Capítulo XXVI

El municipal salió a llamar a sus compañeros para tomar lectura del proceso verbal procès-verbal no terminado por los municipales salientes.

La reina se quedó solo con su hermana y su hija. Las tres se miraron entre sí.

Madame Royale se arrojó a los brazos de la reina dio un beso y Madame Elisabeth se acercó a su hermana y le tendió la mano.

—Roguemos a Dios —dijo la hermana de María Antonieta—; pero en voz baja, para que nadie sospeche que rezamos.

Las mujeres rezaron y luego permanecieron en silencio.

Sonaron las doce. En el momento en que repercutía el último golpe en la campana de bronce: llegó de la escalera un ruido de armas.

—Son los centinelas que se relevan —dijo la reina—. Ahora vendrán a buscarnos.

La reina vio palidecer a su hermana y a su hija.

—Valor —dijo, palideciendo ella también.

—Son las doce —dijo una voz, abajo—. Que bajen las prisioneras.

—Aquí estamos, señores —respondió la reina, lanzando una última mirada a las negras paredes y a los muebles sencillos que habían acompañado su cautiverio.

Se abrió el primer pasillo: el corredor estaba sombrío, y en esta oscuridad, las tres cautivas podían disimular su emoción. Delante corría el pequeño Black, que al pasar ante la habitación que había ocupado el rey, se detuvo y empezó a gemir. La reina pasó de prisa, sin fuerzas para llamar a su perro y buscando una pared para apoyarse. Después de algunos pasos, le fallaron las piernas y tuvo que detenerse. Su hermana y su hija se acercaron a ella y las tres mujeres permanecieron inmóviles. Poco después se les unió Black.

—¿Bajan o no? —preguntó la voz.

—Vamos —dijo la reina.

Y acabó de bajar. Cuando las prisioneras llegaron al final de la escalera, el tambor convocó a la guardia, se hizo el silencio y se abrió lentamente la puerta.

Una mujer estaba sentada en el suelo: era la ciudadana Tison, a quien la reina no había visto desde hacía veinticuatro horas, ausencia que le había asombrado.

La mirada ávida de la reina buscó la cantina donde, sin duda, la esperaban sus amigos; pero al ruido de sus pasos, la ciudadana Tison separó sus manos, y la reina vio un rostro pálido y crispado bajo sus cabellos canosos.

El cambio era tan grande que la reina se detuvo atónita.

Entonces, con la lentitud de una persona a la que le falta la razón, la mujer fue a arrodillarse ante la puerta, cerrando el paso a María Antonieta.

—¿Qué quiere usted, buena mujer? —preguntó la reina.

—Él ha dicho que es necesario que usted me perdone.

—¿Quién?

—El hombre de la capa.

—Vamos —dijo el municipal—, deje pasar a la viuda Capeto; tiene permiso para pasear por el jardín.

—Ya lo sé —dijo la vieja—; por eso he venido a esperarla aquí; puesto que no se me ha dejado subir y tengo que pedirle perdón, era necesario que la esperase.

—¿Por qué no se te ha dejado subir? —preguntó la reina. La señora Tison se puso a reír.

—Porque pretenden que estoy loca.

La reina la miró, y vio en los ojos enajenados de la desgraciada relucir un reflejo extraño, esa luz vaga que indica la ausencia de pensamiento.

—¡Oh, Dios mío! —dijo—, ¡pobre mujer!, ¿qué le ha ocurrido?

—¿No lo sabe usted? Pero si usted lo sabe muy bien, porque la han condenado por usted.

—¿A quién?

—A Héloïse.

—¿Su hija? ¿Condenada? ¿Por qué?

—Porque ha vendido el ramo… el ramo de claveles… Pero ella no es florista; entonces, ¿cómo ha podido vender el ramo?

La reina tembló. Un lazo invisible relacionaba esta escena con la situación presente; comprendió que no había que perder tiempo en un diálogo inútil.

—Buena mujer —dijo—; le pido que me deje pasar; más tarde me contará todo eso.

—No, ahora; es preciso que usted me perdone; es necesario que yo la ayude a huir para que él salve a mi hija.

La reina se puso pálida como una muerta. Se volvió al municipal y dijo:

—Señor, tenga la bondad de apartar a esta mujer; ya ve que está loca.

—Vamos, madre —dijo el municipal—. Deje libre el campo.

Pero la ciudadana Tison se aferró a la pared.

—No —replicó—; es necesario que me perdone para que él salve a mi hija.

—Pero ¿quién?

—El hombre de la capa.

La hermana de la reina pidió a esta que dijera a la mujer algunas palabras de consuelo.

—Con mucho gusto —dijo la reina—. Creo que será lo más breve —y volviéndose a la mujer le preguntó—: Buena mujer, ¿qué desea? Diga.

—Quiero que me perdone todo lo que le he hecho sufrir por las injurias que le he dicho, por las denuncias que he hecho, y que, cuando usted vea al hombre de la capa, le ordene que salve a mi hija, puesto que él hace todo lo que usted quiere.

—No sé lo que significa eso del hombre de la capa; pero, si para tranquilizar su conciencia sólo necesita mi perdón por las ofensas que cree haberme hecho, la perdono sinceramente, con todo mi corazón.

La señora Tison exclamó con inmensa alegría:

—¡Él salvará a mi hija, puesto que usted me ha perdonado! ¡Su mano, señora, su mano!

La reina, asombrada y sin comprender nada, tendió su mano, que la señora Tison cogió con ardor, apoyando sus labios en ella.

En ese momento se oyó en la calle una voz ronca que anunciaba el arresto, juicio y condena a muerte de Héloïse Tison por conspiradora.

Apenas llegaron estas palabras al oído de la mujer, su figura se descompuso, se levantó sobre una rodilla y extendió los brazos para impedir el paso a la reina.

—¿Condenada? —exclamó—. Entonces, ¿no la ha salvado?, ¿es demasiado tarde?

La reina le expresó su sentimiento por la noticia que acababa de oír, compadeciéndose de ella de todo corazón, y le pidió que la dejara pasar, pero la mujer se opuso con todas sus fuerzas. Entonces, la reina pidió ayuda a los guardias nacionales, que se habían agrupado a su alrededor:

—¡Señores, en nombre del cielo! Si no quieren librarme de esta loca, déjenme volver a subir. No puedo soportar los reproches de esta mujer: aunque son injustos, me hieren.

Y la reina dejó escapar un doloroso sollozo.

—Sí, llora, hipócrita —gritó la loca—. Tu ramo le cuesta caro… Además, ella debería haberlo sospechado; así mueren los que te sirven. Acarreas la desgracia, austriaca: se ha matado a tus amigos, a tu marido, a tus defensores; por último, a mi hija.

¿Cuándo te matarán para que nadie más muera por ti?

—¡Por piedad, señora! —exclamó la reina—. Vea mi dolor, vea mis lágrimas.

Y María Antonieta trató de escapar, no con la esperanza de huir, sino maquinalmente, por huir de esta obsesión.

—No pasarás —gritó la vieja—; quieres huir, señora Veto… lo sé muy bien; el hombre de la capa me lo ha dicho; quieres unirte a los prusianos, pero no lo harás —continuó aferrándose a su ropa—. Yo te lo impediré. ¡A la horca con la señora Veto! ¡A las armas, ciudadanos! Marchemos, que una sangre impura…

Y con los brazos retorcidos, los grises cabellos en desorden, el rostro color de púrpura y los ojos inyectados en sangre, la desgraciada cayó al suelo, desgarrando el bajo de la ropa a la que se aferraba.

La reina, fuera de sí, iba a huir hacia un lado del jardín, cuando un grito terrible, acompañado de ladridos y un rumor extraño, vino a sacar de su estupor a los guardias nacionales, que atraídos por esta escena rodeaban a María Antonieta.

—¡A las armas!, ¡a las armas!, ¡traición! —gritaba Simon.

Cerca de este hombre que guardaba el dintel de la cabaña sable en mano, el pequeño Black ladraba con furor.

—¡A las armas todo el mundo! —gritó Simon—. Nos han traicionado; encerrad a la austriaca. ¡A las armas!, ¡a las armas!

Un oficial acudió junto a Simon, y este habló con él, mostrándole con ojos inflamados el interior de la cabaña. El oficial gritó:

—¡A las armas!

—¡Black! ¡Black! —llamó la reina adelantando algunos pasos.

Los guardias nacionales tomaron las armas y se precipitaron hacia la cabaña, mientras los municipales se apoderaban de la reina, de su hermana y de su hija, y las obligaban a pasar el portillo, que se cerró tras ellas.

—Ahí, ahí, bajo la trampa —gritó Simon—. He visto moverse la trampa, estoy seguro. Además, el perro de la austriaca ha ladrado contra los conspiradores, que quizás están en la cueva. Mirad, aún ladra.

En efecto, Black, animado por los gritos de Simon, redobló sus ladridos.

El oficial cogió la anilla de la trampa, y dos granaderos de los más vigorosos, viendo que no podía levantarla fueron a ayudarle, pero sin éxito.

Simon pidió a gritos que disparasen a través de la trampa, pero el oficial le hizo callar y ordenó a sus hombres que fueran a buscar unas hachas, al mismo tiempo que encargaba a un pelotón estar atento para disparar al interior de la cueva en cuanto se abriera la trampa.

Un chirrido de los tablones y un sobresalto súbito, anunciaron a los guardias que acababa de producirse un movimiento en el interior. Enseguida se escuchó un ruido subterráneo parecido al que produce una barrera de hierro al cerrarse.

Llegaron los zapadores y las hachas comenzaron a separar las planchas de madera. Veinte cañones de fusil apuntaron a la abertura que crecía segundo a segundo. Pero, por la abertura no se vio a nadie. El oficial encendió una antorcha y la lanzó a la cueva, que estaba vacía. Entonces se levantó la trampa, que cedió sin ofrecer la menor resistencia. El oficial se lanzó por la escalera y gritó:

—Seguidme.

La pared de la cueva estaba hundida; numerosos pasos habían apisonado el suelo húmedo, y un pasadizo de tres pies de ancho y cinco de alto se abría en dirección a la calle Corderie.

El oficial se aventuró por el agujero, decidido a perseguir a los aristócratas hasta las entrañas de la tierra; pero apenas avanzó tres o cuatro pasos, se vio frenado por una reja de hierro.

—¡Alto! —dijo a los que empujaban por detrás—. No se puede ir más lejos: hay un impedimento físico.

Los municipales, tras encerrar a las prisioneras, acudieron a la cueva para enterarse de lo que sucedía. El oficial les explicó que los aristócratas pretendían llevarse a la reina durante el paseo y que ella, probablemente, estaba en connivencia con ellos.

—¡Peste! —gritó un municipal—. Que se avise al ciudadano Santerre y se prevenga al ayuntamiento.

—Soldados —dijo el oficial—, quedaos en la cueva y matad a quien se presente.

El oficial, tras dar la orden, subió para hacer su informe.

—¡Qué! —gritaba Simon frotándose las manos—. ¿Dirán ahora que estoy loco? Bravo, Black, eres un buen patriota, has salvado a la República. Ven, ven aquí.

Y el bandido, cuando se acercó el perro, le dio una patada que le envió a veinte pasos.

—Black —dijo—, tú harás que le corten el cuello a tu dueña. Ven aquí, Black, ven.

Pero el perro, en lugar de obedecer, tomó el camino de la fortaleza lanzando aullidos.