1979
A las cinco menos diez empezó a rascar el borde de su vaso con tanta fuerza que ella temió que se rompiera.
—Es demasiado tarde —dijo él—. Han cambiado de opinión.
—Seguro que no. Aún es pronto; créeme. Les gusta tomarse su tiempo.
—La verdad es que no puedo culparlos de que se hayan echado atrás.
Volvió a sentarse, pero no durante demasiado tiempo. Llevaba toda la tarde deambulando entre las sillas y el sofá, como si estuviera atrapado en un solitario juego de sillas musicales.
—Anoche intenté leer los libros, pero fui incapaz de hacerlo. Me resultaban vergonzosos y tediosos.
—Paul, son lo mejor que has hecho en tu vida. Si no estuviéramos seguros de que van a convertirse en superventas, no estaríamos aquí esperando a que llamaran.
—No lo sé, Barbara. Yo no estoy tan seguro. También te gustaron mis otros libros, pero mira lo que ocurrió con ellos. El otro día vi vender de saldo el último que escribí; solo costaba unos peniques, pero nadie lo quería.
—No deberías tener en cuenta los libros anteriores. Recuerda que Mario Puzo publicó dos desastres comerciales antes de escribir El Padrino.
—Quizá, pero él es Mario Puzo. ¿Quién diablos soy yo?
—Eres Paul Gregory, y te aseguro que Un torrente de vidas pronto será un superventas.
«Nosotros sabemos que lo es», le dijo a la fotografía de Arthur que descansaba delante de ella, sobre el escritorio. El desasosiego de Paul la estaba poniendo nerviosa; cada vez le costaba más ignorar el calor estancado de julio, el ruido del tráfico que esquivaba Piccadilly y Bond Street solo para pelearse bajo su ventana, el canturreo de los manifestantes judíos ante las oficinas de las Líneas Aéreas Soviéticas. Cada vez que Paul se acercaba a la ventana abierta, su silueta se alzaba amenazadora hacia el elevado techo blanco.
Paul cogió un libro de la estantería y advirtió que las páginas estaban en blanco. Las miró como si fueran una novela que estaba obligado a escribir.
—Fui incapaz de leer las escenas de la guerra civil de Torrente de vidas —dijo—. Son eternas. Y no cobran vida en ningún momento.
—Escúchame, Paul. Siéntate un momento y escúchame. Envié el primer volumen a Pan, a Futura y a Penguin, y todos ellos llamaron al día siguiente para echar un vistazo a los otros dos volúmenes. Creo que eso demuestra lo entusiasmados que están.
—Bueno, no creo que el primero estuviera demasiado mal, pero los otros discurren de forma tediosa, como dinosaurios que no acaban de morir. Hay ciertas partes del texto que me gustan, pero soy incapaz de escribir el tipo de cosas que la gente quiere leer. ¿Y si he echado a perder dos años de mi vida? —Empezó a hojear las revistas que descansaban bajo el cristal de la mesita, el Publishers Weekly y el Bookseller, intentando distraerse—. Mi vida, la de Sybil y la de los niños —añadió, con tristeza.
Barbara se sentía exasperada, aunque ella misma había compartido las dudas de Paul hasta que había podido echar un vistazo a los libros. Aquel hombre lo había arriesgado todo en ellos: había renunciado a su trabajo en una empresa de publicidad, solo para descubrir que tardaría mucho más de un año en escribirlos. Para entonces, las facturas y los créditos bancarios asediaban a su familia. Cuando los llevó a su oficina, tras haberlos mecanografiado, parecía avergonzado de ellos, pero resultaron ser una revelación, una estructura sorprendentemente compleja en la que se entrelazaban las fortunas de diversas familias y que finalizaba como una especie de escenario de ciencia ficción ambientado cien años después. Quizá Paul no era consciente de lo buena que era aquella novela porque no cumplía con sus expectativas.
Cuando sonó el teléfono, Paul levantó la mirada con demasiada rapidez, pero al instante intentó fingir que no estaba nervioso.
—Agencia Literaria Barbara Waugh —dijo Barbara, esbozándole una sonrisa.
Sus instintos le decían que no debía esperar demasiado. Resultó ser uno de sus autores, que la llamaba para informarla de que había terminado su nueva novela. Sin duda alguna, estaba sufriendo la habitual depresión posparto de los novelistas. Cuando le dijo que estaba celebrando una subasta, el autor colgó.
—¡Jesús! ¿Quién en su sano juicio puede ganarse así la vida por elección propia? —Paul estaba frotándose la coronilla como si intentara calentar sus pensamientos—. Escribir debe de ser una forma de locura.
Bebió de un trago su güisqui escocés y se sirvió otra copa. Había encontrado el suplemento dominical de la semana anterior entre las revistas y estaba intentando leer un artículo que hablaba sobre Barbara.
—¿Si hubieran cambiado de opinión, llamarían para decírtelo? —preguntó, en un murmullo.
—Es imposible que hayan cambiado de idea. No es así como se hacen las cosas.
Por supuesto que siempre había una primera vez, pero se dijo a sí misma que eso no ocurriría con Un torrente de vidas. Paul echó un vistazo al reloj, intentando que ella no se diera cuenta. Barbara sabía que eran las cinco y veinte; todavía era temprano. Arthur aún le sonreía, pero siendo una fotografía era imposible que su expresión cambiara. «Todo irá bien», decía aquella sonrisa. De repente, el teléfono volvió a sonar.
—Agencia Literaria Barbara Waugh —dijo ella, con la misma serenidad que un contestador automático.
Cuando se inclinó hacia delante para coger el bolígrafo, Paul se incorporó, estrujando la revista. Barbara escuchó, asintió y dijo «gracias» utilizando un tono neutral, a la vez que garabateaba algo en su cuaderno. Instantes después, arrancó la página y la empujó sobre el escritorio, mientras empezaba a llamar a los demás postores. Paul echó un vistazo al papel intentando reprimir una sonrisa, por si había leído mal lo que ponía.
—Nos han ofrecido una cantidad inicial de treinta mil libras —dijo Barbara por segunda vez, asintiéndole con la cabeza.
—¡Dios mío! Eso está bastante bien, ¿verdad? —Paul parecía no saber dónde mirar.
—Pero podemos hacerlo mucho mejor. —Ahora parecía confiada—. Solo tenemos que esperar.
Esperaron. Seguramente, el tiempo nunca había pasado tan despacio para Paul, que siguió leyendo el artículo. Cuando llegó al párrafo que hablaba sobre Angela, Barbara advirtió que su expresión cambiaba. Deseaba que no hubiera averiguado esa parte de su vida…, pero entonces recibió otra oferta y pudo perderse en su trabajo y olvidar por unos instantes a su hija, si es que eso era realmente posible.
—Casi hemos llegado a las cuarenta mil —anunció.
Debajo de su ventana, cientos de trabajadores avanzaban hacia el metro; sus pasos y sus voces se unían en una confusión de sonido. El tráfico empezó a ser intermitente antes de que recibiera una tercera oferta. Mientras esperaba, Barbara leyó el Publishers Weekly, redactó algunas cartas y examinó su agenda: comida en el Cape al día siguiente, almuerzo con un escritor el viernes, la cena de cumpleaños de Ted el domingo. El último rayo de sol se arrastró por el techo, dejando atrás todo su calor. Paul se estaba secando la frente. Las subastas eran más lentas que la más lenta de las partidas de póquer.
En Mayfair apenas quedaban algunos turistas cuando la subasta llegó a su fin y Barbara llamó al primer postor.
—Tengo una oferta final de cien mil libras.
Estaba tan segura de que aquel hombre pondría en práctica sus derechos que ya había garabateado la cifra: la cantidad de la oferta final más el diez por ciento. Cuando lo hizo, arrancó la página y se la tendió a Paul.
—Esto es tuyo —anunció.
Estaba paralizado, quizá por la sorpresa o por el güisqui escocés.
—Gracias, Barbara. Es maravilloso —dijo, besándola con torpeza. Entonces añadió, lleno de ansiedad—: Tengo que llamar a Sybil.
¿Su esposa había pasado la tarde entera esperando junto al teléfono? Seguramente, puesto que respondió al instante.
—Todavía no me lo creo —dijo Paul, tras anunciarle el resultado de la subasta—. Todo esto me parece irreal…
Entonces Barbara descubrió la razón de su ansiedad.
—Espero no haber arruinado la cena —añadió—. No sabía que esto llevaría tanto tiempo.
Barbara lo observó mientras se alejaba corriendo hacia Piccadilly. Ya había recorrido la mitad del camino cuando advirtió que aún sujetaba el papel en sus manos. En cuanto lo guardó en el bolsillo, Barbara cerró la ventana sonriendo para sus adentros. ¿Cuántos lectores eran conscientes de que la mitad de los superventas habían sido escritos por personas como él, por hombres y mujeres normales y corrientes que sabían cómo contar una historia, aunque probablemente eran más miedosos e inseguros que la media? No le sorprendía que necesitaran agentes que velaran por ellos.
Se dirigió hacia la oficina exterior, que estaba vacía. Louise estaría de vuelta al día siguiente, tras haber sobrevivido a la fiebre del heno. Barbara se demoró unos instantes en el porche de entrada, cuyos pilares de piedra aún conservaban el calor del sol. Al parecer, en Dover Street todo el mundo excepto ella había regresado ya a su casa: los comerciantes de arte de Christie’s, los joyeros de Longman & Strongi’th’arm, el personal de la Oxford University Press, cuyas ventanas estaban dispuestas en costrosos marcos moteados que parecían cubiertos de percebes. Barbara accedió a Green Park tras dejar atrás Piccadilly.
Ahora que la subasta había terminado se sentía vacía, deprimida…, quizá porque tenía la impresión de que todo aquello no era más que un juego con el que los buenos jugadores podían conseguir un éxito enorme, mientras que los malos podían sufrir una humillante derrota… O quizá porque, como agente literaria, además de negociar en nombre de sus autores tenía que hacerles de madre, comprender sus problemas domésticos si no podía hacer nada por solucionarlos, fomentar su confianza, calmar sus nervios, hacer de comadrona con sus libros de vez en cuando… Y esto era solo lo que exigían los autores menos complicados. Sin embargo, era la profesión más gratificante que conocía.
Paseó bajo los árboles del parque. El cielo blanquecino aprisionaba el calor, pero aquel tapiz de hojas proporcionaba cierto frescor. Sobre el césped descansaban tumbonas rayadas, como el mandil de un carnicero, y diversas palomas plateadas picoteaban entre la hierba. Pronto volvió a sentirse en forma y se dio cuenta de que estaba hambrienta. Deteniéndose tan solo para guiar a una pareja de turistas por el parque hasta Buckingham Palace, regresó a su oficina en busca de un manuscrito que leer.
Cuando llegó al porche empezó a sonar el teléfono. Era tarde para que se tratara de una llamada de trabajo. Quizá era Paul, que quería disculparse por no haberla invitado a una comida de celebración. No le cabía duda de que era el teléfono de su despacho. Tuvo que aminorar el paso en las escaleras porque, de repente, parecía que el calor se había concentrado en ellas: tenía el cuerpo salpicado de abrasadoras gotas de sudor y se le nublaba la vista… pero solo a ella se le ocurría correr en un día como aquel.
Abrió la puerta y cogió el teléfono de Louise.
—Agencia Literaria Barbara Waugh —dijo, jadeante.
¿Aquello era una respiración o el silbido de la electricidad estática? Oyó a alguien marcando un número en otra línea, el sonido vibrante de la electricidad, el zumbido microscópico de un teléfono, el murmullo de una voz charlando en árabe a gran distancia…, pero, por lo demás, todo estaba en silencio. Cuando estaba a punto de colgar, oyó que una voz decía:
—Mamá.
Alguien se había equivocado al marcar.
—Agencia Literaria Barbara Waugh —dijo con impaciencia, por enésima vez aquel día.
En esta ocasión, la voz de la muchacha no tardó en hacerse oír de nuevo.
—Mamá —repitió, suplicante.
Debía de ser la hija de Louise, aunque era muy extraño que confundiera a Barbara con su madre o que pensara que Louise estaba en la oficina. Barbara habló con más aspereza de lo que pretendía, pues deseaba librarse del nudo de aprehensión que tenía en el estómago.
—Está hablando con Barbara Waugh.
Tuvo que sujetarse al respaldo de la silla de Louise y tomar asiento, pues la muchacha respondió:
—Sí, mamá. Lo sé.
—No, no puede ser —dijo Barbara, pero no estaba tan segura como intentaba fingir, y esa era la razón por la que todo (su despacho, el teléfono que tenía en la mano e incluso su mano) empezó a alejarse de ella a la vez que la envolvía una abrasadora oscuridad.