— XXVII —

Despierta, tiemblo al mirarte;

dormida, me atrevo a verte;

por eso, alma de mi alma,

yo velo mientras tú duermes.

Despierta, ríes, y al reír, tus labios

inquietos me parecen

relámpagos de grana que serpean

sobre un cielo de nieve.

Dormida, los extremos de tu boca

pliega sonrisa leve,

suave como el rastro luminoso

que deja un sol que muere.

—¡Duerme!

Despierta, miras, y al mirar, tus ojos

húmedos resplandecen,

como la onda azul, en cuya cresta

chispeando el sol hiere.

Al través de tus párpados, dormida,

tranquilo fulgor vierten

cual derrama de luz templado rayo

lámpara transparente.

—¡Duerme!

Despierta hablas, y al hablar vibrantes

tus palabras parecen

lluvia de perlas que en dorada copa

se derrama a torrentes.

Dormida, en el murmullo de tu aliento

acompasado y tenue,

escucho yo un poema que mi alma

enamorada entiende.

—¡Duerme!

Sobre el corazón la mano

me he puesto por que no suene

su latido y de la noche

turbe la calma solemne:

de tu balcón las persianas

cerré ya por que no entre

el resplandor enojoso

de la aurora y te despierte.

—¡Duerme!