Tan pronto como obtuvo el permiso del cura de Saint-Landry, el caballero entró en el cuarto de baño del abate y se afeitó la barba de varios días. Luego salió tranquilo, como si olvidara que podía ser reconocido en la Conserjería.
Dos funcionarios fueron a buscar al abate, y el caballero, vistiendo un traje negro, lo mismo que el sacerdote, se unió a la comitiva y penetró en el Palacio.
En las oficinas encontraron más de cincuenta personas que se disponían a ver pasar a la reina. El caballero tropezó con un hombre que llevaba en la mano unas tijeras y un trozo de tela.
—¿Qué quieres tú, ciudadano? —preguntó Sansón.
El caballero trató de reprimir el estremecimiento que recorría sus venas.
—¿Yo? —dijo—. Ya lo ves, ciudadano Sansón, acompaño al cura de Saint-Landry.
—¡Ah!, bien —replicó el verdugo.
El caballero pasó al compartimento donde estaban los dos guardias; pero desde donde estaba no podía ver a la reina. Entretanto, esta hablaba con el sacerdote.
—Señor —decía la reina con su voz altanera—, puesto que usted ha jurado a la República, en cuyo nombre se me va a matar, yo no puedo tener confianza en usted. Ya no adoramos al mismo Dios.
—Señora —respondió Girard, emocionado por esta desdeñosa profesión de fe—, una cristiana que va a morir debe morir sin odio en el corazón, y no debe rechazar a Dios, sea cual sea la forma en que se presente.
Maison-Rouge dio un paso hacia la mampara, pero los dos guardias hicieron un movimiento; él dijo que era el acólito, y Duchesne dijo:
—Puesto que rechaza al cura, no necesita acólito.
—Quizás acepte —dijo el caballero alzando la voz—. Es imposible que no acepte.
Pero María Antonieta estaba demasiado agitada para reconocer la voz del caballero, se obstinó en rechazar al sacerdote y pidió a este repetidas veces que abandonara su calabozo. El cura salió, cruzándose con el ayudante del verdugo, que llegaba con unas cuerdas en la mano. Los dos guardias hicieron retroceder al caballero hasta la puerta, sin que pudiera hacer un movimiento para realizar su proyecto.
Maison-Rouge se encontró con Girard en el corredor, desde donde les obligaron a pasar a las oficinas; allí dijo Richard al cura:
—Abate, vuelva a su casa; puesto que ella le rechaza, que muera como quiera.
—No —replicó Girard—; la acompañaré aunque no quiera; si escucha una sola palabra, recordará sus deberes; además, el ayuntamiento me ha encargado una misión… y yo debo obediencia al ayuntamiento.
—Sea —dijo el oficial que mandaba las fuerzas—; pero despide a tu sacristán.
Los ojos del caballero destellaron y hundió su mano en el pecho maquinalmente. Girard sabía que llevaba un puñal bajo el chaleco, y le contuvo con una mirada suplicante, diciéndole que trataría de hablar a la reina y contarle lo que él había arriesgado para verla por última vez. Estas palabras calmaron al joven, cuya resistencia había llegado al límite de sus fuerzas y de su voluntad.
—Sí; así debe ser —dijo—: La cruz para Jesús, el cadalso para ella; los dioses y los reyes beben hasta las heces el cáliz que les presentan los hombres.
El joven llegó a la puerta. Al pie de las rejas de la Conserjería se agolpaba la multitud. La impaciencia dominaba las pasiones, levantando un rumor inmenso y prolongado, como si todo París se hubiera concentrado en el barrio del palacio de Justicia.
Delante de la multitud se había emplazado todo un ejército, armado de cañones, destinado a proteger la fiesta y hacerla segura para quienes iban a disfrutarla.
Maison-Rouge se encontró entre las primeras filas de soldados; estos le preguntaron quién era, y respondió que el vicario del abate Girard, y que ambos habían sido rechazados por la reina. Los soldados le hicieron retroceder hasta la primera fila de espectadores, donde los guardias le hicieron repetir lo que había dicho a los soldados. Entonces, se elevaron gritos entre la multitud:
—La ha visto… ¿Qué dice?… ¿Sigue tan orgullosa? ¿Llora?…
El caballero respondió a todas las preguntas con voz débil, dulce y afable. Cuando habló del delfín y la princesa, de esta reina sin trono, de esta esposa sin esposo, de esta madre sin hijos, de esta mujer sola y abandonada sin un amigo en medio de verdugos, más de una frente se veló de tristeza, más de una lágrima, furtiva y brillante, apareció en los ojos animados de odio hasta poco antes.
Sonaron las once en el reloj del Palacio, y todos los rumores cesaron en el acto. Al extinguirse la vibración de la última campanada se oyó un gran alboroto tras las puertas, al tiempo que una carreta pasaba entre la multitud y se colocaba al pie de las gradas. Enseguida apareció la reina en lo alto de la inmensa escalinata. Sus cabellos estaban cortados muy cortos, y la mayor parte habían encanecido durante su cautividad, lo que hacía más delicada aún su palidez nacarada. Vestía un traje blanco y llevaba las manos atadas a la espalda.
A ambos lados de la reina estaban el abate Girard y el verdugo, vestidos de negro. Grammont, el jefe de la fuerza, señaló la carreta; la reina retrocedió un paso.
—Suba —dijo Grammont.
La reina enrojeció hasta la raíz de los cabellos y preguntó:
—Si el rey ha ido al cadalso en su coche, ¿por qué he de hacerlo yo en una carreta?
El abate Girard le dijo algunas palabras en voz baja y la reina se tambaleó. Sansón se apresuró a sostenerla, pero ella recuperó el equilibrio antes de que la tocara. Bajó las escaleras y subió a la carreta seguida por el abate. Sansón le ordenó sentarse a ambos, y la carreta se puso en movimiento, mientras los soldados hacían retroceder a la multitud.
En ese momento se escuchó un aullido lúgubre. La reina se estremeció y se puso en pie, mirando a su alrededor; entonces vio a su perro, perdido desde hacía dos meses, el cual, pese a los gritos, golpes y patadas, se lanzó hacia la carreta; pero extenuado, flaco y herido, el pobre Black desapareció casi enseguida entre las patas de los caballos.
La reina le perdió de vista sin poder hacerle ni una seña; pero enseguida volvió a verle en brazos de un joven pálido que, de pie sobre un cañón, la saludaba mostrándole el cielo.
María Antonieta miró al ciclo y sonrió dulcemente.
El caballero de Maison-Rouge lanzó un gemido y, como la carreta torcía hacia el puente Change, se dejó caer entre la multitud.