A partir de entonces, el escribano del ministerio de la Guerra acudió todas las noches a trabajar con asiduidad en la oficina de su colega del Palacio, ayudado por la señora Durand.
Durand examinaba todo sin, en apariencia, prestar atención a nada. Había observado que cada noche, a las nueve, Richard o su mujer depositaban en la puerta un cesto de provisiones. En el momento en que el escribano anunciaba al guardia que se iba, Gilbert o Duchesne, uno de los dos, recogía el cesto y se lo llevaba a María Antonieta. Un cuarto de hora después de haber entrado el cesto lleno, uno de los guardias sacaba a la puerta el del día anterior, ya vacío.
La noche del cuarto día, tras la sesión habitual, cuando el escribano del Palacio se hubo retirado y Durand se quedó solo con su mujer, dejó caer la pluma, se puso en pie, miró a su alrededor y avanzó hacia el portillo con pasos cautelosos, levantó la servilleta que cubría el cesto, y hundió en el pan tierno un estuche de plata. Luego, pálido y temblando por la emoción, volvió a su puesto.
—¿Es para esta noche? —le preguntó Geneviève.
—No, es para mañana —respondió Dixmer.
Luego, cerró los libros de registro y avisó al guardia que se marchaba. En el pasillo tropezó con un carcelero que usaba gorro de piel. El temor asaltó a Dixmer al pensar que el hombre podría pararle y quizá reconocerle; se hundió el sombrero hasta los ojos mientras Geneviève se tapaba con el mantón. Pero se equivocaba; el carcelero, pese a haber sido él el empujado pidió perdón.
Dixmer se estremeció al oír esta voz dulce y educada. Pero el carcelero debía llevar prisa, porque se deslizó por el corredor, abrió la puerta del tío Richard y desapareció. Dixmer continuó su camino.
—Es extraño —dijo a Geneviève cuando estuvieron en la calle.
—Sí, muy extraño —murmuró Geneviève.
Entretanto, el guardia Gilbert había recogido el cesto de provisiones destinado a la reina, y antes de entregárselo a María Antonieta, levantó la servilleta y comprobó que la disposición de los objetos en el cesto era la habitual.
La reina cogió el pan para partirlo; pero apenas había apretado cuando sintió en sus dedos el frío contacto de la plata. Comprendiendo que el pan encerraba algo extraordinario, miró a su alrededor y observó que el guardia se había retirado; todavía permaneció inmóvil hasta asegurarse de que Gilbert se había reunido con su compañero; entonces extrajo el estuche del pan, abrió este y encontró una nota que decía:
Señora, estad preparada mañana a la hora de recibir esta nota, porque mañana a esta hora entrará una mujer en el calabozo de Vuestra Majestad. Esta mujer tomará vuestras ropas y os dará las suyas; después, saldréis de la Conserjería del brazo de uno de vuestros más fieles servidores.
No os inquietéis por el ruido que oigáis en la habitación de al lado; no os detengáis al oír gritos o gemidos; ocuparos tan sólo de poneros rápidamente la ropa y el mantón de la mujer que debe ocupar el puesto de Vuestra Majestad.
La reina releyó la nota.
No os detengáis al oír gritos o gemidos —murmuró—. Esto quiere decir que herirán a mis guardianes; ¡pobre gente!, con la compasión que me han demostrado; ¡nunca!, ¡nunca!
Desplegó la segunda mitad de la nota, que estaba en blanco, y como no tenía lápiz ni pluma, tomó el alfiler de su pañoleta y pinchó en el papel, componiendo las siguientes palabras:
No puedo ni debo aceptar el sacrificio de la vida de nadie a cambio de la mía.
M. A.
Luego, volvió a colocar el papel en el estuche y colocó este en el pan.
Apenas acabada esta operación sonaron las diez y la reina, con el trozo de pan en la mano, contó tristemente las horas. De pronto, escuchó en una de las ventanas un ruido estridente, parecido al que produciría un diamante rayando sobre el vidrio. Este ruido fue seguido por un golpe en el cristal, golpe repetido varias veces y que trataba de encubrir una intencionada tos masculina. Luego, apareció por la esquina del vidrio un rollito de papel que se deslizó lentamente y cayó junto a la pared. Después, se escuchó el ruido de un manojo de llaves que golpeaban unas con otras, y unos pasos que se alejaban.
La reina cogió el papel y un objeto duro y delgado se deslizó de él como de una funda, cayendo sobre el ladrillo, donde resonó metálicamente: era una lima finísima.
Señora —decía la nota—, mañana a las nueve y media un hombre vendrá a charlar con los guardianes que os vigilan. Mientras tanto, Vuestra Majestad serrará el tercer barrote de su ventana, contando de izquierda a derecha… Cortad de través; un cuarto de hora debe bastar a Vuestra Majestad; luego, preparaos a pasar por la ventana… Quien os anuncia esto es uno de vuestros más devotos y fieles súbditos, que ha consagrado su vida al servicio de Vuestra Majestad, y será feliz de sacrificarla por ella.
La reina pensó si no sería una trampa, pero reconocía la misma letra de las notas del Temple, la del caballero de Maison-Rouge, y pensó que quizá podría escaparse. Cayó de rodillas y se refugió en la oración.