Capítulo 2

1966

Despertó convencida de que Angela estaba en peligro; quizá lo había soñado. Intentó con todas sus fuerzas despertar por completo, porque Arthur por fin había regresado a casa y no quería perderse el momento en que viera a su hijita, con su beatífica carita dormida y sus regordetes puños minúsculos sobre la cabeza, como si la pequeña estuviera jugando a policías y ladrones en sueños.

Barbara permaneció acostada más de un minuto antes de ser consciente de lo que estaba pensando; entonces estuvo a punto de derrumbarse de dolor. Pero no podía hacerlo, por Angela. Se levantó rápidamente para despertar lo antes posible. Angela se estaba removiendo en su cunita, situada al pie de la cama.

En cuanto vio a su madre, la pequeña la saludó con chillidos y gorjeos de alegría, se tumbó boca abajo y empezó a gatear por la cuna, gritando para que la sacaran de su prisión. La abrazó durante un buen momento, intentando tranquilizarse. Después le cambió el pañal, algo que era una verdadera proeza porque, ahora que podía, Angela no hacía más que girar una y otra vez. Barbara apenas recordaba a la diminuta criatura indefensa y pegajosa que había salido de sus entrañas.

Había dormido más de lo que habría querido: el arco de luz que escapaba del estudio de Arthur ya iluminaba la mitad del descansillo. En los últimos tiempos, durante sus infrecuentes visitas, Arthur se había encerrado con diversos fajos de papeles en aquella habitación, intentando fingir que no tenía problemas, pero eso solo significaba que incluso cuando estaba en casa se había mostrado tan distante que en ocasiones ni siquiera parecía estar allí. Quizá había aceptado tener un hijo tan pronto con la esperanza de acercarse más a ella… o quizá solo había querido asegurarse de que no estuviera sola. ¿Hasta qué punto lo había anticipado? Las lágrimas le estaban nublando los ojos, pero no podía permitirlo, no mientras llevaba en brazos a Angela al piso inferior. La sentó en el cochecito y salió con ella a la tarde de agosto.

Bajo el cielo de Wedgwood, los árboles daban un aspecto musgoso a las colinas de Kentish. Paseó por Palace Field, dirigiéndose hacia las ruinas de la caseta del guarda y la torre del palacio del arzobispo, entre las que; se acurrucaba una hilera de casitas. Los inquilinos estaban sentados en sus jardines, leyendo o cosiendo. Angela rió al ver la centelleante corriente que discurría por el campo. Para ella todo era nuevo, pero Barbara había dado aquel paseo tantas veces que le resultaba tan tedioso como un anuncio de televisión.

En las proximidades de Otford, los árboles superaban en número a las casas. Los patos que descansaban junto al estanque de la rotonda parecían piedras ovales, pues escondían la cabeza como las tortugas. El hostal era un bloque de luz blanca y la comisaría de policía, un edificio de dos plantas de ladrillo rojo idéntico a cualquier casa de las afueras, parecía arder en llamas. El resplandor le obligó a sujetar con más firmeza el cochecito. Cada vez que cruzaba una calle, temía que las asas se le resbalaran de las manos.

En el pueblo, una hoja de afeitar gigantesca colgaba sobre la puerta de la barbería y rifles del color de las nubes de tormenta brillaban amenazadores en el escaparate de la armería. Diversas personas se acercaron para admirar a Angela.

—Cómo se parece a usted —decían.

Dejó el cochecito delante de la verdulería, pero no apartó los ojos de él en ningún momento. Cada vez que alguien se acercaba a Angela mientras estaba dentro de una tienda, su cuerpo se tensaba, preparándose para correr hacia la pequeña.

Alguien acababa de acercarse al cochecito. Era Jan, que llevaba una camiseta tan deformada que incluso a Barbara le habría quedado ancha.

—Ba ba ba —gorjeó el bebé, aplaudiendo con torpeza y riendo. Jan y sus hijos permanecieron junto a ella hasta que Barbara salió de la tienda.

—La niña del anís estrellado hoy está muy alegre —comentó Jan.

—Activa y exigente. Sin embargo, prefiero tenerla a ella que a un bebé de esos que parecen una bolita.

—Cualquiera con un poco de sentido común querría lo mismo. No te adelantes, Jason. Sé un buen niño y ayúdame a llevar el cochecito.

Por un instante, Barbara fue dolorosamente consciente de la presencia del pequeño, de tres años de edad: tras saber que Barbara estaba embarazada, Arthur había jugado y saltado con él, lo había levantado en el aire y había reído cada vez que había conseguido hacerle reír. Durante ese momento, pudo oír la voz de Arthur con más claridad que la de Jason.

—¡Palos! —dijo el niño con impaciencia—. ¡Paros!

—Muy bien, Jason —dijo Jan, mientras echaba un vistazo a los titulares de la prensa del quiosco—. Patos.

Los animales se estaban enderezando bajo los sauces del estanque, sacudiéndose como trapos.

—Los Asesinos del Páramo han sido encarcelados —añadió furiosa, dirigiéndose a Barbara—. Ahora, todos nosotros tendremos que pagar su manutención. Me gustaría que alguien se atreviera a hacerle algo a un niño delante de mí.

Barbara, que había alcanzado a ver un titular sobre Arabia Saudí, se volvió hacia su amiga con los ojos desenfocados. Jan la cogió del brazo con su mano varonil.

—No te preocupes. Estoy segura de que aquí estamos a salvo.

—Antes de tener a Angela, consideraba que este tipo de cosas no eran más que noticias. —A pesar de sus palabras, no era ese el motivo de su repentino pesar. De todos modos, no le apetecía que Jan la abrumara con sus emociones imprecisas, por buenas que fueran sus intenciones—. Cosas como la de aquel estudiante de Texas que el otro día disparó a doce personas sin ningún motivo.

—En ocasiones, tengo la impresión de que el mundo se está volviendo loco. ¿Y qué me dices de todas esas personas que se drogan? ¿Qué diablos creerán que están buscando?

—Puede que no lo sepan hasta que lo encuentren, si es que lo hacen.

Recorrieron el campo empujando los cochecitos; Angela y el pequeño Nigel iban cogidos de la mano.

—Por cierto —dijo Barbara—. Me gustaría hacerte una pregunta.

—La experta le aconseja en todos sus problemas sobre el cuidado de los niños. Limítate a mirar la corriente, Jason. No quiero que te mojes.

—No tiene nada que ver con lo que podrías llamar «problema». Me preguntaba si los niños de la edad de Angela pueden tener amigos imaginarios.

—En mi opinión, a los ocho meses aún es demasiado pronto. ¿Por qué lo preguntas?

—Solo porque a veces gorjea como si estuviera saludando a alguien cuando yo no estoy en la habitación.

—Jason solía hablar con la luz del sol. Supongo que se tratará de algo similar.

Al llegar a casa se despidieron y Barbara oyó que Jason subía a todo correr las escaleras que había al otro lado de la pared. Jugó un rato con Angela, que estaba descubriendo que su espejo de plástico tenía dos caras y gritaba cada vez que veía el lado vacío, y chillaba con más fuerza cuando veía su reflejo en el otro.

Después de bañarla, cuando la tumbó sobre la toalla, la pequeña empezó a mover su cuerpecito rosado. Al besar su marca de nacimiento, una hoja de trébol de color púrpura que tenía en el hombro izquierdo, Barbara sintió que le subía la leche; era una emanación de amor espontánea que se hacía tangible. La pequeña se quedó dormida en sus brazos, mamando; la leche se deslizaba por las comisuras de su boca.

Mientras acostaba a Angela en su cunita, oyó que Keith, el marido de Jan, regresaba a casa. Jason bajó las escaleras como una exhalación, gritando «Papi, papi». Se entristeció al pensar que Angela nunca podría hacer eso.

Recogió los juguetes de la pequeña y los guardó en el hueco de la escalera. Más allá de Palace Field el cielo había adquirido un tono blanquecino; sobre las colinas descansaban nubes que parecían lazos de pasta. La noche que le había dicho a Arthur que estaba embarazada reinaba una tranquilidad similar, ¿o acaso la había tranquilizado él, abrazándola de modo protector y diciéndole que se ocuparía de todo? Había logrado ocultarle su ansiedad y su preocupación, a pesar de que sus problemas ya debían de ser bastante graves…, tanto que lo mantuvieron alejado de su hogar durante el resto del embarazo, tanto que casi olvidó telefonearla por Navidad. Siempre había creído que regresaría para el parto, de modo que cuando sonó el teléfono un triste día entre Navidad y Año Nuevo, pensó que sería él para decirle que venía. ¿Quién más iba a llamarla desde Arabia Saudí? Sin embargo, por lejana e incomprensible que sonara aquella voz, supo desde un principio que no era la de Arthur. Volvieron a llamar casi al instante, obligándola a salir corriendo del cuarto de baño, pues había un nuevo movimiento en su estómago, violento y enervante. «Sí», dijo aquella voz. Acababa de llamarla, pero había colgado porque tenía la impresión de que no podía oírle. ¿Le oía bien ahora? Sí. Llamaba por su marido. Arthur Waugh, sí, era correcto. Sí, estaba muerto.

Aquella conversación le había parecido completamente irreal, porque ya estaba de parto. Su cuerpo no le había dejado tiempo para pensar ni para sentir. Arthur estaba más lejos que nunca, eso era todo, y ella estaba tan poco preparada para asumir su muerte que ni siquiera se lo comentó a Jan cuando la llevó en coche al hospital. La verdad había empezado a impregnar su ser en la sala de partos, cuando después de horas de esfuerzo había quedado suspendida en un limbo de futilidad donde nadie podía consolarla ni ayudarla. Odiaba a los estudiantes de enfermería, con sus máscaras que parecían velos, y a los doctores árabes que no habían podido salvar a Arthur. ¿La conmoción que había sufrido al conocer la noticia podría matar también a su bebé? De repente, sus músculos pélvicos habían empezado a moverse sin que ella pudiera hacer nada por impedirlo. A pesar de que parecía una compensación demasiado simplista, Angela estaba llegando al mundo para salvarla de la desesperación.

Oía respirar a la pequeña por el intercomunicador, con la misma fuerza que un astronauta en una película de Kubrick. Después de cenar, Barbara estuvo trabajando en el salón. No podía hacerlo en el despacho de Arthur porque le resultaba opresivo, porque estaba repleto de preocupaciones. Estaba a punto de terminar la preparación tipográfica de la última novela del Espía invisible. ¡Y pensar que antaño creía que tendría tiempo para escribir su propio libro! No estaba obligada a trabajar (Arthur les había dejado más que suficiente para que vivieran sin preocupaciones hasta que Barbara pudiera volver a dedicarse a su trabajo a tiempo completo), pero quería hacerlo, porque eso la ayudaba a creer que no estaba estancada, que la maternidad no la había engullido. ¿O acaso agradecía trabajar porque le dejaba menos tiempo para sucumbir al pesar? En ocasiones deseaba poder sucumbir por completo y durante todo el tiempo que fuera necesario, pues desde que la informaron de la muerte de Arthur, nunca había tenido la oportunidad de hacerlo. Ahora, la pérdida en sí parecía muy lejana.

—No seguirás follándote mujeres mucho tiempo —espetó Hilde Braun, blandiendo un escalpelo. Ese tipo de expresiones debía evitarse, de modo que Barbara le hizo decir: «Pronto, no tendrás mucho que ofrecer a las mujeres». Con una producción de diez libros al año, no le extrañaba que el autor no puliera su trabajo…, pero alguien tenía que hacerlo.

Había terminado un capítulo cuando Angela empezó a barbotar y a moverse; los sonidos amplificados inundaron la habitación. Esperaba que la pequeña no tuviera otra noche agitada, puesto que quería entregar el libro a finales de semana. Entonces oyó el murmullo de la voz confusa de un hombre. Debía de ser una de las muchas emisiones que captaba el intercomunicador. Recordaba que la primera vez que hubo un cruce había estado a punto de sufrir un ataque de pánico.

Subió lentamente las escaleras. Los tres primeros peldaños crujían, pero no podía alcanzar el cuarto desde el rellano. La casa vacía magnificaba los ruidos. Al llegar al dormitorio descubrió que Angela estaba dormida, envuelta por la penumbra, entre una confusión de mantas. Le puso el chupete sin despertarla.

Avanzó de puntillas hacia el pasillo, y en cuanto cerró la puerta volvió a oír aquella voz confusa. Estaba dentro del dormitorio, con Angela. Empezó a dar media vuelta, diciéndose a sí misma que el micrófono que había junto a la cuna estaba recibiendo aquella emisión, cuando se dio cuenta de que un micrófono no podía hacer nada similar. Había alguien al otro lado de la puerta, hablando a Angela entre murmullos.

Abrió la puerta con tanta rapidez que podría haber despertado a la pequeña. La habitación estaba vacía y silenciosa, excepto por la respiración sosegada de Angela. Barbara entró sigilosamente para asegurarse de que allí no había nadie, pues la oscuridad se arrastraba sobre todas las cosas, cambiando sus familiares formas. Aunque ya había comprobado dos veces la habitación, seguía sintiéndose intranquila. Quizá oía cosas porque Angela le hacía pasar muchas noches en vela. Cuando se obligó a sí misma a regresar al trabajo, dejó abierta la puerta del dormitorio. Cada vez que la electricidad estática pasaba por el intercomunicador, le parecía oír un susurro.