Capítulo XXVIII

Maurice se apresuró a ir a la sección para querellarse contra Simon, sin escuchar la opinión de Lorin, que era partidario de buscar la ayuda de algunos termópilas y matar al zapatero a la salida del Temple.

A la mañana siguiente, Maurice acudió a la sección y formuló su querella. Sin embargo, para su asombro, el presidente se hizo el sordo, diciendo que no podía tomar partido entre dos buenos ciudadanos amantes de la patria.

—Bien —dijo Maurice—; ahora sé lo que se debe hacer para merecer la reputación de buen ciudadano: reunir al pueblo para asesinar a un hombre que te molesta. A. partir de hoy, haré patriotismo como usted lo entiende, y lo experimentaré con Simon.

—Ciudadano Maurice —respondió el presidente—; quizá Simon ha hecho menos daño que tú en este asunto: ha descubierto una conspiración allí donde tú no has visto nada, cuando esa era tu obligación. Además, tienes convivencias, no sabemos si por azar o intencionadamente, con los enemigos de la nación, exactamente con el ciudadano Maison-Rouge; se te ha visto hablarle, estrecharle la mano.

—¿Dónde? ¿Cuándo? Ciudadano presidente —dijo Maurice llevado por la convicción de su inocencia—, mientes.

—Tu celo por la patria te lleva un poco lejos, ciudadano Maurice —dijo el presidente—, y te arrepentirás de lo que acabas de decir cuando te dé pruebas de que sólo he dicho la verdad. Aquí hay tres informes diferentes que te acusan.

—Vamos, ¿es que usted piensa que soy tan ingenuo como para creer en su caballero de Maison-Rouge? No es más que un fantasma de conspirador con el que siempre tienen una conspiración preparada para meter en ella a sus enemigos.

—Lee las denuncias.

—No leeré nada. Niego que nunca haya visto o hablado al caballero de Maison-Rouge. Quien no crea en mi palabra de honor que me lo diga, yo sabré responderle.

Terminada la sesión, el presidente se aproximó a Maurice y le dijo:

—Ven, Maurice, tengo que hablarte.

El presidente condujo a Maurice hasta un gabinete y le dijo:

—He conocido y estimado a tu padre, por eso te estimo a ti. Créeme, corres un gran peligro dejándote llevar por la falta de fe. Desde que se pierde la fe, se pierde la fidelidad. Tú no crees en los enemigos de la nación: de ahí procede el que pases a su lado sin verlos, y que te convierta en instrumento de sus complots sin sospecharlo.

Maurice se excusó diciendo que él era un patriota, pero no un fanático.

—Tú no crees en los conspiradores —dijo el presidente—; bien, dime, ¿crees en el clavel rojo por el que se ha guillotinado ayer a la hija de Tison? —Maurice se estremeció—. ¿Crees en el subterráneo abierto en el jardín del Temple, que comunica la cueva de la ciudadana Plumeau con cierta casa de la calle Corderie?

—No —dijo Maurice.

—Entonces, haz como el apóstol Tomás, ve a verlo.

—No estoy de guardia en el Temple y no se me dejará entrar.

—Ahora puede entrar al Temple todo el mundo. Lee este informe.

—¡Cómo! —exclamó Maurice leyendo el informe—. ¿Se traslada a la reina a la Conserjería?

—¿Crees que el comité de salud pública se ha basado en un sueño para adoptar una medida tan grave?

Después, el presidente tendió otro papel a Maurice: el recibo de Richard, el carcelero de la Conserjería, y le explicó que el traslado se había efectuado a las dos de la mañana.

Maurice se quedó pensativo. Y el presidente le dio a leer una nota del ministro de policía.

Maurice leyó:

Puesto que tenemos la certeza de que está en París el en otro tiempo caballero de Maison-Rouge, ya que ha sido visto en diferentes lugares, y ha dejado huellas de su paso en varios complots, felizmente frustrados, invito a todos los jefes de sección a redoblar la vigilancia.

Las señas del caballero de Maison-Rouge son: cinco pies y tres pulgadas, cabello rubio, ojos azules, nariz recta, barba castaña, mentón redondo, voz dulce, manos femeninas.

Treinta y cinco o treinta y seis años.

Ante las señas, una luz extraña atravesó el espíritu de Maurice; pensó en el joven que mandaba la tropa de petimetres que les había salvado la víspera a Lorin y a él, y que cargó tan resueltamente contra los marselleses con su sable de zapador.

—No juegues así con tu popularidad, Maurice —dijo el presidente—. Hoy la popularidad es la vida; la impopularidad, tenlo en cuenta, es la sospecha de traición…

Maurice no tenía nada que responder a esto. Dio las gracias a su viejo amigo y salió de la sección, dirigiéndose a la antigua calle Saint-Jacques.

Cuando llegó a casa del curtidor, Dixmer y Morand sujetaban a Geneviève, víctima de un violento ataque de nervios; de manera que, en vez de dejarle entrar libremente, como de costumbre, un criado le cortó el paso, y le dejó esperando en el jardín mientras iba a anunciarle. A Maurice le pareció que ocurría algo extraño en la casa: los curtidores no trabajaban y atravesaban el jardín con aire inquieto.

Dixmer acudió apresuradamente a buscarle y le invitó a entrar en la casa.

—¿Qué ocurre? —preguntó el joven.

—Geneviève sufre; peor aún, delira.

—Ya sabe usted, querido amigo, que en las enfermedades de las mujeres nadie sabe nada, sobre todo el marido.

Geneviève estaba echada en una especie de tumbona. Cerca de ella estaba Morand, que le hacía respirar sales.

—¡Héloïse! ¡Héloïse! —murmuró la joven a través de sus labios blancos y sus dientes apretados.

—¡Héloïse! —repitió Maurice con asombro.

Dixmer se apresuró a explicar que Geneviève había salido el día anterior en el momento de pasar la carreta que llevaba a la guillotina a una joven llamada Héloïse; desde entonces había sufrido varios ataques de nervios y no hacía otra cosa que repetir ese nombre.

—Lo que más le ha afectado es haber reconocido en la muchacha a la florista que le vendió los claveles que usted sabe.

—¡Maurice! —murmuraba Geneviève—. ¡Van a matar a Maurice! ¡A él, caballero, a él!

Un silencio profundo siguió a estas palabras.

—Maison-Rouge —murmuró Geneviève—, Maison-Rouge.

Maurice sintió como un rayo de sospecha, pero sólo era un rayo. Por otra parte, estaba demasiado emocionado con el sufrimiento de Geneviève para comentar estas pocas palabras.

—¿Han llamado a un médico? —preguntó.

—¡Oh! Esto no es nada —replicó Dixmer—; un poco de delirio, eso es todo.

Y cerró los brazos de Geneviève tan violentamente que ella abrió los ojos.

—¡Ah! Están todos aquí —dijo la joven—. Y Maurice también. Me siento feliz de verle, amigo mío; si usted supiera cómo he… —la joven se corrigió—. ¡Cómo hemos sufrido estos días!

—Sí —dijo Maurice—; aquí estamos todos. Tranquilícese y, sobre todo, acostúmbrese a no pronunciar un nombre que, en este momento, no está en olor de santidad, el del caballero de Maison-Rouge.

Y Maurice explicó que el caballero de Maison-Rouge haría bien escondiéndose, pues le buscaba el ayuntamiento, sus sabuesos tenían el olfato muy fino; además, sus empresas ya no podían favorecer a la reina puesto que la había trasladado a la Conserjería.

Al decir esto Maurice, Dixmer, Morand y Geneviève lanzaron un grito que el joven tomó por una exclamación de sorpresa.

—Así que, ¡adiós los planes del caballero de la reina! —continuó Maurice—. La Conserjería es más segura que el Temple.

Morand y Dixmer cambiaron entre sí una mirada que no advirtió el joven, y Geneviève palideció profundamente.

—Geneviève —dijo Dixmer—, debes acostarte; estás sufriendo.

Maurice comprendió que se le despedía; besó la mano de Geneviève y salió junto con Morand, que le acompañó hasta la calle, donde se separó de él para decir algo a un criado que sujetaba un caballo ensillado.

Maurice estaba preocupado; tomó por la calle Fossés-Saint-Victor y llegó hasta los muelles. Necesitaba reflexionar y se apoyó en el pretil del puente.