Lorin y Maurice fueron a casa del primero. Maurice, para no comprometer a su amigo, había adoptado la costumbre de salir por la mañana temprano y no volver hasta la noche, Durante el día acechaba el traslado de prisioneros a la Conserjería para tratar de descubrir en qué prisión estaba encerrada Geneviève.
Pronto se dio cuenta de que la actividad de diez hombres no sería suficiente para vigilar las treinta y tres prisiones que había en París, y se contentó con ir al tribunal para esperar la comparecencia de Geneviève. Pero esto le desesperaba, porque, ¿qué recursos le quedaban a un condenado tras la sentencia? Algunas veces el tribunal, que comenzaba sus sesiones a las diez, había condenado a veinte o treinta personas antes de las cuatro; el primer condenado disfrutaba de seis horas de vida, pero el último, enterado de la sentencia a las cuatro menos cuarto, caía bajo la cuchilla a las cuatro y media.
Si hubiera sabido en qué prisión estaba encerrada Geneviève habría intentado liberarla. Nunca las evasiones fueron tan fáciles. Pensaba con amargura en los jardines de Port-Libre, tan sencillos de escalar; las habitaciones de Madelonnettes, tan cómodas de agujerear para alcanzar la calle; los muros tan bajos del Luxemburgo, y los corredores sombríos de los Carmelitas, en los que un hombre resuelto podía penetrar tan fácilmente por una ventana.
Devorado por la duda y la ansiedad llenaba de imprecaciones a Dixmer; le amenazaba y saboreaba su odio por este hombre, cuya cobarde venganza se ocultaba bajo un rostro de fidelidad a la causa real.
—Encontraré al infame —pensaba Maurice—; y ese día, pobre de él.
La mañana del día en que ocurrieron los sucesos que vamos a relatar, Maurice había ido al tribunal revolucionario. Lorin dormía; le despertó el alboroto producido en la puerta por voces de mujer y culatas de fusil. Echó una ojeada a su alrededor para convencerse de que no había a la vista nada comprometedor. Al mismo tiempo, entró en la casa un comisario seguido de varios hombres. El comisario le dijo que se le detenía por sospechoso y le preguntó dónde estaba su amigo Maurice.
—En su casa, probablemente —contestó Lorin.
—No; él vive aquí. Aquí está la denuncia, que es explícita.
Y el comisario mostró a Lorin un papel con una horrible letra y una ortografía enigmática. En el papel decía que cada mañana se veía al ciudadano Lindey, sospechoso y bajo orden de detención, salir de casa del ciudadano Lorin. La denuncia estaba firmada por Simon.
—¡Ah, ya! —dijo Lorin—. Este remendón perderá práctica si ejerce dos oficios a la vez. ¡Soplón y zapatero! Es un César este señor Simon… —y estalló en risas.
—¿Dónde está el ciudadano Maurice? —dijo el comisario—. Te apremiamos a entregarle.
—Ya he dicho que no está aquí.
El comisario pasó a la habitación de al lado, luego subió a un pequeño desván que ocupaba el criado de Lorin; pero no encontró la menor huella de Maurice. Pero, en la mesa del comedor, atrajo su atención una carta recién escrita; era de Maurice y decía:
Desayuna sin mí. Voy al tribunal y no volveré hasta la noche.
Lorin pidió permiso para que viniera su criado y le ayudara a vestirse; quería que este se enterara de todo para que pudiera contárselo a Maurice.
El criado bajó de su desván y ayudó a su señor.
—Ahora, ciudadanos, estoy dispuesto a seguirles. Pero déjenme llevarme el último volumen de las Cartas a Emili del señor Demoustier, que acaban de aparecer y todavía no he leído; esto hará más atractivas las molestias de mi cautividad.
—¿Tu cautividad? —dijo Simon—. No será muy larga: figuras en el proceso de la mujer que ha querido libertar a la austriaca. Se la juzga hoy… a ti se te juzgará mañana, cuando hayas testimoniado.
—Zapatero —dijo Lorin con gravedad—, coses tus suelas demasiado de prisa.
—Sí. Pero ya verás qué bonita cuchillada, hermoso granadero —dijo Simon, con una horrible sonrisa.
Lorin levantó los hombros y dijo:
—¿Partimos? Les estoy esperando.
Y como todos se dieron la vuelta para bajar la escalera, Lorin dio a Simon una vigorosa patada, que le hizo bajar rodando entre aullidos.
Los guardias no pudieron contener la risa. Lorin se metió las manos en los bolsillos.
—¡En el ejercicio de mis funciones! —dijo Simon, lívido de cólera.
—¡Diablo! —respondió Lorin—. ¿Es que no estamos todos en el ejercicio de nuestras funciones?
Le hicieron subir a un coche y el comisario le condujo al palacio de justicia.