte intimidante —le dijo a Barbara—. No le he puesto un dedo encima a nadie en mi vida y no tengo ningún futuro como padre severo. ¿Qué tal está tu hija?

—Muy bien. Dices que yo soy muy activa, pero deberías verla a ella. Aunque va a la guardería, cuando llego a casa está llena de energía. Ya sabe jugar a serpientes y escaleras.

—Es un juego difícil para cuatro años, ¿no?

—Eso creo.

De todos modos, Angela no era una niña insufriblemente precoz. Todo el mundo le cogía cariño al instante…, todo el mundo excepto aquella mujer de rostro asimétrico, pero no le había parecido que fuera una persona demasiado normal. Por muy especial que fuera Angela, nunca se comportaba como si se diera cuenta de ello. En cierta ocasión, cuando Barbara había intentado preguntarle sobre las conversaciones que mantenía con su padre, se había encerrado en sí misma como una niña que tiene un secreto y no sabe si debería contarlo o no. Barbara había preferido cambiar de tema, por miedo a que la pequeña creyera que había hecho algo malo. En ocasiones sentía tentaciones de escuchar por el intercomunicador, que seguía estando en el dormitorio aunque casi nunca lo conectaba, pero tenía la impresión de que eso sería peor que escuchar a escondidas tras la puerta.

Ted, que por fin se había dado cuenta de que su chaqueta estaba en el suelo, la había recogido e intentaba limpiarla de polvo. Por impecable que fuera su aspecto a primera hora de la mañana, a la hora de la comida siempre estaba hecho un desastre. En esos momentos parecía que había pasado la noche en un banco del parque.

—Y no está interfiriendo en tu carrera —comentó.

—He tenido mucha suerte. La cuida una amiga mía que vive en la puerta de al lado; va a buscarla a la guardería y todo eso. A veces me siento muy culpable, porque estoy segura de que mi vida es más sencilla trabajando que cuidando de ella. —Al advertir lo interesado que parecía su interlocutor, le preguntó—: ¿Por qué te interesa? ¿Acaso tu mujer está embarazada?

—Eso parece. Helen dejó de tomar la píldora debido a todos aquellos rumores sobre el cáncer. Bueno, supongo que cuando el mocoso esté dormido podré trabajar en la famosa novela que todavía no he escrito.

—Te gusta la idea de ser padre, ¿verdad?

—Estoy seguro de que me gustará en cuanto nazca —respondió, rascándose las cejas, que eran lo bastante espesas para ocultar que tenía el ceño fruncido—. Helen quiere tenerlo y eso es lo único que importa.

—Estoy segura de que te encantará. Por cierto, debería empezar a irme. El hijo pequeño de mi amiga está enfermo y le he dicho que intentaría llegar pronto a casa para quitarle a Angela de encima. Esas son las presiones de la paternidad…, pero te aseguro que merece la pena.

En el exterior, aquel día de septiembre resultaba abrasador. La Torre de Correos parecía afilada por la luz y Centre Point era un fuego candente dentro de un engranaje de hormigón. El maletín le pesaba muchísimo. ¿Debería dejar los libros en el despacho de Ted? No, le había prometido a Angela que se los llevaría.

El metro estaba lleno hasta arriba de hinchas de fútbol que se empujaban unos a otros hasta el borde del andén, arrojaban latas de cerveza vacías a las vías, rayaban las paredes e incordiaban a mujeres solitarias. Un grupo empezó a aproximarse a Barbara, hasta que esta los espantó con la mirada. La atmósfera era densa como el sudor, un sudor que era incapaz de secar la corriente de aire que levantaban los trenes al pasar.

En el vagón fue mucho peor. Aunque había encontrado un asiento, Barbara estaba segura de que iba a desmayarse. Los hinchas colgaban de los asideros como trozos de carne, la multitud se apiñaba a su alrededor y bufandas que olían a cerveza ondeaban ante su rostro. El túnel se cerró alrededor del tren, que se balanceaba a un lado y al otro con su estridente y monótono traqueteo. Aquel día que la mujer asimétrica se sentó al lado de Angela había ido igual de lleno.

Habían estado comprando juguetes en el Hamley’s de Regent Street. En la estación de Oxford Circus, la multitud las había empujado hacia el vagón y los asientos…, y antes de que Barbara pudiera decirle a Angela que se sentara en su regazo, aquella mujer se había sentado junto a la pequeña, apuntalándola contra la ventana.

Al principio, Barbara la había mirado con disimulo, por si ella se daba cuenta. Su piel estaba curtida, pero no parecía tener más de veinte años. Tenía un ojo más bajo que el otro y una nariz grande, roja y porosa como una fresa. Por su aspecto, parecía que cada vez que se ponía delante de un espejo, este intensificaba su desesperación.

Barbara había visto cómo miraba a Angela. Puede que estuviera drogada (al fin y al cabo, Londres parecía estar lleno de personas que se comportaban como si todo lo que había a su alrededor se estuviera moviendo), pero la razón no le importaba: aquella mujer parecía ser incapaz de apartar la mirada de Angela, y sus ojos estaban llenos de miedo y aversión.

Estaba dispuesta a intervenir (tras las primeras semanas de vida de Angela, no había vuelto a sentirse tan sumamente protectora) cuando el metro se detuvo en Green Park y la mujer se dio cuenta de que la estaba mirando. Al instante se levantó, se abrió paso entre la multitud y se apeó del tren… ¿o acaso montó en otro vagón? Tanto en Victoria Station como durante todo el camino de regreso a casa, Barbara tuvo la impresión de que alguien las estaba siguiendo.

Ya había llegado a la estación de Victoria y podía dejar atrás a los hinchas de fútbol. Mientras esperaba a que llegara el tren de Otford, echó un vistazo a los titulares: «Continúa el juicio de Manson». «Ametralladoras en la consigna del hotel London Hilton». Quizá, necesitaba que alguien le demostrara que no a todo el mundo le gustaba Angela, aunque se puso furiosa al recordar lo mucho que se asustó la pequeña aquel día y lo poco que había hablado hasta que llegaron a casa.

En el tren de Otford dejó el maletín en el suelo, junto a ella, y se recostó en el asiento con un suspiro de alivio. Un tren cercano parecía una sombrerería: los hombres levantaban sus gorras para secarse la frente y uno de ellos se estaba abanicando con el ala de su sombrero. Pronto, el tren dejó atrás la perrera de Battersea o, como decía Angela, la Perrera del Maltrato[1]. En Peckham Rye, los bloques de pisos se alejaron en grupo hacia el horizonte, dejando las colinas para las pequeñas aldeas. El cielo de Kent era tormentoso, del color del crepúsculo y la lluvia.

Al llegar a Otford oyó un trueno distante, el sonido de las colinas desplazándose hacia delante, empujadas por el cielo plomizo. El tren se alejó, reduciéndose de tamaño hasta que apenas fue una mancha, y entonces nada más se movió en aquella estación desierta, sobre las coloridas colinas de neón. Parecía que el aire se había convertido en una resina transparente.

Había recorrido la mitad del puente elevado cuando advirtió que la estación no estaba desierta: había una mujer en la vía de Londres, que se situó debajo del puente mientras Barbara lo cruzaba, casi como si intentara esconderse.

Aunque no sabía la razón e intentaba convencerse a sí misma de que estaba siendo una neurótica, Barbara apresuró sus pasos para poder ver el rostro de aquella mujer. Cuando ya prácticamente había llegado al pie de las escaleras descubrió que era Jan.

Nunca la había visto tan preocupada (de hecho, daba la impresión de que había encogido de tamaño), aunque por la mañana Nigel solo había parecido tener un simple constipado. ¿Quién estaba cuidando de Angela? Bajó a todo correr los últimos escalones.

—¿Qué ocurre, Jan? ¿Nigel ha empeorado?

Flaqueó al ver que Jan se alejaba de ella, con los brazos fuertemente cruzados sobre sus pechos. Tenía que estar haciéndose daño, pero no parecía sentir nada.

—Oh, Barbara. Lo siento muchísimo —dijo su amiga.