Apenas llegó Maurice a la esquina del invernadero. Se abrió la puerta y entró el hombre de gris, seguido por Lorin y cinco o seis granaderos.
—¿Y bien? —preguntó Lorin.
—Ya lo veis —contestó Maurice—. Sigo en mi puesto.
El policía dijo a Maurice que tenía la certeza de que el caballero de Maison-Rouge había entrado en la casa hacía una hora y no había salido.
—¿Conoce su habitación? —preguntó Lorin.
El policía dijo que estaba separada de la ocupada por la ciudadana Dixmer por un corredor, aunque quizá no hiciera falta la separación, porque el caballero de Maison-Rouge era un bribón y al ciudadano Dixmer podría parecerle un gran honor.
Maurice notó que la sangre se le subía a la cabeza y dijo:
—¿Qué decidimos?
—Decidimos que vamos a detenerle en su habitación —dijo el policía—, y quizás en su propia cama puesto que no sospecha nada.
Luego, el policía puso a Lorin y a Maurice al corriente sobre la situación de la habitación que ocupaba el caballero y les preguntó cuántos hombres necesitaban para prenderle.
—¿Cuántos hombres? —dijo Lorin—. Espero que Maurice y yo nos bastaremos; ¿no crees, Maurice?
—Sí —balbució este—; seguro que nos bastaremos.
—Escuche —dijo el hombre de la policía—, nada de fanfarronerías. ¿Le podrán detener?
—¡Pardiez! ¡Que si le podremos detener! ¡Ya lo creo! ¿No es cierto, Maurice, que necesitamos detenerle?
Lorin hizo hincapié en esta palabra. Un principio de sospecha comenzaba a planear sobre ellos y no se podía dejar que tomara gran consistencia. Lorin comprendía que nadie se atrevería a dudar del patriotismo de dos hombres que conseguían detener al caballero de Maison-Rouge.
El policía era partidario de que entraran el mayor número posible de hombres, ya que el caballero siempre tenía sus armas dispuestas.
—¡Pardiez! —dijo un granadero—. Entremos todos y no demos la preferencia a nadie; si se rinde, le conservaremos para la guillotina; si se resiste, le acuchillaremos.
—¡Bien dicho! —exclamó Lorin—. ¡Adelante! ¿Pasamos por la puerta o por la ventana?
—Por la puerta —dijo el policía—. Quizá dé la casualidad de que tenga puesta la llave; mientras que si entramos por la ventana, habrá que romper algunos cristales, con el consiguiente ruido.
—Vamos por la puerta —dijo Lorin—. El caso es entrar, poco importa por dónde. Vayamos sable en mano, Maurice.
Maurice desenfundó el sable maquinalmente y la pequeña tropa avanzó hacia el pabellón. La llave se encontraba en la puerta, y Lorin la hizo girar con suavidad; la puerta se abrió. El policía dijo que, si sus informes eran exactos, se encontraban en la habitación de la ciudadana Dixmer. Lorin propuso encender unas velas.
—Encendamos antorchas —dijo el policía—; no se apagan como las velas.
Y cogió de manos de un granadero dos antorchas que encendió en la chimenea y entregó a Maurice y Lorin. Avanzaron por el corredor y abrieron la puerta del fondo, encontrándose frente a la puerta del apartamento del caballero. Lorin observó que la puerta estaba cerrada con llave. El policía ordenó a los granaderos que derribaran la puerta.
Cuatro hombres levantaron las culatas de sus fusiles, y a una señal del policía, golpearon al unísono: la puerta voló en pedazos.
—¡Ríndete o eres hombre muerto! —exclamó Lorin, penetrando en la habitación.
Nadie respondió; las cortinas de la cama estaban cerradas.
Maurice se precipitó al lecho y abrió las cortinas. La cama estaba vacía.
—¡Pardiez! —dijo Lorin—. Nadie.
—Se habrá escapado —balbució Maurice.
—¡Imposible, ciudadanos, imposible! —exclamó el policía—. Os digo que se le ha visto entrar hace una hora y nadie le ha visto salir, y que todas las salidas están vigiladas.
Lorin buscó por todas partes.
—Nadie, ya lo ve usted, nadie.
—Nadie —repitió Maurice con una emoción fácil de comprender.
—Quizás esté en la habitación de la ciudadana Dixmer —dijo el policía.
—Respeten la habitación de una mujer —dijo Maurice.
—Por supuesto que se la respetará; y a la ciudadana Dixmer también —dijo Lorin—; pero se la visitará.
Dejaron a dos hombres guardando la habitación y volvieron a aquella donde habían encendido las antorchas. Maurice se aproximó a la puerta que daba al dormitorio de Geneviève; era la primera vez que iba a entrar allí. Su corazón latía con violencia.
La llave estaba en la puerta, y Maurice tendió la mano hacia ella, pero vaciló.
—Bien —dijo Lorin—. Abre.
—¿Y si la ciudadana Dixmer está acostada? —preguntó Maurice.
—Miraremos en su cama, bajo su cama, en su chimenea y en sus armarios —dijo Lorin—; y si sólo está ella, le desearemos buenas noches.
—No —dijo el policía—; la detendremos; la ciudadana Geneviève Dixmer era una aristócrata reconocida como cómplice de la joven Tison y del caballero de Maison-Rouge.
—Abra entonces —dijo Maurice, dejando la llave—. Yo no detengo a mujeres.
El policía miró a Maurice de través y los granaderos murmuraron entre sí. Lorin dijo que él era de la opinión de Maurice y dio un paso atrás.
El policía cogió la llave, la hizo girar violentamente, la puerta cedió y los soldados se precipitaron en la habitación.
Dos velas ardían sobre una mesita, pero en la habitación de Geneviève tampoco había nadie.
—¡Vacía! —exclamó el policía.
—¡Vacía! —repitió Maurice palideciendo—. Entonces, ¿dónde está?
—Busquemos —dijo el policía.
Y seguido de los milicianos se puso a registrar la casa desde las bodegas hasta los talleres. Apenas volvieron la espalda, Maurice se lanzó a la habitación, llamando a Geneviève con una voz llena de ansiedad. Pero la joven no le contestó. Entonces, Maurice también empezó a registrar la casa con una especie de frenesí.
De pronto, escuchó un gran alboroto; una patrulla de hombres armados se presentó en la puerta, cambió la contraseña con el centinela, invadió el jardín y se esparció por la casa. A la cabeza del refuerzo iba Santerre, que preguntó a Lorin dónde estaba el conspirador.
—Si su destacamento ha guardado bien las salidas, debe haberle arrestado —contestó Lorin—; porque no estaba en la casa cuándo hemos entrado.
—¿Qué dice? —exclamó furioso el general—. ¿Le han dejado escapar?
—No le hemos podido dejar escapar, puesto que nunca hemos tenido.
—Entonces no comprendo nada de lo que ha dicho vuestro enviado.
—¿Que nosotros le hemos enviado a alguien?
—Sin duda. Un hombre vestido de oscuro, con cabello negros y gafas verdes, que ha venido a avisarnos de vuestra parte que estabais a punto de atrapar a Maison-Rouge, pero que se defendía como un león; ante lo cual, he acudido aquí. El hombre llevaba del brazo a una mujer joven y guapa.
—Eran el caballero de Maison-Rouge y la ciudadana Dixmer —dijo Maurice.
—Pero ¿cómo diablos les ha dejado pasar? —dijo Lorin.
—¡Pardiez! —dijo Santerre—. Les he dejado pasar porque tenían la contraseña.
—Entonces, hay un traidor entre nosotros —exclamó Lorin.
—No, no, ciudadano Lorin —dijo Santerre—. Se os conoce y se sabe que no hay traidores entre vosotros.
Lorin miró a su alrededor como si buscara al traidor cuya presencia acababa de proclamar. Su mirada encontró la frente sombría y los ojos vacilantes de Maurice.
—¡Oh! —murmuró—. ¿Qué quiere decir eso?
—Ese hombre no puede estar muy lejos —dijo Santerre—. Registremos los alrededores; quizás haya caído en manos de una patrulla más hábil que nosotros y que no se haya dejado sorprender.
—Sí, sí, busquemos —dijo Lorin.
Y tomando a Maurice por un brazo le sacó del jardín con el pretexto de registrar.
—Sí, registremos —dijeron los soldados—, pero antes de registrar…
Y uno de ellos arrojó su antorcha en un cobertizo repleto de gavillas y de plantas secas.
Maurice no opuso ninguna resistencia y siguió a su amigo como un niño; los dos fueron hasta el puente sin hablar; allí se detuvieron. Maurice se volvió: el cielo del barrio estaba rojo y numerosas chispas pasaban por encima de las casas.