Capítulo LI

Maurice se encontraba en su puesto habitual del tribunal revolucionario. El público de las tribunas se encontraba de un humor feroz, lo que excitaba la severidad de los jueces. Ya habían sido condenados cinco acusados. Otros dos esperaban en ese momento el sí o el no de los jurados que les daría la vida o la muerte. El público les interpelaba.

—Mira ese alto, qué pálido está —decía una calcetera—. Se diría que ya está muerto.

El condenado miró a la mujer que le apostrofaba con una sonrisa de desprecio.

—¿Qué dices? —replicó su vecina—. Mira cómo sonríe.

—Sí; pero, de mala gana.

—¿Qué hora es? —le preguntó su compañera.

—La una menos diez; esto ya dura tres cuartos de hora.

—Entonces, como en Domfront, la ciudad de la desgracia: que llegas a las doce y te ahorcan a la una.

Maurice oía todo esto sin prestarle atención; desde hacía algunos días, su corazón sólo latía en ciertos momentos; de vez en Cuando, el temor o la esperanza parecían cortar el ritmo de su vida, y estas constantes oscilaciones habían roto la sensibilidad de su corazón, sustituyéndola por la atonía.

Entraron los jurados y, como se esperaba, el presidente pronunció la condena de los dos acusados, que salieron con paso firme: todo el mundo moría bien en esta época.

La voz del ujier resonó lúgubre y siniestra.

—El ciudadano acusador público contra la ciudadana Geneviève Dixmer.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Maurice, y un sudor húmedo perló su rostro.

Se abrió la puertecilla por la que entraban los acusados y apareció Geneviève. Iba vestida de blanco, y sus cabellos estaban arreglados con una encantadora coquetería. Sin duda, la pobre Geneviève quería aparecer bella hasta el último momento.

Maurice vio a Geneviève y sintió que le faltaban todas las fuerzas que había reunido para esta ocasión; sin embargo, esperaba este golpe, pues desde hacía doce días no había faltado a ninguna sesión.

Al ver aparecer a la mujer, el público gritó: unos de furor, otros de admiración, algunos de piedad. Sin duda, Geneviève reconoció una voz entre todas, porque se volvió hacia Maurice, mientras el presidente hojeaba el dossier de la acusada.

Al primer golpe de vista distinguió a Maurice. Entonces se volvió por completo con una dulce sonrisa y un gesto más dulce todavía; apoyó sus manos rosas y temblorosas sobre sus labios y, poniendo en él toda su alma, dio alas a un beso perdido, que sólo uno entre toda aquella gente tenía derecha a tomar para sí.

Un murmullo de interés recorrió la sala. Geneviève, interpelada, se volvió a sus jueces; pero se detuvo en medio de su movimiento, y sus ojos se fijaron con expresión de terror en un punto de la sala.

En vano se alzó Maurice de puntillas: no vio nada; o mejor dicho, algo más importante llamó su atención: Fouquier-Tinville había comenzado la lectura del acta de acusación.

Se decía en ella que Geneviève Dixmer era la esposa de un conspirador encarnizado, del que se sospechaba que había ayudado al excaballero de Maison-Rouge en sus sucesivas tentativas de salvar a la reina.

Por otra parte, ella había sido sorprendida de rodillas ante la reina, suplicándola que cambiara sus ropas con ella y ofreciéndose a morir en su puesto. Este fanatismo estúpido, rezaba el acta de acusación, sin duda merecerá el elogio de los contrarrevolucionarios; pero hoy, cualquier ciudadano francés se debe exclusivamente a la nación, y la traiciona doblemente quien se sacrifica por los enemigos de Francia.

Preguntada Geneviève si reconocía haber sido encontrada, como decían los guardias Duchesne y Gilbert, de rodillas ante la reina y suplicándole que cambiara sus ropas con ella, respondió simplemente:

—Sí.

—Entonces —dijo el presidente—, cuéntenos su plan y sus esperanzas.

Geneviève repuso que una mujer podía tener esperanzas, pero no hacer un plan como aquel del que era víctima. El presidente le preguntó cómo es que se encontraba en el calabozo de la reina, y ella contestó que la habían obligado.

—¿Quién? —preguntó el acusador público.

—Personas que me habían amenazado de muerte si no obedecía.

—Pero, para escapar a la muerte que la amenazaba, usted se arriesgó a ser condenada a muerte.

—Cuando he cedido, el cuchillo estaba junto a mi pecho, mientras que el hierro de la guillotina estaba todavía muy lejos.

Le preguntaron por qué no había pedido ayuda, y la joven respondió que no tenía nadie a quien pedírsela.

Maurice percibió a su izquierda un rostro inflexible. Era Dixmer, de pie, sombrío, implacable, sin perder de vista a Geneviève ni al tribunal. Le lanzó una mirada cargada de tanto odio, que el hombre se volvió hacia él como atraído por un fluido ardiente.

El presidente pidió a Geneviève que dijera los nombres de sus instigadores. Ella contestó que sólo había uno: su marido.

—Indíquenos su escondite.

—Él ha sido infame, pero yo no seré cobarde; no es mi obligación denunciar su escondite, sino la de ustedes descubrirlo.

Maurice miró a Dixmer y pensó en denunciarle, aún a riesgo de entregarse a sí mismo; pero se contuvo.

El presidente preguntó si había testigos, y el ujier llamó a Lorin.

—Había otro testigo más importante —dijo Fouquier—; pero no se le ha podido encontrar.

Dixmer se volvió hacia Maurice sonriendo: quizás había pasado por la cabeza del marido la misma idea que por la del amante.

En ese momento, acompañado por Simon y dos guardias entró Lorin, al que preguntaron su nombre, estado y si era pariente de la acusada.

—No; pero tengo el honor de ser uno de sus amigos.

—¿Sabía usted que ella conspiraba para liberar a la reina?

—¿Cómo quiere que lo supiera?

—Ella se lo podía haber confiado. Se le ha visto alguna vez con ella. ¿Sabía que era una aristócrata?

—La conocía como la esposa de un curtidor.

—Su marido no ejercía el oficio bajo el que se ocultaba. Háblenos de él.

—¡Con mucho gusto!… Es un villano, que ha sacrificado a su propia mujer para satisfacer sus odios personales. ¡Puah! Para mí está tan bajo como Simon.

Fouquier le pidió que fuera más explícito, pero Lorin manifestó que ya había dicho cuanto sabía.

—Ciudadano Lorin, es tu deber aclarar los hechos al tribunal.

—Que se aclare con lo que acabo de decir. En cuanto a esta pobre mujer, no ha hecho más que obedecer a la violencia. Miradla, ¿tiene aspecto de conspiradora? Se la ha obligado a hacerlo, eso es todo.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro.

—En nombre de la ley, pido que el testigo Lorin sea llevado ante el tribunal, acusado de complicidad con esta mujer —dijo Fouquier.

—Ciudadano acusador —exclamó Simon—, acabas de salvar a la patria.

Lorin, sin responder nada, pasó la barandilla, besó la mano de Geneviève, preguntándole cómo se encontraba, y se sentó en el banquillo de los acusados.