Capítulo XXI

La reina acababa de levantarse. Estaba enferma desde hacía dos o tres días y se quedaba en la cama más tiempo del habitual. Sabiendo por su hermana que lucía un sol espléndido, había hecho un esfuerzo y, para que su hija pudiera tomar el aire, había solicitado permiso para pasearse por la terraza, lo que se le había concedido sin dificultad.

Tenía otra razón para decidirse: en una ocasión había visto al delfín desde la terraza y quería subir por si le veía de nuevo.

Por último, había aún otro motivo: su hermana le había dicho que en el pasillo habían encontrado una señal que significaba que algún amigo se acercaba.

Cumplidas las exigencias del servicio, Maurice era una especie de amo de la fortaleza del Temple, cuya guardia diurna le había correspondido.

—Bien, ciudadano municipal —le dijo la señora Tison—, ¿usted se trae compañía para ver a nuestros pichones? Yo soy la única condenada a no ver a mi pobre Sophie.

—Son unos amigos míos que nunca han visto a la viuda Capeto.

—Estarán de maravilla tras la vidriera.

—Seguro —dijo Morand.

—Sólo que debemos tener el aire de los curiosos crueles que, desde el otro lado de una reja, gozan con los sufrimientos de un prisionero —dijo Geneviève.

—¿Y por qué no lleva a sus amigos al camino de la torre? —dijo la señora Tison—. La Capeto se pasea hoy por allí con su hermana y su hija.

Geneviève cambió una mirada con Morand.

—Amigo mío —dijo la joven—, la ciudadana tiene razón. Si usted quisiera colocarme en un sitio por donde pase María Antonieta, me repugnaría menos que verla desde aquí. Me parece que esta manera de observar a las personas es humillante para ellas y para nosotros.

—¡Pardiez, ciudadana! —exclamó uno de los colegas de Maurice, que estaba en la antecámara desayunando pan con salchichas—. Si usted fuera la prisionera y la viuda Capeto tuviera curiosidad de verla, no pondría tantos cuidados para darse ese gusto, la bribona.

Geneviève se volvió a Morand para comprobar el efecto que le hacían estas injurias. En efecto, Morand se estremeció y sus puños se crisparon.

—¿Cómo se llama ese municipal? —preguntó la joven a Maurice.

—Es el ciudadano Mercevault, un cantero.

Mercevault le oyó y lanzó una mirada de reojo sobre Maurice.

—Vamos, vamos —dijo la señora Tison—; termina tu salchicha y tu media botella, que quiero recoger la mesa.

—¿No es culpa de la austriaca si las acabo a estas horas? —refunfuñó el municipal—. Si ella hubiera podido hacerme matar el diez de agosto, lo hubiera hecho sin vacilar; el día en que ella estire la pata, yo estaré en primera fila, firme en mi puesto.

Morand palideció como un muerto.

Geneviève pidió al joven que les llevara rápidamente al lugar prometido, y él les condujo a un pasillo del piso alto, donde les instaló de manera que las prisioneras tuvieran que pasar ante ellos cuando subieran.

Como el paseo estaba señalado para las diez y sólo faltaban unos minutos para esa hora, Maurice no dejó solos a sus amigos, y para evitar cualquier sospecha, retuvo a su lado al ciudadano Agrícola, al que se había encontrado por el camino.

Sonaron las diez.

—¡Abrid! —gritó abajo la voz de Santerre.

Enseguida la guardia tomó sus armas y los centinelas aprestaron las suyas; se cerraron las rejas y el patio resonó con un ruido de hierros, piedras y pasos que impresionó vivamente a Morand y Geneviève, porque Maurice vio palidecer a ambos.

—¡Cuántas precauciones para guardar a tres mujeres! —murmuró Geneviève.

—Sí —dijo Morand—; si los que intentan liberarlas estuvieran aquí y vieran esto, desistirían de su empeño.

—Así lo espero —respondió Maurice. E inclinándose sobre la barandilla de la escalera, dijo—: ¡Atención! Ya están aquí las prisioneras.

Geneviève pidió a Maurice que le indicara cuál de las tres mujeres era la reina; así lo hizo el municipal, y la joven avanzó un paso, mientras Morand retrocedía hasta quedar apoyado contra la pared.

La hermana y la hija de María Antonieta pasaron de largo, tras lanzar a los extraños una mirada de asombro; la primera pensó que serían los amigos anunciados por las señales, y dejó caer su pañuelo para advertir a la reina. Esta llegó ante Geneviève y se detuvo para admirar sus flores; rápida como el pensamiento, Geneviève tendió su mano hacia ella para ofrecerle el ramo. Entonces, María Antonieta levantó la cabeza, y un imperceptible rubor apareció en su frente descolorida.

Maurice, por la costumbre pasiva de la obediencia al reglamento, extendió la mano para sujetar el brazo de Geneviève. La reina permaneció dudosa, y mirando a Maurice, le reconoció como el joven municipal que acostumbraba a hablarla con firmeza, pero con respeto.

—¿Está prohibido, señor? —preguntó.

—No, no, señora —dijo Maurice—. Geneviève, puede ofrecerle su ramo.

—¡Oh! Gracias, gracias, señor —exclamó la reina.

Y saludando a Geneviève, María Antonieta escogió un clavel del ramo.

—Coja el ramo entero, señora —dijo Geneviève tímidamente.

—No —dijo la reina—. Este ramo puede ser de una persona a la que usted ame y no quiero privada de él.

Geneviève se ruborizó, lo que hizo sonreír a la reina.

—Vamos, ciudadana Capeto —dijo Agrícola—; continúe su camino.

Cuando se marchó la reina, Morand murmuró:

—No me ha visto.

—Pero usted la ha visto bien, ¿no es cierto, Morand?, ¿verdad Geneviève?

Geneviève reconoció que la había visto muy bien y aseguró que le había parecido muy hermosa. Sin embargo, Morand no daba su opinión.

—Dígame —preguntó Maurice a Geneviève en voz baja y riendo—, ¿no será de la reina de quién está enamorado Morand?

Geneviève se estremeció; pero, reponiéndose, dijo rápidamente y riendo también que tenía todo el aspecto de ello.

—Morand, no me dice usted que le ha parecido —insistió Maurice.

—La he encontrado muy pálida —respondió.

Maurice tomó el brazo de la joven y la condujo hacia el patio. En la oscuridad de la escalera le pareció que Geneviève le besaba la mano.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó.

—Quiere decir que nunca olvidaré que ha arriesgado su cabeza por un capricho mío.

—Eso es una exageración. Además, usted sabe que no es su agradecimiento lo que deseo.

Geneviève le apretó dulcemente el brazo. Morand les seguía titubeante. Llegaron al patio; Lorin reconoció a los dos visitantes y les dejó salir del Temple.

Geneviève antes de marcharse obtuvo de Mauricio que al siguiente día iría a comer a la antigua calle de Saint Jacobo.