Capítulo XXII

Con el corazón embargado de celestial alegría regresó Mauricio a su puesto y encontró a la señora Tison llorando. El joven le preguntó qué le ocurría.

—Que estoy furiosa —respondió la carcelera—. Todo es injusticia para los pobres; usted es rico y burgués, y se le permite traer visitas que regalan ramos de flores a la austriaca; a mí, que vivo perpetuamente en el palomar, se me prohíbe ver a mi hija.

Maurice le tomó la mano y le deslizó en ella un asignado[14] de diez libras.

—Tome y tenga valor —le dijo—, la austriaca no durará eternamente.

En el momento en que la mujer tomaba la nota y le daba las gracias, llegó Simon, que escuchó las palabras de la mujer y observó como se guardaba el asignado en un bolsillo.

En el patio, Simon se había encontrado con Lorin; al verle había palidecido y, sacando un lapicero del bolsillo de su casaca, había aparentado escribir una nota en una hoja de papel casi tan sucia como sus manos.

—¿Sabes escribir desde que eres preceptor del Capeto? Mirad, ciudadanos; palabra de honor que está apuntando; es Simon el censor.

Los guardias nacionales estallaron en risas, y Simon amenazó a Lorin con denunciarle por haber permitido la entrada en la fortaleza a dos extraños. Luego, al ver salir a Morand y Geneviève se lanzó escaleras arriba y llegó a tiempo para ver como Maurice entregaba el asignado a la señora Tison.

—Ciudadana, ¿quieres hacerte guillotinar? —preguntó Simon.

—¿Yo? ¿Porqué?

—¡Cómo! Recibes dinero de los municipales por dejar entrar a los aristócratas a las habitaciones de la austriaca.

—¿Yo? Cállate. Estás loco.

—Eso constará en el proceso verbal.

—Vamos; eran amigos del municipal Maurice, uno de los mejores patriotas que existen.

—De los conspiradores, diría yo; el ayuntamiento será informado y juzgará.

—¿Es que me vas a denunciar, espía?

—Exactamente; a menos que te denuncies tú misma.

—Pero, si no ha ocurrido nada.

Simon acosó a preguntas a la mujer, y esta le puso al corriente de que los visitantes habían hablado dos palabras con la reina, la cual había cogido un clavel del ramo que llevaba la ciudadana Dixmer. En ese momento, Simon recogió del suelo un clavel pisoteado. Maurice, que escuchaba todo algo apartado, intervino con voz amenazadora y dijo a Simon que él mismo le había dado el clavel a la reina, indicándole a continuación que no tenía nada que hacer en la fortaleza y que su puesto de verdugo estaba abajo.

—¡Ah! Me amenazas y me llamas verdugo —exclamó Simon, deshaciendo la flor entre sus dedos—. Ya veremos si está permitido a los aristócratas… ¡Eh!, ¿qué es esto?

Y ante la mirada del estupefacto Maurice, Simon extrajo del cáliz de la flor un papelito enrollado con cuidado exquisito.

—Ahora veremos de qué se trata —dijo aproximándose al tragaluz—. Tu amigo Lorin dice que no sé leer; ahora vas a ver.

La nota estaba escrita con letra tan pequeña que Simon tuvo que detenerse para buscar las gafas; mientras lo hacía, dejó la nota en el alféizar del tragaluz; en ese momento, Agrícola abrió la puerta, se estableció una corriente de aire, y la nota voló como si fuera una pluma. Simon, preocupado en la búsqueda de sus gafas, no se dio cuenta, y cuando las encontró y se las puso en la nariz, buscó el papel inútilmente. Acusó a Maurice de la desaparición y se fue escaleras abajo.

Diez minutos después, entraban en la fortaleza tres miembros del ayuntamiento. La reina estaba todavía en la terraza y se había dado orden de dejarla en la más perfecta ignorancia de lo que ocurría. Los miembros del ayuntamiento se hicieron conducir ante ella, y lo primero que vieron fue el clavel rojo, que aún tenía en la mano. Lo miraron sorprendidos y le pidieron que se lo entregara.

La reina, que no esperaba esta interrupción, se estremeció y se mantuvo indecisa; pero Maurice le rogó que entregara el clavel y ella obedeció. El presidente de la diputación lo cogió y, seguido de sus colegas, pasó a una sala vecina para hacer la investigación y disponer el proceso verbal.

Se abrió la flor y se comprobó que estaba vacía. Maurice respiró aliviado; pero uno de los diputados observó que al clavel le faltaba el corazón, sin duda porque había ocultado una nota.

—Estoy dispuesto a dar todas las explicaciones necesarias —dijo Maurice—; pero, ante todo, pido que se me arreste. Respondo con mi vida de los amigos que he tenido la imprudencia de traer conmigo.

El presidente le respondió que tomaban nota de su proposición, pero que él era un buen patriota y no tenía que responder por nadie.

En ese momento se oyó un gran revuelo en los corredores. Era Simón, que después de haber buscado inútilmente la nota que el viento le arrebatara, se había ido en derechura a buscar a Santerre, y refiriéndole la tentativa de rapto de la reina con todos los accesorios.