Durante un instante el grupo permaneció inmóvil junto al orificio del subterráneo, mientras el carcelero trataba de iluminarlo con su farol.
—¿Y bien? —dijo el triunfante arquitecto.
—Solamente nos falta saber a dónde conduce —respondió Santerre.
—Sí —repitió Richard—; falta saber eso.
—Pues bien, desciende, ciudadano Richard, y verás si no he dicho la verdad.
—Se puede hacer algo mejor que entrar por aquí —dijo el portero—. Vamos a volver a la Conserjería; allí levantarás la losa de la estufa, y veremos.
—¡Muy bien! —dijo Santerre—. Vamos.
—Cuidado —dijo el arquitecto—. La baldosa permanecerá levantada aquí y puede sugerirle la idea a alguien.
—¿Quién diablos quieres que venga aquí a estas horas? —dijo Santerre.
—Además —replicó Richard—, esta sala está desierta, y con dejar aquí a Gracchus será suficiente. Quédate aquí, ciudadano Gracchus, y vendremos a reunirnos contigo por el otro lado del subterráneo.
Gracchus aceptó; Santerre le preguntó si estaba armado y él dijo que tenía el sable, tras de lo cual salieron los tres hombres, encaminándose hacia la Conserjería.
El carcelero posó su farol en el suelo, se sentó con las piernas colgando en las profundidades del subterráneo y se puso a soñar. De pronto, cuando estaba en lo más profundo de su ensueño, notó el peso de una mano que caía sobre su hombro. Se volvió, vio una figura desconocida y quiso gritar; pero en el mismo instante una pistola se apoyó en su frente.
—Ni una palabra o eres muerto —dijo el recién llegado.
—¿Qué quiere usted, señor? —balbució el carcelero.
—Quiero que me dejes entrar ahí —respondió Théodore.
Y luego, al ver una luz de inteligencia en la mirada de su interlocutor, le preguntó si rehusaría hacerse rico. El carcelero respondió que nadie se lo había propuesto nunca.
—Comenzaré yo —dijo Théodore—. Cincuenta mil libras en oro valen hoy una fortuna. Pues bien, te ofrezco cincuenta mil libras.
—¿Por dejarle entrar ahí?
—Sí, pero a condición de que vengas conmigo y me ayudes en lo que voy a hacer.
—¿Y qué hará usted? Dentro de cinco minutos ese subterráneo estará repleto de soldados que le arrestarán.
Théodore le preguntó si podrían entrar al día siguiente, y el carcelero contestó que sí, aunque para entonces estaría instalada una reja en mitad del subterráneo.
—Entonces, hay que encontrar otra cosa —dijo Théodore.
—Sí, hay que encontrar otra cosa —dijo el carcelero—. Busquemos.
El ciudadano Gracchus había utilizado el plural para expresarse, lo que significaba que ya existía una alianza entre él y Théodore. Este le hizo algunas preguntas, hasta enterarse de que su ocupación en la Conserjería consistía en abrir y cerrar puertas, y que en sus horas libres hacía la corte a la dueña de la taberna Puits-de-Noé, que le había prometido casarse con él cuando tuviera mil doscientos francos.
—¿Dónde está la taberna Puits-de-Noé?
—Cerca de la calle Vieille-Draperie.
—Muy bien.
—¡Schiist!, señor. ¿Oye usted?
—Sí… pasos.
—Vuelven. Ya ve que no hubiéramos tenido tiempo.
—Eres un buen muchacho, ciudadano, y me parece que estás predestinado a hacerte rico.
—¡Dios le oiga!
—¿Crees en Dios?
—A veces. Hoy, por ejemplo…
—Cree en Él —dijo el ciudadano Théodore poniendo diez luises en la mano del carcelero.
—¡Diablo! —dijo este, mirando el oro a la luz de su farol—. ¿Entonces es en serio?
—Ve mañana al Puits-de-Noé y te diré lo que quiero de ti. ¿Cómo te llamas?
—Gracchus.
—Pues bien, ciudadano Gracchus, de aquí a mañana hazte expulsar por el portero Richard.
—¿Expulsar? ¿Y mi plaza?
—¿Es que piensas seguir de carcelero, teniendo cincuenta mil francos?
—No; pero siendo carcelero y pobre, estoy seguro de no ser guillotinado; mientras que siendo libre y rico…
—Ocultarás tu dinero y harás la corte a una calcetera, en vez de hacérsela a la dueña del Puits-de-Noé.
—Bien; está dicho.
—Mañana en la taberna. A las seis de la tarde.
—Eche a volar rápido, que ya están ahí… Digo volar porque supongo que ha descendido a través de las bóvedas.
—Hasta mañana —repitió Théodore huyendo.
El ruido de pasos y voces se acercaba, y en el subterráneo oscuro se veía acercarse la claridad de las luces. Théodore corrió hasta la puerta que le había mostrado el escribano, hizo saltar la cerradura con su palanca, abrió la ventana y se dejó caer a la calle.
Pero antes de abandonar la sala pudo oír al ciudadano Gracchus preguntar a Richard, y responderle este:
—El ciudadano arquitecto tenía razón: el subterráneo pasa bajo la habitación de la viuda Capeto; era peligroso.
—Ya lo creo —dijo Gracchus, que tenía conciencia de decir una gran verdad.
Santerre reapareció en el agujero.
—¿Y sus obreros, ciudadano? —preguntó a Giraud.
—Antes de que amanezca estarán aquí, y durante la sesión se pondría la reja —respondió una voz que parecía salir de las profundidades de la tierra.
—Y tú habrás salvado a la patria —dijo Santerre, medio guasón, medio serio.
—No sabes lo acertado que estás, ciudadano general —murmuró Gracchus.