Durante todo el día se buscó en el patio, el jardín y los alrededores el papelito que causaba tanto revuelo y que, no podía ponerse en duda, encerraba un complot.
Se interrogó a la reina tras separarla de su hermana y su hija; pero no respondió otra cosa sino que se había encontrado en la escalera con una joven que llevaba un ramo de flores y se había contentado con coger un clavel de los que le había ofrecido; sin embargo, lo había cogido con consentimiento del municipal. Cuando le llegó su turno a Maurice, confirmó la declaración de la reina, y añadió que era imposible la existencia de un complot, ya que él mismo había propuesto a la ciudadana Dixmer la visita a la reina, y las flores se las había comprado a una florista en la esquina de la calle Vieilles-Audriettes, eligiendo el ramo entre diez o doce por parecerle el mejor.
—Pero, durante el camino se ha podido meter en él la nota —objetó el presidente.
—Imposible, ciudadano. No he dejado un minuto a la señora Dixmer, y para poner una nota en cada flor, según pretende el ciudadano Simon, se necesitaría medio día.
—¿Y no se pueden haber colocado entre esas flores dos notas preparadas de antemano?
—La prisionera ha cogido una al azar delante de mí, tras haber rehusado todo el ramo.
—Entonces, según tu opinión, ¿no ha existido complot?
—Sí lo ha habido, y yo soy el primero en afirmarlo; sólo que ese complot no procede de mis amigos. Sin embargo, como es preciso no exponer a la nación a ningún recelo, ofrezco una satisfacción y me constituyo en prisionero.
—Nada de eso —respondió Santerre—, ¿es que se trata de gente probada, como tú? Si tú te constituyes prisionero para responder de tus amigos, yo me constituyo prisionero para responder de ti. La cosa es simple: no hay denuncia en regla, ¿no? Nadie sabrá lo que ha ocurrido. Redoblemos la vigilancia, tú, sobre todo, y llegaremos a conocer el fondo del asunto con evidente claridad.
—Gracias, comandante —dijo Maurice—. Pero yo le responderé lo mismo que usted haría en mi lugar: no debemos permanecer aquí, es preciso encontrar a la florista.
—La florista está lejos; pero, estate tranquilo: se la buscará. Tú vigila a tus amigos, yo vigilaré en lo correspondiente a la prisión.
No se había contado con Simon, pero este tenía sus planes; llegó al final de la sesión para pedir noticias y se enteró de la decisión del ayuntamiento; al saber que sólo faltaba una denuncia en regla para dar curso al asunto, pidió cinco minutos.
—¿De qué se trata? —preguntó el presidente.
—Se trata de la valerosa ciudadana Tison, que denuncia los manejos sórdidos del partidario de los aristócratas Maurice, y las ramificaciones de otro falso patriota llamado Lorin —dijo el zapatero.
—¡Ten cuidado, Simon! Tu celo por la nación te enajena —dijo el presidente—; Maurice Lindey y Hyacinte Lorin son patriotas probados.
—Eso se verá en el tribunal.
—Piénsalo bien, Simon; será un proceso escandaloso para todos los buenos patriotas.
—Escandaloso o no, ¿a mí qué me importa?, ¿acaso temo yo al escándalo? Al menos, se sabrá toda la verdad sobre los traidores.
—Entonces, ¿persistes en denunciar en nombre de la señora Tison?
Simon se mantuvo firme y el presidente aseguró que se detendría a Maurice, que había vuelto al Temple, donde le esperaba una nota que decía:
Habiéndose interrumpido nuestra guardia violentamente, creo que no podré verte hasta mañana: ven a desayunar conmigo, así me pondrás al corriente de las tramas y conspiraciones descubiertas por maese Simon.
Por más que afirme Simon
que un clavel causó este mal,
yo preguntaré a la rosa
y la verdad me dirá.
Mañana te contaré lo que haya contestado Artemisa. Tu amigo,
Lorin
Mauricio contestó:
Nada nuevo; duerme en paz esta noche y desayuna mañana sin mí; vistos los incidentes de la jornada, probablemente no saldré antes de mediodía.
Quisiera ser el céfiro para poder enviar un beso a la rosa de quien hablas.
Te permito silbar mi prosa como yo silbo tus versos.
Tu amigo,
Maurice
P. S. Creo, por otra parte, que la conspiración sólo era una falsa alarma.
Lorin había salido del Temple a las once y se había dirigido a casa de Artemisa. La mujer se mostró encantada de verle y salieron a pasear por los muelles. Habían recorrido el muelle del carbón hablando de política; Lorin contaba su expulsión del Temple y buscaba las causas que la podían haber provocado cuando, al llegar a la altura de la calle Barres, vieron a una florista que, como ellos, subía por la orilla derecha del Sena. Artemisa pidió a Lorin que le comprara un ramo de flores y aceleraron para alcanzar a la florista, que caminaba deprisa.
Al llegar al puente Marie, la joven se detuvo, se inclinó sobre el pretil y vació su cesto en el río. Las flores sueltas y los ramos revolotearon un momento en el aire, flotaron en la superficie del agua y fueron arrastrados por la corriente. Artemisa miraba asombrada a la florista, que se volvió hacia ella, y se puso un dedo en los labios como para pedir silencio y desapareció.
Lorin preguntó a Artemisa si la conocía y ella vaciló un momento.
—No. Al principio había creído pero, seguramente me he equivocado.
—Sin embargo, ella le ha hecho una señal —insistió Lorin.
—¿Por qué será florista ahora? —se preguntó Artemisa.
—Luego, ¿confiesa que la conoce?
—Sí, es una florista a quien compro a veces.
—En cualquier caso, tiene una manera muy singular de despachar su mercancía.
Y los dos, tras lanzar una última mirada a las flores, siguieron su camino. El incidente no tuvo confirmación por el momento. Sin embargo, como era raro y presentaba cierto carácter misterioso, se grabó en la imaginación poética de Lorin.
La denuncia de la señora Tison contra Maurice y Lorin levantó un gran alboroto en el club de los jacobinos, y el ayuntamiento avisó a Maurice que su libertad estaba amenazada por la indignación pública. El aviso era una invitación que se hacía al joven municipal para esconderse si era culpable; pero Maurice, con la conciencia tranquila, permaneció en el Temple, y cuando fueron a arrestarle, le encontraron en su puesto.
Firme en su decisión de no acusar a ninguno de sus amigos, de los que estaba seguro, pero dispuesto a no sacrificarse ridículamente guardando silencio, Maurice denunció a la florista.
Lorin volvió a su casa a las cinco de la tarde y se enteró de la detención de Maurice y la denuncia que había hecho.
Inmediatamente le vino a la memoria la florista del puente Marie tirando sus flores al Sena. Estaba seguro de que esta extraña florista, medio conocida de Artemisa, era la explicación del misterio.
Salió de su habitación, descendió los cuatro pisos como si tuviera alas en los pies y corrió a casa de la diosa Razón, a la que encontró bordando su traje de divinidad. Lorin le contó lo que ocurría y le preguntó quién era la florista, pero la joven contestó que no podía decírselo.
—Diosa, a usted nada le es imposible.
—Estoy comprometida por mi honor a guardar silencio.
Lorin insistió, explicándole que su cabeza y la de Maurice estaban en juego; pero la joven se mantenía firme en su decisión. En ese momento, el asistente de Lorin se precipitó en la habitación gritando:
—¡Ciudadano, sálvate, sálvate! La policía se ha presentado en tu casa; mientras echaban abajo la puerta, yo he pasado a la casa vecina por el tejado y he corrido hasta aquí para avisarte.
Artemisa lanzó un grito terrible, y Lorin aprovechó su confusión para que le confesara el nombre de la falsa florista, que se llamaba Héloïse Tison y vivía en el número 24 de la calle Nonandieres.
Al oír el nombre, Lorin lanzó un grito y salió a toda prisa. Todavía no había alcanzado el final de la calle cuando llegó una carta a casa de Artemisa. La misiva contenía estas líneas:
Querida amiga, ni una palabra sobre mí; la revelación de mi nombre me perdería indefectiblemente… Espera a mañana para nombrarme, porque esta tarde abandonaré París.
Tuya. Sofía.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la futura diosa—. Si hubiera podido adivinar esto habría esperado hasta mañana.
Y se abalanzó a la ventana para llamar a Lorin si aún era tiempo, pero él ya había desaparecido.