Maurice se estremeció y señaló hacia la calle Saint-Jacques.
—¡Fuego! —dijo—. ¡Fuego!
Maurice temía que Geneviève hubiera vuelto y confirmó a su amigo que la joven y la señora Dixmer eran la misma persona.
—Lorin —dijo—, es necesario que la encuentre, tengo que vengarme.
—¡Oh! ¡Oh! —dijo Lorin.
Amor, tirano de dioses y mortales.
No es sólo incienso lo que necesitan tus altares.
—Me ayudarás a encontrarla, ¿verdad, Lorin?
—¡Pardiez! Eso no será difícil. Tú debes saber cuáles son sus amigos más íntimos; ella no habrá abandonado París todos ellos tienen el prurito de quedarse aquí; se habrá refugiado en casa de algún amigo, y mañana recibirás una nota concebida en estos términos:
Si Marte quiere volver a ver a Citérea
que se ponga a la noche su fajín azulado.
»Y que pregunte al portero del número tal, de tal calle, por la señora Tres-Estrellas».
Maurice levantó los hombros; él sabía que Geneviève no tenía en donde refugiarse.
—No la encontraremos —murmuró.
—Permíteme decirte una cosa, Maurice —dijo Lorin—; y es que quizá no sería una gran desgracia que no la encontráramos.
—Si no la encontramos, me moriré.
Lorin invitó a su amigo a sentarse en un banco y hablar un momento.
—Escucha —le dijo—; voy a decirte una cosa: ya sabes que hay un decreto del comité de salud pública declarando traidor a todo aquel que tenga relaciones con los enemigos de la patria. Pues bien, me parece que tú eres un mal traidor; a menos que veas como idolatrando a la patria a quienes dan alojamiento, comida y lecho al señor caballero de Maison-Rouge, el cual no es un exaltado republicano ni está acusado de haber participado en las jornadas de septiembre. Esto hace que me parezcas bastante amigo del enemigo de la patria.
Vamos, no te subleves, y confiesa que no has sido muy fiel.
Maurice se contentó protestando con un gesto. Lorin hizo como que no lo veía y continuó:
—Si viviéramos en una temperatura de invernadero, te diría: querido Maurice, eso es elegante, está muy bien; seamos un poco aristócratas de vez en cuando; pero nos cocemos a treinta y cinco o cuarenta grados de calor; de manera que, cuando sólo se es tibio, debido a este calor, se parece frío; y cuando se es frío, se resulta sospechoso; tú lo sabes, Maurice; y cuando se es sospechoso, tú tienes la suficiente inteligencia para no ignorar lo que se es enseguida, o mejor aún, lo que ya no se es nunca.
—Entonces, que se me mate y termine esto —exclamó Maurice—. Estoy harto de la vida.
—No ha transcurrido tiempo suficiente, desde hace un cuarto de hora, para que te deje hacer tu voluntad —dijo Lorin—. Además, hoy es preciso morir como republicano, y tú morirías como aristócrata.
—Vas demasiado lejos, amigo mío —dijo Maurice.
—Iré más lejos aún; y te prevengo que si te haces aristócrata…
—¿Me denunciarás?
—No; te encerraré en una cueva y diré que los aristócratas, sabiendo lo que les reservabas, te han secuestrado, martirizado y hecho pasar hambre; de manera que, cuando se te encuentre, serás coronado de flores.
—Lorin, me parece que tienes razón, pero estoy atado, me deslizo por la pendiente. Abandónate, Lorin, será lo mejor.
—¡Jamás!
—Entonces, déjame amar, estar loco, ser un criminal quizá; porque, creo que la mataré, si vuelvo a verla.
—O caerás a sus pies. ¡Ah! Maurice, enamorado de una aristócrata. Jamás lo hubiera creído.
—¡Basta, Lorin, te lo suplico!
—Maurice, yo te curaré o que el diablo me lleve. No quiero que ganes en la lotería de santa guillotina, como dice el carnicero de la calle Lombards. Ten cuidado, Maurice, vas a exasperarme. Vas a hacer de mí un bebedor de sangre; necesito prender fuego a la isla de San Luis: ¡Una antorcha, una tea!
Mais non, ma peine est inutile.
À quoi bon demander une torche, un flambeau?
Ton feu, Maurice, est assez beau,
pour embraser ton âme, et ces lieux, et la ville[16].
Lorin trató de convencer a su amigo para que fuera razonable, y le dijo que estaba dispuesto a cualquier sacrificio para salvarle.
—Gracias, Lorin; pero el mejor medio de consolarme es saturarme de mi dolor. Adiós; vete a ver a Artemisa. Yo vuelvo a mi casa.
Maurice dio algunos pasos hacia el puente. Su amigo le preguntó si pensaba quedarse cerca de la antigua calle Saint-Jacques por ver el sitio donde vivía Geneviève.
—No; quiero ver si ha vuelto adonde sabe que la espero. ¡Oh, Geneviève, no te hubiera creído capaz de semejante traición!
—Maurice, un tirano que conocía bien al bello sexo, pues murió por amarle demasiado, decía:
Souvent femme varie,
bien fol est qui s’y fie[17].
Maurice lanzó un suspiro, y los dos amigos tomaron el camino de la antigua calle Saint-Jacques. A medida que se acercaban escucharon un gran alboroto, vieron aumentar la claridad y oyeron cantos patrióticos, que, a plena luz del día, a pleno sol, en la atmósfera de la batalla parecía himnos heroicos pero por la noche, en el resplandor del fuego, dio un énfasis caníbal borracho melancólico.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Maurice olvidando que la palabra Dios fue abolida.
Lorin mirando el espectáculo, y murmuró entre dientes:
Amour, amour, quand tu nous tiens:
On peut bien dire adieu prudence[18].
Parecía que todo París se hubiera concentrado en el teatro de los acontecimientos. A medida que se aproximaba, Maurice aceleraba el paso. Lorin le seguía Con dificultad, pero no quería dejar solo a su amigo en semejante momento.
Todo estaba casi acabado: desde el cobertizo, el fuego había pasado a los talleres, y la casa comenzaba a arder.
Maurice pensó que ella podía haber vuelto y estar, en medio de las llamas, esperándole, llamándole. Y se lanzó, con la cabeza gacha, a través de la puerta que entreveía en la humareda. Lorin le siguió.
El techo ardía y el fuego comenzaba aprender en la escalera. Maurice, anhelante, recorrió todo el primer piso llamando a Geneviève, pero nadie le respondió.
Maurice recorrió toda la casa, habitación por habitación, bajando incluso hasta a las bodegas; pero no encontró a nadie.
—¡Pardiez! —dijo Lorin—. Ya ves que nadie permanecería aquí a excepción de las salamandras, y no es ese animal fabuloso lo que tú buscas. Vamos, preguntaremos fuera, quizá la haya visto alguien.
Entonces comenzaron las investigaciones; recorrieron los alrededores, deteniendo a las mujeres que pasaban, pero sin resultado. Era la una de la mañana y Maurice, pese a su vigor atlético, estaba deshecho por la fatiga: por fin renunció a su búsqueda, y Lorin detuvo un coche de alquiler.
—Hemos hecho todo lo humanamente posible para encontrar a tu Geneviève —dijo Lorin—. Estamos derrengados; subámonos al coche y vayámonos cada uno a su casa.
Llegaron hasta la casa de Maurice sin cambiar palabra. En el momento en que Maurice bajaba del coche, oyó cerrarse una ventana de su apartamento. El joven llamó a la puerta, y cuando esta se abrió dijo Lorin:
—Buenas noches; mañana espérame para salir.
Maurice se despidió de su amigo, entró en la casa y se enteró por su criado de que una mujer le estaba esperando; pensó que se trataría de alguna vieja amiga y dijo que se iría a dormir a casa de Lorin.
—Imposible; ella estaba en la ventana y le ha visto llegar.
—¡Y qué importa que sepa que estoy aquí! Sube y dile que se ha equivocado.
—Ciudadano, hace mal; la señora estaba muy triste, y esto la va a desesperar.
—Pero bueno, ¿quién es esa mujer?
—Ciudadano, no he visto su cara; está envuelta en una capa y llora; eso es todo lo que sé.
—Llora —repitió Maurice—. Entonces hay alguien en el mundo que me ama lo suficiente para inquietarse por mi ausencia hasta ese punto.
Subió lentamente hasta la habitación y vio al fondo del salón una forma palpitante que se ocultaba el rostro. Hizo una seña a su criado para que saliera, y este obedeció cerrando la puerta.
Maurice se acercó a la joven, que levantó la cabeza.
—¡Geneviève! —exclamó—. ¿Estoy loco?
—No, amigo mío, está usted en su sano juicio —respondió la joven—. Le he prometido ser suya si salvaba al caballero de Maison-Rouge. Usted le ha salvado y aquí estoy. Le esperaba.
Maurice confundió el sentido de estas palabras y retrocedió un paso, mirando tristemente a la joven.
—Entonces, ¿usted no me ama?
Las lágrimas velaron la mirada de Geneviève. Ella volvió la cabeza y, apoyándose en el sofá, estalló en sollozos.
—Está claro que usted no sólo no me ama, sino que me odia por desesperarla así.
Geneviève se enderezó y le tomó la mano, tachándole de egoísta.
—¿Egoísta? ¿Qué quiere usted decir?
—¿Es que no comprende usted mi sufrimiento? Mi marido huido, mi hermano proscrito, mi casa en llamas, todo ello en una noche; y luego, ¡esa horrible escena entre usted y el caballero!
Maurice la escuchaba con embeleso, porque era imposible no admitir que tal cúmulo de emociones hubieran conducido a Geneviève al estado de dolor en que se encontraba. El joven le preguntó si no le abandonaría; y ella se estremeció y le dijo que no tenía otro sitio adonde ir, confesándole que en su desesperación había estado apunto de arrojarse al río. El joven le recordó sus palabras y le preguntó si no le amaba. Ella le dijo que sí, y él se dejó caer a sus pies.
—Geneviève —murmuró—, no llore más; consuélese de todas sus desgracias y dígame que no ha sido la violencia de mis amenazas lo que la ha traído aquí. Dígame que hubiera venido de todas maneras al encontrarse sola, y acepte la promesa que le hago de eximirla del juramento que la he forzado a hacer.
Geneviève miró al joven con reconocimiento y agradeció al cielo que él se mostrara generoso.
—Escuche, Geneviève —dijo Maurice—; no llore; ¡déme su mano! ¿Quiere estar en casa de un hermano que bese con respeto el bajo de su vestido, y se aleje de su lado sin volver la cabeza? Diga una palabra, haga un gesto, y estará libre y segura como una virgen en una iglesia. Por el contrario, ¿prefiere recordar que la he amado tanto como para traicionar a los míos; prefiere soñar en el futuro de felicidad que nos espera? Entonces, en lugar de rechazarme, sonríame, déjame apoyar tu mano en mi corazón, reclinase en el que aspira a usted con toda su alma; Geneviève, amor mío, vida mía, no deshaga su juramento.
El corazón de la joven se henchía con estas dulces palabras: la languidez del amor, la fatiga de sus sufrimientos pasados, consumían sus fuerzas. Maurice comprendió que ella ya no tenía valor para resistir y la tomó en sus brazos. Entonces ella dejó caer la cabeza sobre su hombro. El joven notó que ella lloraba y le aseguró que jamás le impondría su amor.
Él abrió el anillo viviente de sus brazos, separó su frente de la de Geneviève y se volvió lentamente.
Pero enseguida ella enlazó sus brazos temblorosos al cuello de Maurice, le estrechó con violencia y juntó su mejilla helada y húmeda de lágrimas a la mejilla ardiente del joven.
—No me abandone, Maurice —murmuró—, porque sólo le tengo a usted en el mundo.