Capítulo XX

Por fin llegó el jueves en que Maurice estaba de guardia.

Corría el mes de junio. El cielo era azul oscuro, y sobre este velo de índigo destacaba el blanco de las casas nuevas.

Maurice debía entrar en el Temple a las nueve; sus dos colegas eran Mercevault y Agrícola. A las ocho estaba en la antigua calle Saint-Jacques vestido de municipal.

Geneviève y Morand ya estaban preparados; este último tenía aspecto fatigado, y dijo que había estado trabajando toda la noche para acabar una tarea urgente. Dixmer no estaba: había salido tan pronto como llegó su amigo Morand.

—¿Ha decidido usted cómo veremos a la reina? —preguntó Geneviève.

—Escuche —contestó Maurice—. Tengo trazado el plan: llego con ustedes al Temple, les recomiendo a mi amigo Lorin, que manda la guardia, voy a ocupar mi puesto, y cuando llegue el momento favorable les voy a buscar. Verán a las prisioneras durante su comida a través de la vidriera de los municipales.

—¡Perfecto! —dijo Morand.

Maurice le vio aproximarse al armario del comedor y apurar un vaso de vino. Esto le sorprendió. Morand era muy sobrio, y no bebía más que agua manchada de vino. Geneviève observó la mirada de Maurice y se apresuró a decir:

—Se mata con su trabajo, este desdichado Morand. Es capaz de no haber tomado nada desde ayer por la mañana.

—Entonces, ¿no ha comido aquí? —preguntó Maurice.

—No; hace experimentos en la ciudad.

Morand añadió al vaso de vino una rebanada de pan que engulló precipitadamente.

—Y ahora —dijo— estoy dispuesto, ciudadano Maurice; partiremos cuando usted quiera.

Maurice ofreció su brazo a Geneviève diciendo:

—Partamos.

Cruzaron la ciudad camino del Temple. A medida que avanzaban, el paso de Maurice se hacía más ligero, mientras el de sus acompañantes se retrasaba.

En la esquina de la calle Vieilles-Audriettes una florista les cerró el paso, presentándoles su cesto cargado de flores. Maurice le compró un ramo de claveles rojos que regaló a Geneviève.

Siguieron su camino, y a las nueve llegaron al Temple, justo en el momento en que Santerre llamaba a los municipales.

—Estoy aquí —dijo Maurice, dejando a Geneviève al cuidado de Morand.

Santerre le dio la bienvenida y le preguntó quién era Geneviève y qué hacía allí.

—Es la esposa de Dixmer, ¿no has oído hablar de este bravo patriota?

—Sí, sí; un curtidor, capitán de cazadores de la legión Victor.

—El mismo.

Santerre alabó la belleza de la joven y preguntó quién era la especie de mamarracho que la tenía del brazo.

—Es el ciudadano Morand, socio de su marido y cazador de la compañía Dixmer.

Santerre se aproximó a Geneviève, le dio los buenos días y le preguntó qué hacía allí.

—La ciudadana no ha visto nunca a la viuda Capeto y quisiera verla —dijo Maurice.

—Sí, antes que… —dijo Santerre; e hizo un gesto atroz.

—Exacto —respondió Maurice fríamente.

—Bien —dijo Santerre—. Trata de que no se la vea entrar en la fortaleza; sería un mal ejemplo; por lo demás, tengo confianza en ti.

Santerre estrechó la mano de Maurice, hizo con la cabeza una señal amistosa y protectora a Geneviève y se alejó de ellos.

Maurice tomó el brazo de Geneviève y, seguidos por Morand, se dirigieron hacia la puerta, donde Lorin mandaba las maniobras de su batallón. Cuando las compañías estuvieron en sus puestos, Lorin se acercó a su amigo, se hicieron las presentaciones, y Maurice explicó la presencia en el Temple de Geneviève y Morand.

—Sí, sí, comprendo —dijo Lorin—; quieres que el ciudadano y la ciudadana puedan entrar en la fortaleza: eso es fácil, voy a situar a los centinelas y les diré que te dejen pasar con tu compañía.

Diez minutos más tarde, Geneviève y Morand entraban detrás de los tres municipales y se situaban detrás de la vidriera.