Prólogo

1940

El patio era más grande que un campo de fútbol, pero parecía mucho más pequeño. Al acceder, sintió que las paredes se cerraban sobre él. El cielo estival y las colinas brillaban como carteles y las gaviotas planeaban chillando sobre la Bahía de San Francisco, pero en cuanto aquellas paredes te rodeaban, era imposible ser consciente de algo que no fuera su presencia. Quizá se debía a los cientos de rostros que miraban hacia abajo o a las voces que aullaban propuestas como si fueran prostitutas desesperadas; sin embargo, sentías que las paredes se inclinaban sobre ti, como si una amargura y una tristeza inmensurables las hubiera vuelto seniles. En ocasiones, incluso creías percibir el dolor de las piedras.

El hombre alto no reaccionó a nada de esto. Avanzó por el patio siguiendo su sombra, que era tan delgada como sus extremidades y tan negra como su ropa, sin expresión alguna en su rostro alargado y severo. Solo sus ojos eran brillantes y decididos. Llegó al pabellón norte y entró como si no hubiera tiempo que perder, pero cuando alcanzó la puerta verde se detuvo y miró por la ventana.

No había mucho que ver: solo una habitación de tres metros de ancho, cuyas paredes brillaban con el mismo verde enfermizo de la puerta. A simple vista era imposible saber que las paredes de acero, por sí solas, pesaban más de dos toneladas. Las dos sillas vacías que se alzaban en la habitación podrían haber pertenecido a un dentista o a un barbero que hubiera salido a comer; sin embargo, nadie que se hubiera sentado en ellas había vuelto a levantarse jamás.

Instantes después se dirigió al ascensor y se montó en él. Ahora sus ojos brillaban más que nunca, aunque perdieron toda expresión cuando el guardia apostado en el piso superior le abrió la puerta para que pudiera salir y el siguiente guardia le permitió acceder al cubículo exterior sin apenas mirarlo a la cara. Entonces, la puerta del cubículo se cerró a sus espaldas y se encontró en el Corredor de la Muerte.

Aquí el silencio era más intenso que en el patio; de hecho, parecía que había sido encerrado en ese lugar. Reinaba una atmósfera de hombres nerviosos y expectantes que fingían no esperar nada en absoluto. Dicha atmósfera se demoraba en el aire, como el gas: invisible, pero sofocante. Ojos que parecían abotargados por las sombras lo miraban desde las celdas, que eran más estrechas que los brazos extendidos de una persona y apenas el doble de largas. Detrás de cada hombre, bajo una bombilla enjaulada, no había nada más que un taburete, una litera y un retrete carente de asiento. Quizá la oscuridad de aquellos ojos no solo se debía a las sombras.

Ignorando todo esto, el hombre alto se dirigió hacia Santini, que estaba sentado agitando las llaves, saboreando las albóndigas de la noche anterior y preguntándose qué aspecto tendría el hombre de rostro severo. Quizá si lo supiera no se sentiría tan tenso… o quizá, eso iba unido a su trabajo. Cada vez que llevaban a un nuevo recluso al Corredor de la Muerte, Santini se ponía nervioso, pues temía que la visión del lugar en el que esa persona iba a pasar el resto de su vida le hiciera perder los estribos. Solo lograba respirar con mayor facilidad cuando el nuevo estaba encerrado en su celda.

—Soy el Doctor Ganz —dijo el hombre alto, con voz enérgica—. He venido a ver a Frank Bannon.

Por cómo le miraba aquel hombre, Santini bien podría haber sido un espécimen de laboratorio. No le cabía duda de que Ganz estaba allí para encontrar cosas de las que quejarse. En su opinión, los psiquiatras y los abogados deberían permanecer un tiempo encerrados en aquel lugar, pues así se darían cuenta de lo necesario que era todo aquello. Sin embargo, ninguno de ellos le había parecido nunca tan frío como ese tipo, ninguno se había mostrado tan sereno tras haber pasado por delante de la cámara de gas. Aquel tipo no era normal.

Abrió la puerta de la sala de interrogatorios, que era ligeramente más grande que un lavabo público; Ganz se sentó en el extremo más alejado de la mesa y, tras apoyar los codos en ella, acercó las yemas de los dedos a sus huesudos pómulos. En ese momento, Santini pudo hacerse una leve idea de su aspecto. Mientras daba media vuelta para reunirse con el otro guardia, que estaba esperando para abrir la celda, advirtió que los ojos de Ganz centelleaban.

Cuando le abrieron la celda, Bannon levantó la mirada y esbozó una débil y vaga sonrisa, haciendo que a Santini se le revolviera el estómago. De todos los animales que estaban encerrados en San Quintín, Bannon era el peor; Santini era incapaz de pensar en lo que le había hecho a aquella pobre niña sin sentir náuseas. De algún modo, su aspecto empeoraba aún más las cosas: siempre iba pulcro y aseado, con el rostro afeitado y tan carente de marcas que era imposible saber qué edad tenía. El gobernador Olson había subido al poder en Sacramento y consideraba necesaria una reforma de las prisiones, las mazmorras y todo lo demás…, pero Bannon merecía más que nadie que lo abandonaran allí, sin siquiera una manta. Santini ayudaría a los guardias con las mangueras si creyera que Bannon se les iba a escapar de las manos. Quizá, probar el tratamiento de cal y agua le ayudaría a derramar algunas lágrimas por aquella muchacha.

El guardia escoltó a Bannon, que caminaba arrastrando las zapatillas, por el pasillo.

—Gracias, señor Santini —dijo.

Sintió deseos de golpearlo. Aquel hijo de puta acataba las normas con tanta cautela que daba la impresión de que disfrutaba. Santini cerró de un portazo la puerta de aquella sala desprovista de ventanas y la cerró con llave, pero esto no mitigó su cólera ni el rancio sabor de las albóndigas. Estaba dando media vuelta cuando oyó que Ganz decía:

—Buenas tardes.

En aquel lugar era fácil olvidarse de la hora, pero esa no fue la razón por la que Santini se giró.

—Me quedaré por aquí un rato, por si termina pronto —dijo.

El otro guardia se alejó, encogiéndose de hombros. No le cabía duda de que se había dado cuenta de que pretendía escuchar a escondidas la conversación, pero no le importaba. La verdad es que no le interesaba oír lo que el hijo de puta de Bannon pensaba decir sobre sí mismo, sino que quería saber por qué aquel hombre de negro estaba tan ansioso por hablar con él.

Al principio, Ganz formuló a Bannon las preguntas habituales: ¿Se sentía deprimido alguna vez? ¿Le daban libros si le apetecía leer? ¿Había visto a su esposa desde que lo trajeron a este lugar? ¿Le gustaría verla?

—Por supuesto que me gustaría verla…, si ella quisiera venir —respondió Bannon.

—¿Cómo describiría su vida matrimonial? ¿Satisfactoria en conjunto?

—Yo diría que era una vida bastante agradable. Ella no se quejaba demasiado y yo nunca tenía razones para hacerlo. Ganaba bastante dinero trabajando como ingeniero senior. Nuestro nivel de vida era tan bueno como el de cualquiera de nuestros amigos.

Santini cerró los puños con fuerza. Seguramente, la vida matrimonial de aquel hijo de puta era mejor que la suya. Él ya no deseaba regresar a casa…, no desde que ella había empezado a parlotear como un mono cada vez que abría la puerta, no desde que cada comida iba acompañada de pasta grasienta. No le extrañaba que su mujer pesara el doble que cuando se casó con ella.

Se obligó a sí mismo a ignorar sus pensamientos al oír que Ganz preguntaba:

—¿Recuerda qué hizo para que lo trajeran aquí?

—Por supuesto que sí. No estoy loco, ¿sabe? En el juicio dijeron que no lo estaba.

—¿Y cómo se siente ahora respecto a lo que hizo?

—Me siento bien. Puedo hablarle de ello, si lo desea.

Su indiferencia resultaba sobrecogedora. Santini no estaba seguro de que pudiera soportar escuchar su relato. Podía comprender un poco de violencia, como por ejemplo que un hombre pegara a su mujer de vez en cuando (de hecho, consideraba que no se podía culpar a nadie por eso), pero era incapaz de comprender lo que había hecho aquel animal.

—Sí, me gustaría hablar de ello —respondió Ganz—. Quiero que me cuente todo lo que hizo y lo que sintió. ¿Podría hacerlo?

Había hablado utilizando un tono profesionalmente neutral, pero Santini creyó captar una pizca de ansiedad. Se arriesgó a echar un vistazo por la ventanita de la puerta y al instante supo qué aspecto tenía Ganz. Con aquellos ojos centelleantes, aquellos codos en los que se apoyaban sus delgados brazos y aquellas manos largas que enmarcaban su rostro severo e intemporal, parecía una mantis religiosa.

—Bueno, ¿por dónde quiere que empiece? —preguntó Bannon—. Simplemente vi a esa mujer por la calle y la seguí.

—¿Por qué la siguió?

—Porque era muy guapa, supongo. Al final resultó que estaba yendo a su casa, de modo que descubrí que vivía en un edificio de apartamentos. Suponía que no podría hacerle nada allí, por si alguien lo oía.

—¿Qué pretendía hacer? ¿En aquel entonces estaba pensando en violarla?

—En absoluto. —Bannon parecía ofendido—. Ya se lo he dicho; mi matrimonio iba bastante bien. Nunca pensé serle infiel a mi esposa, jamás. Lo único que sabía era que tenía que llevarme a esa mujer a un lugar en donde nadie pudiera interrumpirnos. Cuanto más la seguía, más seguro estaba de que tenía que hacerlo.

—La estuvo siguiendo durante varias semanas. ¿Cree que su esposa advirtió algo extraño en su comportamiento?

—En el juicio dijo que no. Yo siempre le decía que estaba trabajando y no tenía ninguna razón para no creerme.

—De modo que, finalmente, logró acercarse a la mujer a la que estaba siguiendo. Hábleme de eso.

—Bueno, para entonces ya sabía que trabajaba en una fábrica, y decidí entrar allí una mañana. Había cientos de personas entrando a la vez, así que nadie se fijó en mí. Nadie me hizo ninguna pregunta ni nada, ni siquiera cuando la seguí hasta la sección en la que trabajaba. Me estaba preguntando si podría estar con ella a solas cuando encontré un par de monos que alguien debía de haber utilizado para limpiar; entonces me escondí detrás de una máquina para ponérmelos, y en cuanto me embadurné de aceite la cara ni mi propia esposa habría podido reconocerme. No me gustó ensuciarme ni hacerme pasar por un nuevo empleado, pero sabía que tenía que hacerlo. Me dirigí directamente hacia ella y le hice entender que necesitaba que me abriera la puerta del almacén que había justo enfrente. Supongo que está al corriente de que ella era la supervisora. Bien, como debido al ruido no podía hacerme demasiadas preguntas, me abrió la puerta y yo entré tras ella.

Ganz se inclinó hacia delante.

—Y entonces, usted…

—Bueno, primero le quité las llaves y cerré la puerta. Eso solo me llevó unos instantes. Después la tiré al suelo y me senté sobre su pecho, dejándole el brazo derecho libre y el otro sujeto bajo mis rodillas. Supongo que ya sabe qué hice a continuación: le arranqué los dedos de la mano derecha con unas tenazas.

—Eso debió de llevarle cierto tiempo —comentó Ganz, como si intentara darle conversación. Santini tuvo que morderse los nudillos para controlarse—. ¿No le preocupaban sus gritos?

—No, la verdad es que no. Debido al ruido del exterior, sabía que nadie podría oírlos.

—¿Qué sintió usted?

—Creo que nada…, excepto, quizá, que estaba soñando. Recuerdo que todo parecía estar ocurriendo muy lejos. Espere; sí que sentí algo: una especie de decepción porque no hubiera más, por decirlo de algún modo.

—¿Y por qué creía que le estaba haciendo eso?

—No lo pensé demasiado. Solo tenía la impresión de que era algo que debía hacer.

—En cuanto terminó, la abandonó.

—Correcto. La dejé encerrada en el almacén y salí inmediatamente de la fábrica. Supongo que sus compañeros pensaron que se hallaba en algún otro lugar del edificio, pues tardaron bastante en encontrarla. En cuanto estuve seguro de que nadie podía verme, me deshice del mono y me lavé en un aseo público. Después fui a trabajar. Sabía que nadie iba a preguntarme por qué había llegado un poco tarde. El único problema fue que tuve que comprarme un traje para sustituir el que había ensuciado, pero en cuanto me deshice de él en la incineradora, todo fue bien.

—¿Cómo se sintió cuando descubrió que su víctima no había muerto?

—Bueno… la verdad es que deseaba que estuviera viva. Temía que hubiera muerto por la pérdida de sangre. Durante un tiempo me sentí bastante mal cada vez que pensaba en ello. Si hubiese muerto, no sé qué habría hecho. Cuando leí que los doctores la habían salvado, empecé a reír de alegría.

—Después hay un intervalo de unos meses. ¿Temió en algún momento que la policía lo encontrara?

—A decir verdad, nunca pensé en eso. Siempre sentí que lo que había ocurrido era responsabilidad de otra persona.

—¿Pero usted la estaba esperando, verdad?

—Oh, por supuesto. Sabía que no podría acercarme a ella mientras estuviera en el hospital. No me molestaba esperar; simplemente no pensaba en ello. De todas formas, sabía que tenía que terminar lo que había empezado.

—Hábleme de ello.

«Hijo de puta», murmuró Santini, apretando los dientes con tanta fuerza que le dolieron. «Hijo de puta sádico.» No sabía a cuál de aquellos dos hombres iban dirigidas aquellas palabras.

—Bueno, seguí vigilando su apartamento —explicó Bannon—, así que supe que había regresado a casa. Su madre se había trasladado allí para cuidarla. Una mañana, cuando suponía que la mayoría de sus vecinos estaban fuera del edificio, subí a su piso… y, como no estaba seguro de lo que tendría que hacer, decidí llevarme una caja de herramientas.

—Su madre abrió la puerta.

—En efecto, y me dejó entrar cuando le dije que me enviaba el conserje para que cambiara la instalación eléctrica. Supongo que después decidió que debería haberlo llamado antes de dejarme entrar, porque se dirigió hacia el teléfono…, pero la dejé sin sentido antes de que pudiera hacer nada. Después fui a por su hija.

—¿Qué sintió cuando la vio?

—Una especie de decepción. Ya no era tan guapa; debía de tener unos treinta años, pero parecía mayor que su madre. Tenía algo en la mano derecha, supongo que una especie de guante quirúrgico. Recuerdo que me sentí incómodo, como si estuviera delante de un monstruo. Supongo que me sentía molesto con ella por tener ese aspecto. Estaba sentada en la cama, escuchando una pieza de Basie que sonaba en la radio. Cuando entré, pareció despertar de un sueño ligero. Primero vio la caja de herramientas y después me miró a la cara; al instante supe que me había reconocido.

—¿Y entonces qué hizo?

—Bueno, primero tenía que impedir que gritara, por si alguien la oía —respondió Bannon.

Ese fue el momento en que Santini bloqueó sus oídos. Tenía suficiente información sobre lo que había ocurrido para saber que no soportaría escuchar ni una palabra más. Podía imaginar a la víctima de Bannon, que por fin creía estar a salvo en casa, levantando la mirada y viendo a aquel hombre en su dormitorio. Tragó saliva, sintiendo el rancio sabor de las albóndigas, y observó a Ganz, cuyos ojos brillaban con más intensidad que antes. En teoría era psiquiatra, pero Santini pensaba que también él debería estar encerrado.

Unos cinco minutos más tarde vio que Ganz se relajaba y supo que ya podía atreverse a escuchar de nuevo.

—Cuando su madre vio lo que estaba haciendo, corrió hacia el vestíbulo —estaba diciendo Bannon—. La oí gritando y llamando a todas las puertas, a pesar de que había subido al máximo el volumen de la radio.

—Pero usted seguía allí cuando llegó la policía.

—Bueno, la mujer no había muerto. Quería terminar mi trabajo mientras pudiera hacerlo.

—¿Cómo se sintió cuando lo arrestaron?

—Supongo que frustrado. Sentía que aún no había terminado… y me di cuenta de que si me encerraban no podría hacer nada para terminarlo.

—¿Así es como se siente ahora?

—A decir verdad, solo siento una especie de agotamiento en lo más profundo de mi ser. Soy consciente de que le hice todas esas cosas a aquella mujer y entiendo que me hayan castigado por ello. La verdad es que creo que ni siquiera me importa. Lo único que sucede es que cuando intento pensar en lo que hice, no sé por qué lo hice…

Las largas manos de Ganz se extendieron hacia él.

—¿Qué? ¿Qué es lo que intenta decir?

—Bueno… De algún modo, tengo la impresión de que lo hice para alguien.

Santini se sentía inquieto y furioso. Aunque era la primera vez que oía esa parte, consideraba que eran las pamplinas psiquiátricas habituales. Sin embargo, Ganz estaba asintiendo.

—Sí. Sí, ya veo. Bueno, ha sido muy paciente respondiendo a mis cuestiones. ¿Hay alguna pregunta que quiera hacerme?

—Por supuesto —respondió Bannon al instante—. Me gustaría que me dijera por qué le hice todas esas cosas a aquella mujer.

En el rostro de Ganz se dibujó algo parecido a una sonrisa.

—No es el primero que me hace esa pregunta. ¿Entiende lo que intento decirle? Usted no está solo. Si le sirve de consuelo, hay otros que se sienten impulsados por las mismas fuerzas que usted.

Santini vio que la mano de Bannon golpeaba la mesa. Parecía una garra preparada para atacar. Puede que golpeara al psiquiatra y, a decir verdad, sería justo. Por primera vez, la voz de Bannon estaba cargada de rabia.

—¿Y podría decirme qué fuerzas son ésas?

—Sí, creo que sí —respondió Ganz, en el mismo instante en que Santini oyó que se abría la puerta del fondo del pasillo. Al girarse, vio entrar a su compañero, a dos policías uniformados y al alcaide.

—Está allí —dijo el guardia—. Donde está Santini.

Santini intentó oír las palabras de Ganz, pero los cuatro hombres que se acercaban se lo impidieron.

—¡Menuda sangre fría! Ese hombre tiene tanto de psiquiatra como yo. Ha recorrido todas las cárceles, desde aquí hasta Alcatraz, utilizando esa historia. Si no hubiera sido por todos los problemas que ha habido con el gobernador, nunca habría logrado entrar aquí. —Cuando llegaron a la sala de interrogatorios, bajó la voz y le susurró rápidamente a Santini—: Puedes decir que decidiste esperar aquí porque sospechabas algo. Eso te dejará en buen lugar.

Todo sucedió con tanta rapidez que Santini fue incapaz de reaccionar. Tras observar desconcertado cómo abrían la puerta de la sala de interrogatorios, entró tardíamente en la habitación por si había algún problema. Al instante supo que no habría ninguno por parte de Bannon, pues este parecía aturdido por lo que fuera que Ganz le había dicho. De hecho, su expresión sugería que preferiría no haber oído aquellas palabras.

Cuando los policías lo rodearon, el hombre alto se levantó.

—Kaspar Ganz —dijo uno de ellos—, también conocido como Jasper Gance…

La mirada de desprecio de aquel hombre era tan intensa que el policía titubeó.

—Arréstenme si consideran que tienen que hacerlo —respondió Ganz con indiferencia—. Eso no cambiará nada. No pueden detener lo que está ocurriendo. No tienen ni idea de qué es y serían incapaces de comprenderlo. —Sus ojos brillaban con tanta intensidad que a Santini se le revolvió el estómago—. De hecho, no sabrán qué es lo que está ocurriendo hasta que sea demasiado tarde.