Capítulo XXXVI

La noche había envuelto en su velo grisáceo la inmensa sala. Los únicos ruidos que se oían eran el roer y el galopar de las ratas. A veces podía escucharse el ruido lejano de un coche o vagos crujidos de llaves, que parecían surgir del subsuelo.

En medio del silencio casi solemne se oyó un débil chirrido: la puerta de una caseta de escribano giró sobre sus goznes y una sombra se deslizó en la sala.

El patriota que se hacía llamar Théodore rozó las baldosas con pasos muy leves. Llevaba en la mano derecha una pesada palanca de hierro, y con la izquierda se colocaba en la cintura una pistola de dos tiros.

Avanzó unos pasos, contando las baldosas; por último se detuvo y reflexionó:

«Algunos dirán que es un proyecto temerario; pero, para mí, no se trata tan sólo de salvar a la reina, ante todo es a la mujer, a quien quiero salvar».

«Levantar la losa no es nada: en tres minutos estoy en su habitación, y en otros cinco habré levantado la piedra que cierra el hogar de la chimenea. Probablemente acudan sus dos guardianes. Bien; dos hombres suponen dos tiros o dos golpes con la palanca».

El ciudadano Théodore apoyó resueltamente su palanca entre dos losas. En ese momento, una luz se deslizó sobre las baldosas y un ruido repetido por el eco de la bóveda, hizo volver la cabeza al conspirador, que volvió a la caseta de un salto.

Escuchó unas voces lejanas. Miró por una abertura de la caseta y vio a un hombre con uniforme militar, provisto de un enorme sable que golpeaba en las baldosas; después un hombre que llevaba una regla en la mano y rollos de papel bajo el brazo; un tercero, con una gruesa pelliza de lana y un gorro forrado; y por último, otro con zuecos y casaca.

—Una ronda —murmuró Théodore—. ¡Bendito sea Dios! Diez minutos más tarde y estaba perdido.

Reconoció a Santerre y a Richard; el hombre de los zuecos y la casaca seguramente sería un carcelero; pero no pudo reconocer al hombre de la regla y los rollos de papel, ni deducir qué hacían allí a tales horas.

Théodore se arregló el gorro y la peluca, que se le habían descolocado en su precipitación por volver a la caseta, y prestó atención. Escuchó la voz de Santerre, que decía:

—Ya estamos en la antesala. Ahora eres tú quien debe guiarnos, ciudadano arquitecto, y trata de que tu revelación no sea una pamema. ¿Tú qué opinas, ciudadano Richard?

—Yo nunca he dicho que no hubiera un subterráneo en la Conserjería; pero ahí está Gracchus, que es carcelero desde hace diez años y conoce la Conserjería como la palma de su mano; y sin embargo, ignora la existencia del subterráneo de que habla el ciudadano Giraud.

Théodore tembló de pies a cabeza al escuchar esas palabras.

El arquitecto extendió su rollo de papel, se puso las gafas y se arrodilló ante un plano que examinó a la temblona claridad del farol que sostenía Gracchus.

—Me temo que el ciudadano Giraud lo ha soñado —dijo Santerre.

—Vas a ver, ciudadano general —dijo el arquitecto—; vas a ver si soy un soñador; espera, espera.

Después hizo sus cálculos y dijo:

—Ya tengo el sitio; y si me equivoco en un pie, puedes decir que soy un ignorante.

El arquitecto pronunció estas palabras con tal seguridad que heló de espanto al ciudadano Théodore.

El arquitecto señaló en el plano una losa movible a trece pies del muro desde la que arrancaba una escalera, al final de esta se abría un subterráneo que iba hasta la oficina del tribunal, pasando bajo el calabozo de la reina.

—¿Y dices que, una vez en el subterráneo, si se avanza cincuenta pasos de tres pies, se encuentra uno bajo las oficinas del tribunal? —preguntó Santerre.

—No sólo bajo las oficinas, sino que diré en qué parte de estas: bajo la estufa.

—Es curioso —dijo Gracchus—. En efecto, cada vez que dejo caer un madero en ese sitio, la piedra resuena.

—Si encontramos lo que dices, reconoceré que la geometría es algo importante.

—Pues reconócelo, ciudadano Santerre, porque te voy a mostrar la escalera —dijo el arquitecto.

El ciudadano Théodore se hundió nerviosamente las uñas en la carne.

El arquitecto tomó su regla, contó las toesas, y cuando estuvo seguro de sus cálculos, golpeó en una baldosa.

—Aquí es, ciudadano general; estoy seguro. Levantemos esta baldosa, baje al subterráneo conmigo, y le probaré que dos hombres, que uno solo inclusive, podría liberar a María Antonieta una noche sin que nadie lo sospechara.

Un murmullo de temor y admiración recorrió el grupo y fue a morir en el oído del ciudadano Théodore, que parecía convertido en estatua.

El arquitecto dijo que si se colocaba una reja en el pasillo subterráneo, en un punto anterior al calabozo de la reina, no se corría peligro.

—Has tenido una idea sublime, ciudadano Giraud —dijo Santerre.

—Ahora, levanta la baldosa —dijo el arquitecto al ciudadano Gracchus que, junto al farol, traía una palanca.

El ciudadano Gracchus puso manos a la obra, y al cabo de un instante la baldosa estaba fuera de su sitio, quedando a la vista la escalera que se perdía en las profundidades.

—¡Otra nueva tentativa abortada! —murmuró el ciudadano Théodore—. El cielo no quiere que ella escape, y su causa es una causa maldita.