Habían transcurrido unas dos horas desde los acontecimientos que acabamos de contar.
Lorin había ido a casa de Maurice, pero este había salido y el joven entretuvo la espera hablando con Agésilas, que lustraba las botas de su patrón.
Por fin, tras una espera de casi dos horas, llegó Maurice y Lorin le contó que Artemisa estaba desesperada por haberle dicho el nombre de la florista.
—Hubiera hecho mejor dejando que las cosas siguieran su curso —dijo Maurice.
—Sí, y en este momento tú estarías en su puesto. Valiente razonamiento. ¡Y yo que venía a pedirte un consejo! Te creía más fuerte.
—No importa; de todas maneras, puedes pedírmelo.
Lorin dijo a su amigo que le gustaría intentar algo para tratar de salvar a Héloïse Tison, aunque sólo fuera realizar una gestión ante el Tribunal Revolucionario.
—Demasiado tarde —dijo Maurice—. Está condenada.
—La verdad, es espantoso ver perecer así a esta joven.
—Más espantoso es que mi salvación haya acarreado su muerte. El único consuelo que tenemos, es saber que conspiraba.
—¿Es que, poco o mucho, no conspira todo el mundo en estos tiempos que corren? Ha hecho como todo el mundo ¡Pobre mujer!
—No la llores demasiado, amigo mío, y sobre todo, no la llores muy alto —dijo Maurice—; porque nosotros cargamos con una parte de su culpa. Créeme, no hemos quedado completamente limpios de la acusación de complicidad que se nos ha hecho. Hoy, en la sección, he sido llamado girondino por el capitán de los cazadores de Saint-Leu, y he tenido que demostrarle su equivocación con el sable en la mano.
—¿Por eso vuelves tan tarde?
—Justamente.
—Pero ¿por qué no me has avisado?
—Porque en estos asuntos, tú eres incapaz de dominarte; para no hacer ruido, era necesario que todo terminara enseguida. Cada uno hemos elegido a quienes estaban más a mano.
—¿Y este canalla te había llamado girondino, a ti, Maurice, a un puro?
—Eso te prueba que con otra aventura por el estilo seremos impopulares; y tú sabes, Lorin, que en los días que vivimos el sinónimo de impopular es sospechoso.
—Lo sé muy bien —dijo Lorin—; y esa palabra hace temblar a los más valientes; no importa… me repugna dejar ir a la guillotina a la pobre Héloïse sin pedirle perdón.
—En fin, ¿qué quieres?
—Quisiera que tú, que no tienes nada que reprocharte respecto a ella, te quedaras aquí. Mi caso es distinto; puesto que no puedo hacer otra cosa, esperaré su paso, ¿comprendes?, y con tal que me tienda la mano…
—Entonces te acompañaré —dijo Maurice.
—Imposible, amigo mío; reflexiona: tú eres municipal, secretario de sección, se te ha puesto en entredicho; mientras que yo sólo he sido tu defensor; se te creería culpable; quédate aquí; yo no arriesgo nada e iré allí.
—Ve entonces; pero sé prudente.
Lorin sonrió, estrechó la mano de Maurice y salió. Este abrió su ventana para enviar a su amigo un triste adiós; luego, se dejó caer en un sofá y se quedó adormilado. Le despertó la entrada de su criado que le puso al corriente del intento de evasión de la reina llevado a cabo por el caballero de Maison-Rouge, como se decía en la calle. Las explicaciones de Agesilas eran muy confusas, se mezclaban en ellas lo verdadero y lo falso, lo posible y lo absurdo. Sin embargo, Maurice pudo llegar a una conclusión: todo partía del clavel que se había dado a la reina ante él mismo, comprado por él a la desgraciada florista. Este clavel contenía el plan de una conspiración que acababa de estallar.
En ese momento se aproximó un ruido de tambores, y Maurice oyó gritar en la calle:
—¡Gran conspiración en el Temple descubierta por el ciudadano Simon! ¡Gran conspiración en favor de la viuda Capeto descubierta en el Temple!
Maurice pensó en Lorin, que en medio de esta exaltación popular, iba a intentar tender la mano a la muchacha, exponiéndose a ser despedazado.
Cogió su sombrero, se abrochó el cinturón del sable, y en dos saltos se puso en la calle, dirigiéndose a la Conserjería: donde pensó que estaría su amigo.
Al final del muelle Mégisserie vio un grupo del que surgían picas y bayonetas; le pareció distinguir en el centro un uniforme de guardia nacional, y echó a correr hacia allí.
El guardia nacional capturado por la cohorte de marselleses era: Lorin que, pálido, con los labios apretados, la mirada amenazadora y la mano en el puño del sable, calculaba los golpes que se disponía a dar. A dos pasos suyos reía ferozmente Simon y le señalaba diciendo:
—Mirad; ese que veis ahí es uno a quien ayer he hecho arrojar del Temple por aristócrata; es uno de los que favorecen la correspondencia de claveles. Es el cómplice de la hija de Tison, que va a pasar ahora. ¿Le veis? Se pasea tranquilamente por el muelle mientras su cómplice va a la guillotina; y quizás ella era más que su cómplice, quizás era su amante, y él ha venido para decirle adiós o intentar salvarla.
Lorin desenfundó su sable al tiempo que la gente se separaba para dejar pasar a un hombre que apartaba a los espectadores con la cabeza gacha.
—Enhorabuena, Simon —dijo Maurice—. Sin duda lamentabas que yo no estuviera junto a mi amigo para hacer tu papel de acusador por todo lo alto. Denuncia, Simon, denuncia; aquí me tienes.
—A fe mía que llegas a propósito —dijo Simon—. Ese es el guapo Maurice Lindey, que ha sido acusado al tiempo que la joven Tison y se ha salvado porque es rico.
—¡A la horca! ¡A la horca! —gritaron los marselleses.
—Intentadlo —dijo Maurice.
Dio un paso adelante y pinchó en mitad de la frente, como para probar, a uno de los más ardientes degolladores, al que la sangre cegó enseguida.
—¡A muerte! —gritó este.
Los marselleses bajaron las picas, levantaron las hachas y montaron los fusiles; la gente se apartó asustada, y los dos amigos quedaron solos y expuestos a todos los golpes como una doble diana.
Se miraron con una última sonrisa, porque esperaban ser devorados por el torbellino que les amenazaba, cuando se abrió de golpe la puerta de la casa donde estaban apoyados y un enjambre de jóvenes, de los llamados petimetres, armados de sables y con pistolas a la cintura, cayó sobre los marselleses, organizándose una pelea terrible.
—¡Hurra! —gritaron los dos amigos animados por la ayuda, sin reflexionar que al combatir en las filas de los recién llegados, daban la razón a las acusaciones de Simon.
Ellos no pensaban en su salvación, pero otro pensaba por ellos. Un jovencito de veinticinco o veintiséis años, de ojos azules, que manejaba con destreza y ardor infinitos un sable de gastador, se situó junto a ellos y les dijo señalando la puerta que había dejado abierta:
—Huyan por esa puerta; lo que nosotros hacemos aquí no les atañe y les compromete inútilmente —y al ver que los dos amigos dudaban, gritó—: ¡Atrás! No queremos patriotas con nosotros; municipal Lindey, nosotros somos aristócratas.
Ante esta audacia de acusarse de algo que equivalía a la sentencia de muerte, la gente lanzó un grito. Pero el joven rublo y tres o cuatro de sus amigos empujaron a Maurice y a Lorin hacia la puerta, cerrándola tras ellos; luego, volvieron a mezclarse en la pelea, que había aumentado por la proximidad de la carreta.
Maurice y Lorin, salvados tan milagrosamente, se miraron asombrados. Todo parecía preparado de antemano; entraron a un patio, y al fondo de él encontraron una puertecilla disimulada que daba a la calle Saint-Germain-l’Auxerrois.
En ese momento desembocó del puente Change un destacamento de guardias, que desalojó rápidamente el muelle aunque en la calle transversal se escuchó durante un instante una lucha encarnizada.
Los guardias precedían a la carreta que conducía a la guillotina a la pobre Héloïse.
—¡Al galope! —gritó una voz—. ¡Al galope!
La carreta partió al galope, y Lorin distinguió a la desgraciada muchacha, de pie, con la sonrisa en los labios y los ojos fieros. Pero no pudo intercambiar con ella ni un gesto, y la joven pasó sin verle, entre un torbellino de gente que gritaba:
—¡Muerte a la aristócrata! ¡Muerte!
El ruido fue decreciendo al alejarse hacia las Tullerías. Al mismo tiempo, volvió a abrirse la puertecilla por donde habían salido Maurice y Lorin, apareciendo tres o cuatro petimetres sangrantes y con la ropa desgarrada. Probablemente era todo lo que quedaba de la pequeña tropa. El joven rubio salió el último.
—¡Esta causa está maldita! —dijo.
Y arrojando su sable mellado y sangrante se lanzó hacia la calle Lavandieres.