Capítulo XXX

El primer golpe había sido terrible, y Maurice había necesitado un gran dominio sobre sí mismo para ocultar a Lorin el trastorno que se había producido en su persona; pero una vez solo en el jardín, sus ideas se desenvolvieron más ordenadamente.

«Así que esta casa visitada a menudo con el placer más puro, no era sino una madriguera de sangrientas intrigas; la buena acogida a su ardiente amistad, hipocresía; el amor de Geneviève, miedo».

Maurice se deslizó por el jardín, de macizo en macizo, hasta quedar oculto a los rayos de la luna por la sombra del invernadero. En el pabellón de Geneviève, la luz no permanecía quieta, sino que iba de una habitación a otra. Maurice distinguió a la joven a través de una cortina medio levantada: Geneviève amontonaba a toda prisa sus objetos en una maleta, y el joven vio con asombro brillar unas armas en sus manos. Maurice buscó una altura desde donde pudiera ver mejor la habitación. Un gran fuego que brillaba en la chimenea atrajo su atención: eran papeles que Geneviève quemaba.

En ese momento se abrió una puerta y entró un joven. Maurice pensó que era Dixmer. La joven corrió junto al recién llegado, cogió sus manos y los dos se mantuvieron frente a frente, como si sintieran una viva emoción. Entonces, Maurice cayó en la cuenta de que no se trataba de Dixmer.

Se aproximó a la ventana; su pie tropezó con una escalera, la arrimó a la pared y se subió a ella, mirando por la rendija de la cortina: el desconocido era un joven de unos veintisiete años, de ojos azules, con aspecto elegante; sujetaba las manos de la joven y le hablaba, secándole las lágrimas que velaban su atractiva mirada.

Maurice hizo un ligero ruido y el joven volvió la cabeza hacia la ventana. Maurice tuvo que detener un grito de sorpresa: acababa de reconocer a su misterioso salvador de la plaza Châtelet. En ese momento, Geneviève se separó del desconocido y se dirigió a la chimenea para asegurarse que todos los papeles estaban consumidos.

Maurice no pudo contenerse más tiempo: empujó violentamente la ventana mal cerrada y saltó a la habitación. Al mismo tiempo, dos pistolas se apoyaron contra su pecho. Geneviève se volvió hacia él y se quedó muda al reconocerle.

—Señor —dijo con frialdad el joven republicano—, ¿es usted el caballero de Maison-Rouge? Si es así, es usted un hombre valiente y, por tanto, tranquilo, y voy a decirle dos palabras: usted me puede matar, pero yo no moriré sin dar un grito y los mil hombres que cercan la casa la reducirán a cenizas. Así que baje sus pistolas y escuche lo que voy a decir a la señora.

Geneviève, más pálida que una estatua, cogió d brazo de Maurice, pero el joven la rechazó.

—Ya veo que ha dicho usted la verdad y no ama al señor Morand —dijo Maurice con un profundo desprecio. Ella quiso interrumpirle, pero él continuó—: No tengo nada que escuchar, señora. Usted me ha engañado, ha dicho que no amaba a Morand, pero no me ha dicho que amaba a otro.

—Señor —dijo el caballero—, ¿de qué Morand habla usted?

—De Morand el químico.

—Morand el químico está ante usted. Morand el químico y el caballero de Maison-Rouge son el mismo.

Y alargando la mano hacia una mesa cercana se puso la peluca negra que durante tanto tiempo le había hecho irreconocible a los ojos del joven republicano.

—¡Ah! Ya veo —dijo Maurice—. Usted no ama a Morand, porque este no existe, pero el subterfugio no es menos despreciable.

El caballero hizo un gesto de amenaza.

—Señor —dijo Maurice—, ¿quiere dejarme hablar un instante con la señora? No será muy largo, se lo aseguro, —Geneviève hizo un gesto a Maison-Rouge invitándole a tener paciencia—. ¡Usted me ha hecho el hazmerreír de mis amigos! Se ha servido de mí para sus complots y me ha utilizado como un instrumento. Esa es una acción infame por la que será castigada. Este hombre me matará ante usted, pero antes de cinco minutos también él yacerá a sus pies, o si vive, será para llevar su cabeza al cadalso.

—¡Morir él! —exclamó Geneviève—. ¡Llevar su cabeza al cadalso! Pero ¿usted no sabe que es protector mío y de mi familia, que daría mi vida por la suya, que si él muere, moriré yo, y que si usted es mi amor, él es mi religión?

—Quizás usted va a seguir diciendo que me ama —dijo Maurice—. La verdad es que las mujeres son muy débiles y cobardes —y volviéndose al joven realista—. Vamos, señor, debe matarme o morir.

—¿Porqué?

—Porque si usted no me mata, yo le detengo.

Maurice extendió la mano para cogerle del cuello.

—No defenderé mi vida —dijo el caballero de Maison-Rouge, arrojando sus armas en un sillón—. Tenga. Mi vida no vale por los remordimientos que sufriría si le matara, a usted a quien ama Geneviève.

—¡Usted siempre es bueno, magnánimo, leal y generoso, Armando! —exclamó Geneviève.

Maurice miraba a los dos con un asombro casi estúpido. El caballero dijo que iba a ir un momento a su habitación para esconder un retrato. Luego, cambió de idea y, expresando su confianza en Maurice, sacó de su pecho una miniatura de la reina y se la enseñó al joven republicano, al tiempo que le decía:

—Espero sus órdenes, señor; si quiere arrestarme, no tiene más que llamar a esta puerta cuando lo juzgue oportuno. Para mí, la vida no vale si no la sostiene la esperanza de salvar a la reina.

Apenas salió de la habitación, Geneviève se precipitó a los pies del joven, diciendo:

—Maurice, perdone por todo el mal que le he hecho, por todos mis engaños; perdón en nombre de mis sufrimientos y lágrimas, porque, se lo juro, he llorado y sufrido mucho. Mi marido se ha ido esta mañana y quizá no le vuelva a ver; no sé adónde ha ido. Ahora sólo me queda un amigo, o mejor, un hermano; y usted quiere matarle. Perdón, Maurice, perdón.

Maurice le dijo que el caballero de Maison-Rouge se había jugado la vida y había perdido; Geneviève contestó que todo no estaba perdido, él podía salvar al caballero.

—A expensas de mi palabra y de mi honor. Comprendo, Geneviève.

—Cierre los ojos, Maurice, eso es todo lo que le pido; y le prometo que mi reconocimiento llegará tan lejos como puede ir el agradecimiento de una mujer.

—Yo cerraría los ojos inútilmente, señora; la casa está rodeada y nadie puede salir sin la contraseña.

—Querido Maurice, dígamela, la necesito.

—¡Geneviève! —exclamó Maurice—. ¿Con qué derecho me dice: Maurice, en nombre del amor que te profeso, no tengas palabra, ni honor, traiciona a tu causa, reniega de tus opiniones? ¿Qué me ofrece usted a cambio de todo eso?

—Maurice, sálvele primero, y luego pídame la vida.

Maurice preguntó a Geneviève si amaba al caballero de Maison-Rouge.

—Le amo como una hermana, pero no de otra manera, se lo juro.

—Geneviève, ¿me ama usted?

—Maurice, le amo, tan cierto como que Dios me escucha.

—Si hago lo que me pide, ¿abandonará parientes, amigos y patria para huir con el traidor?

—Todo lo que quieras, te lo juro, ordena, yo obedezco.

Maurice obligó a Geneviève a jurar que sería suya; después se dirigió a la habitación de al lado y dijo al caballero.

—Señor, vístase de curtidor Morand. Le devuelvo su palabra, está libre —y volviéndose a Geneviève añadió—: Señora, la consigna es Clavel y subterráne.

Y como si tuviera horror de permanecer en la habitación donde había pronunciado estas dos palabras que le convertían en traidor, abrió la ventana y saltó al jardín.