— XLIII —

Dejé la luz a un lado, y en el borde

de la revuelta cama me senté,

mudo, sombrío, la pupila inmóvil

clavada en la pared.

¿Qué tiempo estuve así? No sé; al dejarme

la embriaguez horrible del dolor,

expiraba la luz y en mis balcones

reía el sol.

Ni sé tampoco en tan terribles horas

en qué pensaba y qué pasó por mí;

sólo recuerdo que lloré y maldije

y que en aquella noche envejecí.