El patriota, pero no se alejó mucho de la taberna, y se quedó espiando al carcelero a través de los cristales ahumados por si entraba en contacto con algún agente de la policía republicana.
Pero nada de lo temido sucedió. A las nueve menos unos minutos, el carcelero se levantó, pellizcó la barbilla y de la anfitriona y se marchó.
El patriota se reunió con él en el muelle de la Conserjería y entraron juntos en la prisión. Esa misma noche quedó cerrado el trato, y el tío Richard aceptó al carcelero Mardoche como sustituto del ciudadano Gracchus.
Dos horas antes y en otra parte de la prisión, sucedía algo que, aunque sin interés aparente, no carecía de importancia para los principales personajes de esta historia.
El escribano de la Conserjería se disponía a cerrar sus libros de registro, cuando se presentó en su oficina un hombre acompañado por la ciudadana Richard.
—Ciudadano escribano —dijo la mujer—, este es su colega del ministerio de la Guerra, que viene para realizar algunos asientos militares por orden del ciudadano ministro.
El escribano dijo a su colega que llegaba un poco tarde, pues él se disponía a marcharse; pero el recién llegado alegó que en el ministerio estaban tan ocupados que sólo podían salir a ratos perdidos. Tras escuchar estos argumentos, el otro dijo que se diera prisa en hacer lo que fuera, porque era la hora de cenar y él tenía hambre. A continuación le pidió el permiso.
—Aquí está —dijo el escribano del ministerio de la Guerra, mostrando una cartera que su colega examinó con escrupulosa atención.
El escribano del ministerio de la Guerra esperaba pacientemente.
—Todo está correcto —dijo el escribano de la Conserjería—. Puede empezar cuando quiera. ¿Tiene que hacer muchos asientos?
—Cien.
—¿Entonces tiene para varios días?
—Desde luego, querido colega; en cierto modo es como si me fuera a establecer en su oficina; pero, puesto que usted tiene hambre, podemos cenar juntos y esto se lo explicaré por el camino. Así podrá conocer a mi mujer, que es una buena cocinera; y también me conocerá a mí, que soy una buena persona.
—Esa impresión me da; sin embargo, querido colega…
—Acepte sin escrúpulos las ostras que compraré al pasar por la plaza Châtelet, un pollo de nuestro asador, y dos o tres platitos que la señora Durand hace a la perfección.
—Me tienta usted —dijo el escribano, deslumbrado por el menú.
—Entonces, ¿acepta?
—Acepto.
—En ese caso, dejemos el trabajo para mañana; ¿vamos?
—Al instante; permítame primero que vaya un momento para prevenir a los guardias que vigilan a la austriaca.
—¿Por qué los previene?
—Para que sepan que he salido y no queda nadie en la oficina; así, cualquier ruido les será sospechoso.
—¡Ah, muy bien! ¡Excelente precaución!
El escribano de la Conserjería llamó en un portillo, y uno de los guardias abrió diciendo:
—¿Quién es?
—Yo, el escribano; me voy, ¿sabe? Buenas tardes, ciudadano Gilbert.
—Buenas tardes, ciudadano escribano.
Y el portillo volvió a cerrarse.
El escribano del ministerio de la Guerra había observado toda la escena con la mayor atención, y mientras estuvo abierta la puerta de la prisión de la reina, su mirada caló rápidamente hasta el fondo del primer compartimento: vio al guardia Duchesne sentado a una mesa y se aseguró de que la reina sólo tenía dos guardianes.
Al salir de la Conserjería, los dos escribanos se cruzaron con otros dos hombres que entraban: el ciudadano Gracchus y su supuesto primo.
Los dos nuevos amigos se encaminaron por el puente Change.
En la esquina de la plaza Châtelet, el escribano de ministerio de la Guerra, según el programa anunciado, compró un canasto con doce docenas de ostras.
El domicilio del escribano del ministerio de la Guerra era muy sencillo: el ciudadano Durand ocupaba tres habitaciones pequeñas en una casa sin portero de la plaza Greve El escribano del Palacio encontró muy de su agrado a la señora escribana del ministerio de la Guerra.
Era una mujer atractiva, a la que daba un poderoso interés una profunda expresión de tristeza.
Los dos escribanos cenaron con buen apetito; sólo la señora Durand se abstuvo de comer.
Las preguntas iban y venían. El escribano del ministerio de la Guerra preguntaba a su colega, con notable curiosidad, por las costumbres del Palacio, los días de juicio y los medios de vigilancia. El escribano del Palacio, encantado de ser escuchado con tanta atención, respondía con complacencia y describía las costumbres de los carceleros, las de Fouquier-Tinville, y las del ciudadano Sansón, el principal actor de la tragedia que se desarrollaba a diario en la plaza de la Revolución. Luego, pidió detalles a su colega sobre el ministerio; pero este dijo que él no era nadie importante: era secretario del escribano titular de la plaza, y estaba sobrecargado de trabajo, pero sin recibir honores, que siempre recaían en otros.
Durand preguntó a su colega si podría llevar cada tarde a su esposa para que le ayudara en su trabajo de la Conserjería, y el escribano del Palacio dijo que no veía ningún inconveniente en ello.
Sonaron las once; el escribano se levantó y se despidió de sus nuevos amigos, expresándoles el placer que había tenido al conocerles y cenar con ellos. El ciudadano Durand acompañó a su colega hasta el descansillo. Al volver a la casa dijo:
—Geneviève, acuéstese.
La joven se levantó sin responder, tomó una lámpara y pasó a la habitación de al lado. Durand, o mejor dicho Dixmer, la vio salir, se quedó un instante pensativo y con la frente sombría; y luego se dirigió a su habitación, que estaba al otro lado.