María Antonieta apenas durmió esa noche y, al día siguiente, dedicó a la oración gran parte de la jornada. Sus guardianes la veían rezar tan a menudo que no se inquietaron por este acrecentamiento de la devoción. De vez en cuando, la prisionera sacaba la lima de su seno y comparaba su debilidad con la fortaleza de los barrotes. Estos, felizmente, sólo estaban sujetos al muro por la parte de abajo.
La reina sabía que sus amigos estaban dispuestos a matar a los hombres que la vigilaban, los únicos que le habían mostrado compasión de un tiempo a esta parte. Reflexionaba sobre ello y el derecho que tenía a dejar que una mujer se sacrificara en su puesto.
«Ana de Austria no hubiera dudado, anteponiendo a todo el principio de la salvación de las personas reales —se decía—. Además, ¿no entrañará mi muerte la de ese pobre niño al que algunos aún consideran rey de Francia?».
La reina se debatía en un mar de confusiones y esperó la noche entre estas dudas y temores crecientes.
Había observado a sus guardianes repetidas veces: nunca habían tenido un aspecto tan tranquilo.
Cuando las tinieblas cubrieron el calabozo, cuando resonó el paso de las rondas, cuando el ruido de las armas y los aullidos de los perros despertaron el eco de las sombrías bóvedas, cuando toda la prisión se reveló espantosa y sin esperanza, María Antonieta, rendida por la debilidad inherente a la naturaleza femenina, se levantó asustada y decidida a huir.
Mientras tanto, Gilbert y Duchesne charlaban tranquilamente y se preparaban la cena. Al mismo tiempo, Dixmer y Geneviève entraban en la Conserjería y, como de costumbre, se instalaban en las oficinas. Al cabo de una hora, y siempre como de costumbre, el escribano del Palacio terminaba su tarea y los dejaba solos.
En cuanto la puerta se cerró tras su colega, Dixmer se precipitó hacia el cesto vacío depositado en la puerta. Cogió el trozo de pan, lo partió y encontró el estuche. Leyó las palabras escritas por la reina y palideció. Y como Geneviève le observaba, deshizo el papel en mil pedazos y los arrojó por la boca de la estufa.
—Venga, señora —dijo—; debo hablarle en voz baja.
Geneviève, inmóvil y fría como el mármol, hizo un gesto de resignación y se aproximó.
—Señora, ha llegado el momento —dijo Dixmer—; escúcheme. Usted prefiere una muerte útil a su causa, una muerte que sirva para que la bendiga todo un partido y la llore todo un pueblo, mejor que una muerte ignominiosa y vengativa, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Yo hubiera podido matarla en el acto al encontrarla en casa de su amante, pero un hombre como yo, que ha consagrado su vida a una obra honorable y santa, debe saber sacar partido a sus propias desgracias consagrándolas a esta causa; eso es lo que he hecho, o mejor aún, lo que voy a hacer. Me he negado el placer de la justicia. He respetado también a su amante —algo como una sonrisa fugitiva pero terrible pasó por los labios de Geneviève—. Pero, en cuanto a su amante, usted que me conoce, debe comprender que sólo he esperado una oportunidad mejor.
—Señor, estoy dispuesta —dijo Geneviève—, ¿para qué tanto preámbulo? Máteme. Tiene usted razón.
—Prosigo —dijo Dixmer—. He prevenido a la reina; ella espera; sin embargo, según toda probabilidad, pondrá algunas objeciones; usted deberá obligarla.
—Bien, señor; ¡déme las órdenes y yo las cumpliré!
—Enseguida voy a llamar a la puerta —continuó Dixmer—; Gilbert va a abrir; con este puñal, le mataré.
Geneviève tembló y Dixmer hizo un gesto con la mano para pedirle atención.
—En el momento en que yo llame —dijo—, usted se abalanzará a la segunda habitación, en la que está la reina. No hay puerta, usted lo sabe, solamente una mampara; usted cambiará sus ropas con ella mientras yo mato al segundo soldado. Entonces, tomo a la reina del brazo y paso el portillo con ella.
—Muy bien —dijo Geneviève fríamente.
—¿Comprende? —continuó Dixmer—. Cada noche la ven a usted con ese mantón de tafetán negro que oculta su rostro. Póngale el mantón a Su Majestad y colóqueselo como usted tiene costumbre de llevarlo. Ya sólo me falta perdonarle y darle las gracias, señora.
Geneviève sacudió la cabeza con una fría sonrisa.
—No necesito su perdón ni su agradecimiento; lo que hago borrará un crimen y yo sólo he cometido una debilidad, y aun esta, casi me ha forzado usted a cometerla. Yo me alejaba de él y usted me arrojó en sus brazos; de manera que usted es el instigador, el juez y el vengador. Soy yo quien tiene que perdonarle mi muerte, soy yo quien tiene que agradecerle el que me quite la vida, porque la vida me es insoportable separada del hombre que amo.
—Se pasará la hora —dijo Dixmer—; cada segundo tiene su utilidad. Vamos, señora, ¿está usted preparada?
—Ya sé lo he dicho, señor —respondió Geneviève con la calma de los mártires—. Estoy esperando.
Dixmer recogió todos sus papeles, fue a ver si las puertas estaban bien cerradas para que nadie pudiera entrar en la oficina; luego quiso repetir sus instrucciones a su mujer.
—Es inútil, señor —dijo Geneviève—; sé perfectamente lo que tengo que hacer.
—Entonces, adiós.
Y Dixmer le tendió la mano, como si en ese momento supremo debiera borrarse todo recriminación ante la grandeza de la situación y lo sublime del sacrificio.
Geneviève, temblando, tocó la mano de su marido con la punta de los dedos.
—Póngase cerca de mí, señora —dijo Dixmer—, y tan pronto como yo llame a Gilbert, pase.
—Estoy preparada.
Entonces Dixmer cogió su largo puñal en la mano derecha y, con limpieza, llamó a la puerta.