Capítulo XL

Al día siguiente de su aventura en la Conserjería, Théodore se encontraba en la taberna de Puits-de-Noé, al fondo de una sala negra y ahumada por el tabaco y las velas, aparentando devorar un plato de pescado. La sala estaba casi desierta y la mayor parte de las mesas vacías. Los tres últimos clientes desaparecieron uno tras otro y, hacia las ocho menos cuarto, el patriota se encontró solo.

De vez en cuando lanzaba hacia la puerta miradas de ansiosa impaciencia. Al fin sonó la campanilla de la puerta; esta se abrió y entró un hombre vestido, poco más o menos como el patriota; de su cintura colgaban un enorme manojo de llaves y un sable de infantería.

—¡Mi sopa!, ¡mi cuartillo! —gritó el hombre entrando en la sala.

Luego, con un suspiro de cansancio fue a instalarse en la mesa vecina a la que ocupaba nuestro patriota.

La dueña de la taberna se levantó para servir al recién llegado. Los dos hombres se daban la espalda y no cambiaron una sola palabra hasta que no desapareció la mujer. Cuando se cerró la puerta, el patriota dijo a su compañero sin volver la cabeza:

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, señor —contestó el otro.

El patriota le preguntó cómo estaban las cosas, y su compañero contestó que había discutido con Richard a causa del servicio.

—Le he dicho —explicó— que la falta de aire me producía desvanecimientos, y el servicio de la Conserjería en la actualidad, con cuatrocientos prisioneros, me mataba, La tía Richard me ha compadecido, pero él me ha puesto en la calle. Entonces, la tía Richard, que es una buena mujer, le ha reprochado su falta de corazón con un padre de familia, y él ha dicho que la primera condición de un carcelero era permanecer en la prisión a la que estaba destinado, que la República no bromeaba y le cortaba el cuello a quienes sufrían desvanecimientos en el ejercicio de sus funciones. En fin, señor; me he puesto a gemir, diciendo que me sentía muy mal, he solicitado ir a la enfermería y he asegurado que mis hijos se morirían de hambre si se me suprimía la paga. Él ha dicho que cuando se es carcelero no se tienen hijos. Felizmente la tía Richard ha hecho una escena a su marido, reprochándole su mal corazón, y él ha terminado por decirme: «Bien, ciudadano Gracchus, ponte de acuerdo con algún amigo que quiera reemplazarte, preséntamelo y te prometo aceptarle. Le he dicho que buscaría y he salido».

El patriota le dijo que ya había encontrado y le felicitó por su inteligencia, y el carcelero le advirtió que ambos se jugaban el cuello.

—No te inquietes por el mío —dijo Théodore.

—No es el suyo el que me causa más inquietud, señor.

—¿Es el tuyo?

—Señor, el cuello es algo muy precioso.

—No el tuyo.

—¡Cómo!, ¿el mío no?

—En este momento, al menos.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que tu cuello no vale un ardite; porque si yo fuera un agente del comité de salud pública, serías guillotinado mañana.

El carcelero se volvió con un movimiento brusco; estaba pálido como un muerto.

—No te vuelvas ni palidezcas —dijo el patriota—; termina tu sopa: no soy un agente provocador. Hazme entrar en la Conserjería, instálame en tu plaza, dame las llaves y mañana te entregaré cincuenta mil libras de oro.

—¿Es cierto?

—Tienes una buena fianza: mi cabeza.

El carcelero meditó algunos segundos.

—Vamos —dijo el patriota—, no hagas reflexiones torpes; si me denuncias, la República no te dará una perra; si me sirves, te daré las cincuenta mil libras.

—Ya comprendo que mi beneficio está en hacer lo que usted me pida, pero temo las consecuencias…

—¡Las consecuencias!… ¿Qué temes? Yo no seré quien te denuncie, al contrario.

—Sin duda.

—Al día siguiente de ocupar yo tu puesto en la Conserjería, tú vienes a darte una vuelta por allí; te entrego los cincuenta mil francos, y con el dinero te doy un salvoconducto para salir de Francia. ¿Cuándo me presentarás al tío Richard?

—Si quiere usted, esta misma noche. Diré que es mi primo Mardoche, pantalonero de oficio.

—De pantalonero a curtidor no hay mucha diferencia.

—¿Es usted curtidor?

—Podría serlo. ¿A qué hora me presentarás?

—Si quiere usted, dentro de media hora. A las nueve de entonces.

—¿Cuándo me devolverán el dinero?

—Mañana.

—¿Debes ser enormemente rico?

—Estoy bien situado.

—Un ci-devant[22], ¿no es así?

—¡Y a ti que te importa!

—Tener dinero, y enseñarlo es correr el riesgo de ser guillotinado, ¡en verdad, que los ci-devant son muy estúpidos!

—¡Qué sabrás!, los sans-culottes[23]. son tan inteligente que no se diferencian de nosotros.

—¡Shh!, aquí está mi vino.

—Esta noche quedamos frente de la Conciergerie.

—De acuerdo.

El patriota pagó la cuenta y salió a la calle.

La puerta, oyeron gritar con voz de trueno:

—¡Ciudadanos!, ¡chuletas de salmuera!, mi primo Gracchus está muerto de hambre.

—¡La buena Mardoche! —dijo el carcelero desgustando copa de borgoña que pagó a la posadera casera mirándola tiernamente.