1968
—No os alejéis demasiado —dijo Jan—. Quedaos donde yo os vea.
Barbara y ella estaban sentadas en el jardín de Jan, rodeadas de juguetes que se habían escapado del interior de la casa. Jason guiaba a Angela y a su hermanito por el campo, para demostrar lo mayor que era. Era un día cálido y muy claro, bajo el pálido y sereno cielo de abril. Los árboles brillantes y desnudos estaban punteados de colores nuevos, las colinas y el campo eran más verdes que el día anterior y las primeras abejas revoloteaban sobre las flores.
Angela se detuvo en el camino de cemento y señaló entusiasmada, aunque con torpeza, hacia la carretera. Barbara no pudo oír lo que decía, debido al ruido de los cascos de dos caballos que montaban unos adolescentes por el campo, y Jason se limitó a decirle: «Vamos», pues era demasiado mayor para prestar atención a los balbuceos de un bebé. La pequeña, vestida con su mono azul brillante, se movió con torpeza e impaciencia por el sendero. Barbara la observó, casi incapaz de recordar cómo era de recién nacida.
—Dios mío, cuánto la quiero —le dijo riendo a Jan.
Angela, para desespero de Jason, regresó corriendo junto a ellas y les dijo con impaciencia, señalando hacia la carretera:
—Un hombre vuela.
Se levantaron para mirar, haciendo que el hielo tintineara en sus vasos. Un cortejo fúnebre se dirigía hacia la iglesia. La viuda, que viajaba en la primera limusina de pasajeros, se estaba secando los ojos.
—Hay un hombre encima —dijo Angela.
—¿De verdad, Angela? Qué bien. —Jan se sentó apresuradamente, para que el cortejo fúnebre no viera que estaba mirando. Entonces, dirigiéndose a Barbara, añadió—: Los niños dicen cosas muy raras. No deberías explicarle qué es en realidad.
Puede que sepa más de este tema que nosotras, pensó Barbara. ¿Nosotras lo sabíamos cuando teníamos su edad? No, creo que no.
—¿Recuerdas lo que dijo el día que pasamos por delante del crematorio? —preguntó, de forma impulsiva.
—Algo sobre unas personas doradas, ¿verdad? Algo muy extraño.
—«Una procesión de personas doradas», para ser exactos.
—Sí, tiene un buen vocabulario. Supongo que se debe a lo mucho que le lees. La verdad es que lo que dijo fue muy extraño.
El ruido de los cascos sobre el cemento la hizo mirar hacia el campo, donde Jason había olvidado que tenía que cuidar de Nigel y estaba pegándose con él en el suelo.
—Para ya, Jason —gritó, pero él no pareció oírla.
Empezó a correr hacia sus hijos, pero Angela fue más rápida. En cuanto llegó junto a ellos, ambos dejaron de pelear y la escoltaron con bastante solemnidad hacia el riachuelo, donde estaban saltando los caballos.
—Supongo que no quieren dar una mala impresión a su amiguita —comentó Jan.
—¿Crees que solo es eso?
—¿Qué más podría ser? ¿Qué intentas decir?
Era mejor no compartir con ella su secreto.
—Solo que la quiero muchísimo —respondió Barbara.
—No haces más que repetirlo. ¿Intentas convencerme a mí o a ti misma? —Al ver que su expresión cambiaba, que no sabía qué cara poner, Jan añadió—: ¿Qué es lo que sientes en realidad?
—¿Tu siempre quieres a Jason y a Nigel?
—¿Siempre? ¿Estás de broma? Te aseguro que mataría a cualquiera que les pusiera un dedo encima, pero créeme: hay veces que tengo que contenerme para no ahogarlos en el estanque. —Observó los caballos, que corrían por el campo levantando tierra con sus cascos—. Pero supongo que te refieres a otra cosa. Te sientes frustrada, ¿verdad?
—Es que a veces me siento tan enjaulada… Empiezo a tener la impresión de que no he visto nada más que el interior de mi casa durante años. —Barbara agitó los cubitos de hielo en su vaso de tal forma que parecía que iba a tirar unos dados—. Y la verdad es que odio el trabajo que hago, trinchando libros como si fuera cirugía plástica. No me cabe duda de que es necesario, pues en cierto sentido esos libros son terribles, pero no me apetece continuar trabajando en esto. —Lanzó los dados derretidos sobre la hierba, que centellearon antes de desaparecer—. Cuando estaba en Londres, disfrutaba de los libros con los que trabajaba.
El sonido de los hielos despertó a Keith de la siesta que se estaba echando bajo el Observer.
—Tengo la impresión de que empiezas a estar resentida con Angela por estar entorpeciendo tu carrera.
—Supongo que es cierto —respondió Barbara, con tristeza.
—Lo extraño sería lo contrario. ¿Por qué no vuelves a trabajar? —le sugirió—. Yo podría cuidar de ella durante el día.
—¡Oh, Jan! ¿Lo dices en serio?
—Estoy segura de que será bueno para Nigel y para ella. De este modo, estarán mejor preparados para empezar el parvulario el año que viene.
Jason estaba de vuelta con los pequeños.
—Angela dice que está cansada —explicó, con seriedad.
—Entraré contigo, Barbara. Vigila a los niños, Keith. —Mientras subían al dormitorio, le preguntó a Angela—: ¿Te gustaría jugar en mi casa mientras tu mamá va a trabajar?
—Sí —respondió la pequeña, esbozando una frágil sonrisa—. ¿Vendrás a casa a verme? —preguntó suplicante a su madre.
—Por supuesto que sí, cariño.
Barbara le dio un fuerte abrazo y la acostó para que durmiera la siesta. Cuando regresaron al piso inferior, miró a Jan con tristeza.
—Ahora me siento culpable por querer abandonarla.
—Eso es mejor que estar resentida con ella, ¿no crees?
—Supongo que sí. —Conectó el intercomunicador y oyó una serie de pitidos: la parte censurada de una llamada policial desvaneciéndose entre las colinas. Angela, que se removía en su cunita, de repente dijo: «Papi».
Jan se volvió rápidamente hacia la ventana, por si Barbara deseaba mantener escondidos sus sentimientos.
—¿Vienes? —preguntó.
—No, creo que me quedaré. Tengo que acabar de despedazar un capítulo.
En cuanto Jan abandonó la casa, Barbara se puso a trabajar. Aquel capítulo no parecía demasiado malo, excepto por los esfuerzos que hacían los personajes por decir algo de la forma más complicada posible: «No», gritó, espetó, chasqueó y bramó uno de ellos, mientras su compañero de conversación boqueaba, respiraba y se quejaba. Alguien intentaba interrumpirlos chachareando, entrechocando los dientes, hablando sin sentido y diciendo tonterías, pero ellos lo ignoraron. Barbara sonrió para sus adentros, en parte por la reacción de Jan.
Estaba siendo injusta. Seguramente, Jan creía que Angela empezaba a darse cuenta de que no tenía padre y llamaba «papi» a un amigo imaginario. No le cabía duda de que la había dejado sola para que pudiera llorar tranquila; sin embargo, a esas alturas Barbara estaba segura de que Angela sabía exactamente qué estaba diciendo y a quién.
Por supuesto que había llorado la primera vez que le había oído pronunciar aquella palabra, a pesar de las muchas veces en las que había tenido la impresión de que no estaban solas en esta casa. Como no había vuelto a oír aquella voz (quizá, no había sido más que una alucinación), le había resultado más sencillo asumir que se trataba de una presencia invisible y, en cuanto se acostumbró a ella, empezó a resultarle tan reconfortante que había llegado a creer que eso sucedía porque así tenía que ser.
Había deseado saber quién era desde mucho antes de que Angela empezara a hablar, pues cada vez que la dejaba sola, la pequeña emitía sus habituales gorjeos de saludo. La primera vez que la oyó decir «Papi» no se atrevió a creerlo. Quizá, Angela solo estaba repitiendo una palabra que había oído decir a Nigel y Jason.
Un día, dejó el álbum de fotos abierto por una fotografía de Arthur antes de llevar a Angela al piso inferior. La niña nunca había visto ninguna foto de su padre, pues Barbara consideraba que era mejor esperar a que preguntara dónde estaba. Mientras bajaban las escaleras, sintió tentaciones de adelantarse y esconder el álbum. Su corazón se había convertido en un puño que intentaba perforar su pecho y su respiración era áspera como el humo. Al ver la fotografía de aquel hombre que esbozaba una enorme y tímida sonrisa, como si pensara que no merecía ser fotografiado, Angela dijo: «Papi».
Eso fue suficiente. Quizá, al fin y al cabo, Arthur había visto crecer a su hija: Angela con apenas un mes, chillando a sus manitas e intentando convencerlas para que llegaran a su boca; su primera sonrisa que era intencionada, no una mueca espasmódica; la primera vez que había conseguido girar sobre sí misma y había reído de felicidad; sus primeras palabras. Durante el parto, Barbara había visto una imagen del rostro de Arthur desintegrándose como la arena y siendo barrido por el viento, pero ahora sabía que aquello no había sido más que una pesadilla consciente.
En ocasiones se preguntaba si su presencia tendría algo que ver con el aura de paz que irradiaba Angela. Cuando ella estaba cerca, nadie podía estar enfadado durante demasiado rato, como les ocurría a los hijos de Jan. Quizá, la calma que Barbara sentía cuando la miraba era algo más que maternal. No quería analizar en demasiado detalle lo que estaba ocurriendo, pues era demasiado delicado y temía estropearlo. Además, a esas alturas ya empezaba a acostumbrarse.
Terminó el capítulo con rapidez. Él dijo, ella dijo, dijo, dijo. Barbara dejó al hombre parloteando, hablando incoherentemente y diciendo tonterías, porque empezaba a estar demasiado orgullosa de él para cambiar su estilo. Por primera vez en meses estaba disfrutando de su trabajo, porque ahora sabía que no tardaría en dejarlo. Pronto estaría de vuelta en su oficina. Angela estaría segura con cualquier persona, especialmente con Jan.