Hacia el final de esa misma jornada, un hombre vestido con una casaca gris, con la cabeza cubierta por espesos cabellos negros, y sobre ellos uno de esos espesos gorros de pelo con que se distinguían los patriotas exagerados, se paseaba por la sala tan filosóficamente llamada de los Pasos Perdidos[20], y parecía muy interesado en las idas y venidas de la gente.
Nuestro feroz paseante era de pequeña talla, y enarbolaba en su mano negra y sucia uno de esos garrotes a los que se llamaba «constitución». Su aspecto terrible causaba gran inquietud a algunos grupos de leguleyos que disertaban sobre los asuntos públicos, y examinaban de reojo su gran barba negra, sus ojos verdosos incrustados en las cejas espesas como brochas, y se estremecían cada vez que en su paseo, el terrible patriota se aproximaba a ellos.
Este terror se debía sobre todo a que, cada vez que habían intentado aproximarse a él o le habían mirado demasiado atentamente, el hombre había hecho resonar sobre las baldosas su pesado garrote, paseando obstinadamente de un lado a otro de la sala.
Poco después llegó otro patriota semejante en todo al primero y que, lo mismo que él, comenzó a pasear por la sala de un lado a otro. Los dos hombres paseaban en sentido contrario, cruzándose en el centro de la sala. Al encontrarse frente a frente por segunda vez, el primer patriota exclamó:
—¡Pardiez! ¡Si es el ciudadano Simon!
—El mismo. Ahora bien, ¿qué quieres del ciudadano Simon y, ante todo, quién eres tú?
—¡Es que quieres aparentar no reconocerme!
—En absoluto; y tengo una excelente razón para ello: que no te he visto nunca.
—¡Vamos! ¿Es que no vas a reconocer a quien tuvo el honor de llevar la cabeza de la Lamballe?
—¿Tú?
—¿Te asombras? Ciudadano, te creía más experto en amigos… fieles. Me das pena.
—Lo que has hecho ha estado muy bien —dijo Simon—; pero yo no te conocía.
—Es más ventajoso guardar al Capeto pequeño, se está más a la vista; porque yo te conozco y te aprecio.
Simon le dio las gracias y le preguntó cómo se llamaba, para poder hablar de él en el club.
—Me llamo Théodore.
—¿Y después?
—Eso es todo; ¿es que eso no te basta?
—Por supuesto… ¿A quién esperas, ciudadano Théodore?
Théodore contestó que esperaba a un amigo ante el que iba a denunciar una nidada de aristócratas. Simon le preguntó cómo se llamaban, pero el otro replicó que sólo se lo diría a su amigo.
—Haces mal, porque aquí llega el amigo a quien espero, el cual me parece que conoce bastante bien el procedimiento para arreglar rápidamente tu asunto, ¿no?
—¡Fouquier-Tinville! —exclamó el primer patriota.
—Nada menos que él, querido amigo.
—Eso es estupendo.
—Sí: es estupendo… Buenos días, ciudadano Fouquier.
—Buenos días, Simon —dijo Fouquier—, ¿qué hay de nuevo?
—Muchas cosas. Para empezar, una denuncia del ciudadano Théodore, aquí presente, que es quien ha llevado la cabeza de la Lamballe.
—¿Tú has llevado la cabeza de la Lamballe? —preguntó Fouquier con una pronunciada expresión de duda.
—Yo; por la calle Saint-Antoine.
—Pues yo conozco a uno que presume de haber sido él.
—Y yo conozco a diez —replicó Théodore—; pero como ellos piden algo y yo no pido nada, espero tener preferencia.
—Tienes razón, y si tú no fuiste, deberías haber sido Ahora, haz el favor de dejarme, que Simon tiene algo que decirme.
Théodore se disponía a alejarse, pero Simon le retuvo y pidió a Fouquier que escuchara la denuncia que tenía que hacer el hombre, explicándole que se trataba de una nidada de aristócratas.
—Habla enhorabuena; ¿de qué se trata?
—Casi nada: el ciudadano Maison-Rouge y algunos amigos.
Fouquier pensaba que Maison-Rouge no estaba en París y dijo a Théodore que se equivocaba; pero el hombre alegó que él mismo le había visto en la calle Grande-Truanderie. Fouquier dijo que le perseguían cien hombres y no se atrevería a mostrarse públicamente.
—Era él —dijo el patriota—; alto, moreno, fuerte como tres y barbudo como un oso.
—Otro disparate —dijo—. Maison-Rouge es pequeño, delgado y no tiene un pelo en la barba.
A continuación, agradeció a Théodore su buena intención y preguntó a Simon qué había de nuevo. Simon contestó que el niño se encontraba bien y se doblegaba a su entera voluntad.
—¿Crees que podrá testimoniar en el proceso de Antonieta?
—No lo crea, estoy seguro.
Théodore, que se había alejado algunos pasos, estaba apoyado en un pilar y trataba de escuchar la conversación de los dos hombres.
—Reflexiona bien —dijo Fouquier—, no vayas a hacer que la comisión quede en ridículo. ¿Estás seguro que hablará el Capeto?
—Dirá todo lo que yo quiera.
—Es muy importante lo que aseguras, Simon. Esta confesión del niño será mortal para la madre.
—Cuento con ello, ¡pardiez!
—Nunca se habrá visto nada parecido desde las confidencias que Nerón hacía a Narciso —murmuró Fouquier con voz opaca—. Una vez más, reflexiona, Simon.
—Se diría que me tomas por un bruto, ciudadano; siempre me repites lo mismo. Veamos, escucha esta comparación: ¿cuándo meto un cuero en agua, se vuelve flexible?
—Pues… no sé —contestó Fouquier.
—Se vuelve flexible. Bien; pues el pequeño Capeto se vuelve en mis manos tan flexible como el cuero más empapado. Tengo mis procedimientos para ello.
—Está bien —balbució Fouquier—. ¿Eso es todo lo que tenías que decirme?
—Todo… Se me olvidaba: aquí tienes una denuncia.
Fouquier leyó el trozo de papel que le entregó Simon y dijo:
—Todavía con tu ciudadano Lorin: debes odiar mucho a este hombre.
—Siempre le encuentro enfrentado a la ley. Ayer por la tarde a dicho «adiós, señora» a una mujer que le saludaba desde una ventana. Mañana espero poder decirte algo sobre otro sospechoso: Maurice, el que era municipal en el Temple cuando el asunto del clavel rojo.
Fouquier dijo a Simon que fuera más preciso, le tendió la mano y le dio la espalda con una prisa que decía muy poco en favor del zapatero.
—¿Qué quieres que precise? Se ha guillotinado a quienes habían hecho menos.
—Paciencia —respondió Fouquier con tranquilidad—; no se puede hacer todo a la vez.
Cuando se alejó Fouquier, Simon buscó con la mirada al ciudadano Théodore para consolarse con él, pero no le vio en la sala. Apenas se marchó Simon, volvió a aparecer Théodore, acompañado por un escribano.
—¿A qué hora se cierran las rejas? —preguntó Théodore.
—A las cinco.
—¿Y qué se hace aquí después?
—Nada, la sala está vacía hasta el día siguiente.
—¿La palanca y las pistolas están en la caseta?
—Sí, bajo la alfombra.
—Vuelve a casa… A propósito, enséñame la sala de ese tribunal cuya ventana no está enrejada y da a un patio cerca de la plaza Dauphine.
—A la derecha entre los pilares, bajo el farol.
—Bien. Vete y ten dispuestos los caballos en el sitio indicado.
—¡Buena suerte, señor, buena suerte! ¡Cuente conmigo!
—Ahora es el momento… nadie mira… abre tu caseta.
—Ya está, señor; rogaré por usted.
—No es por mí por quien hay que rogar. Adiós.
Y el ciudadano Théodore se deslizó hábilmente en la caseta. El digno escribano retiró la llave de la cerradura, se colocó sus papeles bajo el brazo y abandonó la sala.