Capítulo XXXIV

La Conserjería es un conjunto de edificios pegados unos a otros, tristes, grises, agujereados por ventanitas enrejadas que se extienden a lo largo del muelle Lunettes. El cuerpo principal está formado por el antiguo palacio de San Luis, al que se llamaba tradicionalmente el Palacio. Es un caserón grande y sombrío donde se reúnen todos los útiles y atributos de la venganza humana: aquí, las salas donde se encierra a los acusados; más lejos, aquellas en que se les juzga; abajo, los calabozos donde se les encierra cuando están condenados; en la puerta, una placita donde se les marca a fuego; a ciento cincuenta pasos, otra plaza más grande, la Greve, donde se les ejecuta.

Esta prisión tiene calabozos que humedece el agua del Sena con su negro limo; tiene salidas misteriosas que conducen al río a las víctimas que se tiene interés en hacer desaparecer.

En 1793, la Conserjería, proveedora infatigable del cadalso, rebosaba prisioneros a los que se condenaba en una hora. En esta época, la antigua prisión de San Luis era realmente la hostería de la muerte; y bajo las bóvedas de las puertas se balanceaba por la noche una linterna roja, siniestra insignia de este lugar de dolor.

El mismo día en que había ardido la casa de Dixmer, un rodar sordo había estremecido los adoquines del muelle y los vidrios de la prisión, cesando ante la puerta ojival, en la que golpearon unos guardias con el puño de sus sables; la puerta se abrió, el coche entró en el patio; y cuando los goznes volvieron a girar y se cerraron los cerrojos, bajó del coche una mujer. Pasó el primer portillo, en el segundo se golpeó en la cabeza contra una barra de hierro. Uno de los guardias le preguntó:

—Ciudadana, ¿se ha hecho daño?

—Ya no me hace daño nada —respondió ella tranquilamente.

Y pasó sin proferir ninguna queja, aunque se veía encima de su ceja la huella casi sangrante que le había dejado el golpe contra el hierro.

Enseguida se percibió el sillón del portero Richard que, convencido de su importancia, no se movió de su sitio pese a los ruidos que anunciaban la llegada de un nuevo huésped, limitándose a mirar a la prisionera, abrir un enorme libro de registro y buscar una pluma en un tinterito de madera negra. El jefe de la escolta le dijo que hiciera el asiento rápidamente, porque tenía prisa, y Richard contestó:

—No llevará mucho tiempo, porque, gracias a Dios, tengo la mano acostumbrada. ¿Tus nombres y apellidos, ciudadana?

Y se dispuso a escribir, al pie de la página casi llena, el registro de la recién llegada; mientras su mujer, detrás del sofá, miraba con asombro casi respetuoso a la mujer de aspecto triste, noble y altivo que su marido interrogaba.

—María Antonieta Juana Josefa de Lorena —respondió la prisionera— archiduquesa de Austria, reina de Francia.

—¿Reina de Francia? —preguntó el portero asombrado.

—Reina de Francia —repitió la prisionera en el mismo tono.

—También llamada viuda Capeto —dijo el jefe de la escolta.

—¿Con cuál de estos nombres debo inscribirla? —preguntó el portero.

—Con el que quieras, con tal de que lo hagas rápido —dijo el jefe de la escolta.

El portero volvió a sentarse en el sillón y escribió en su registro los nombres, apellidos, y títulos que se había dado la prisionera. La señora Richard continuaba detrás del sillón de su marido; pero un sentimiento de religiosa conmiseración le había hecho juntar las manos.

—¿Edad? —continuó el portero.

—Treinta y siete años y nueve meses —respondió la reina.

Richard se puso a escribir, anotó las señas personales y concluyó con las notas y fórmulas particulares.

—Ya está —dijo.

—¿Adónde se lleva a la prisionera? —preguntó el jefe de la escolta.

Richard miró a su mujer y dijo que no estaban prevenidos, y por lo tanto no lo sabían.

—Hay la habitación del consejo —dijo la señora Richard.

—¡Hum! Es muy grande —murmuró el portero.

—¡Tanto mejor! Si es grande, se podrán colocar en ella los vigilantes más fácilmente.

—Entonces, la habitación del consejo —dijo Richard—; pero, de momento, está inhabitable, porque no tiene cama.

—Es cierto —dijo la mujer—; no había pensado en ello.

—¡Bah! —dijo uno de los guardias—. Se le puede poner una cama mañana.

—Además, la ciudadana puede pasar esta noche en nuestra habitación —dijo la señora Richard— ¿no es verdad, marido?

—¿Y nosotros? —preguntó el portero.

—No nos acostaremos; una noche se pasa de cualquier forma.

—Bien —dijo Richard—. Llevad a la ciudadana a mi habitación.

El jefe de la escolta dijo que, mientras se instalaba a la prisionera le preparase el recibo. La señora Richard cogió una vela y se puso en marcha, seguida por la silenciosa María Antonieta y dos carceleros a los que había hecho una seña la mujer. Le mostraron a la reina un lecho en el que la señora Richard se apresuró a poner sábanas limpias. Después, los carceleros cerraron la puerta con llave, y María Antonieta quedó sola.

Al día siguiente la reina fue conducida a la habitación del consejo, cuyos únicos muebles eran una cama y una silla, y pidió que le llevaran sus libros y su costura. Los guardias, Duchesne y Gilbert, se instalaron en la celda vecina; habían sido designados por su probado patriotismo y no se les relevaría de su puesto hasta el juicio de la reina.

Al saberlo María Antonieta, hasta cuyos oídos llegaba con claridad la conversación de los dos hombres, pensó que a sus amigos les sería más fácil corromper a sus vigilantes si eran siempre los mismos.

Uno de sus guardianes tenía la costumbre de fumar, y María Antonieta pasó la primera noche despierta, desvelada por los mareos que le producía el tabaco quemado. En su vigilia escuchó un quejido lúgubre y prolongado que, al principio, confundió con una voz humana, pero que enseguida identificó como el grito doloroso y perseverante de un perro que aullaba en el muelle; pensó en su pobre Black y creyó reconocer su voz.

En efecto, el animal había corrido tras ella y había seguido al coche en que se la conducía hasta las rejas de la Conserjería.

Al amanecer del día siguiente, la reina estaba levantada y vestida. Sentada cerca de la enrejada ventana leía en apariencia, pero su pensamiento estaba muy lejos del libro. Se había situado de manera que los guardias pudieran ver su cabeza bañada por la luz de la mañana.

El guardia Gilbert entreabrió la puerta y la miró en silencio; ella percibió un leve chirrido, pero no se volvió. Gilbert llamó a su compañero para que mirara a la prisionera.

—Mira qué pálida está —dijo—; sus ojos enrojecidos delatan su sufrimiento; se diría que ha llorado.

—Sabes muy bien que la viuda Capeto no llora jamás —dijo Duchesne—. Es demasiado orgullosa para eso.

—Entonces, es que está enferma —dijo Gilbert.

—Dime, ciudadana Capeto —dijo alzando la voz—, ¿estás enferma?

La reina alzó lentamente los ojos, y su mirada se fijó clara e interrogadora en los dos hombres.

—¿Se dirigen a mí, señores? —preguntó con voz llena de dulzura, porque había creído percibir un matiz de interés en el acento del que le había dirigido la palabra.

—Sí, ciudadana; es a ti —respondió Gilbert—; te preguntamos si estás enferma.

—¿Por qué?

—Porque tienes los ojos enrojecidos y estás muy pálida.

María Antonieta explicó que su mal aspecto se debía a que no había podido dormir en toda la noche a causa del olor producido por el tabaco que fumaba Gilbert.

—¡Ah, es eso! —exclamó Gilbert, turbado a causa de la dulzura con que la reina le había hablado—. ¿Y por qué no lo has dicho?

—Porque no he creído tener el derecho de alterar sus costumbres, señor.

—Bien; no volverás a ser incomodada, al menos por mí —dijo Gilbert arrojando su pipa, que fue a romperse contra el suelo—; porque no fumaré más.

Los dos hombres salieron de la habitación y Gilbert dijo:

—Es posible que se le corte la cabeza; eso es asunto de la nación; pero ¿por qué hacer sufrir a esta mujer? Nosotros somos soldados, y no verdugos como Simon.

—Eso que has hecho es un poco aristocrático, compañero —dijo Duchesne sacudiendo la cabeza.

—¿A qué llamas tú aristocrático? Vamos, explícamelo.

—Llamo aristocrático a todo lo que veja a la nación y causa placer a sus enemigos.

—Así, que según tú, ¿yo vejo a la nación porque no sigo ahumando a la viuda Capeto? ¡Vamos! Tengo muy presente mi juramento a la patria: «No dejar evadirse a la prisionera, no dejar que nadie se acerque a ella, evitar cualquier correspondencia que quisiera mantener, y morir en mi puesto». Eso es todo lo que he prometido y lo cumpliré. ¡Viva la nación!

—Yo no te vigilo, al contrario; pero sentiría que te comprometieses.

—¡Schiist! Viene alguien.

La reina no había perdido una palabra de esta conversación, pese a que se había mantenido en voz baja. El ruido que había atraído la atención de los dos guardianes era el de varias personas que se aproximaban a la puerta. Esta se abrió y entraron dos municipales, seguidos por el portero y varios carceleros. Preguntaron por la prisionera, Gilbert abrió la puerta y se la mostró.

—Ha llegado la inspección del ayuntamiento, ciudadana Capeto.

—Está bien, está bien —dijeron los municipales, apartando a Gilbert y Duchesne y entrando donde estaba la reina—; no hacen falta tantos miramientos.

La reina no levantó la cabeza, y se hubiera podido creer, a causa de su impasibilidad, que no había visto ni oído lo que acababa de ocurrir, y que se creía sola.

Los delegados del ayuntamiento observaron minuciosamente todos los detalles de la habitación, inspeccionaron el revestimiento de la habitación, la cama, los barrotes de la ventana que daba al patio de mujeres y, tras recomendar a los guardias la más estricta vigilancia, salieron sin haber dirigido la palabra a María Antonieta, y sin que ella hubiera parecido apercibirse de su presencia.