Capítulo XIX

Morand parecía haber recuperado su espíritu brillante, y dijo mil locuras con la más imperturbable seriedad. Habló luego de sus múltiples viajes por el mundo a causa de su negocio de pieles: conocía Egipto como Herodoto, África como Levaillant, y la Opera y los salones como un petimetre. Maurice estaba asombrado de sus conocimientos, y Morand le aseguró que no hacía sino prepararse para la vida de placer que pensaba llevar cuando fuera rico.

—Usted habla como un viejo, ¿qué edad tiene?

Morand se estremeció ante una pregunta tan natural.

—Treinta y ocho años.

Luego, al señalar Maurice que había viajado mucho, Morand confesó que había pasado una parte de su juventud en el extranjero, lo había visto todo menos dos cosas: la primera era Dios, y la segunda un rey.

—Debería haber visto usted al último —dijo Maurice—; hubiera sido conveniente.

—Resultado: que no me hago la menor idea de una frente coronada; debe ser muy triste, ¿no?

—Muy triste, en efecto; se lo digo yo que veo una casi una vez al mes.

—¿Una frente coronada? —preguntó Geneviève.

—Al menos ha llevado el pesado y doloroso fardo de la corona.

—¡Ah! Sí, la reina —dijo Morand—. Tiene razón; debe de ser un lúgubre espectáculo.

—¿Es tan hermosa y altiva como se dice? —preguntó Geneviève.

—¿No la ha visto usted nunca? —preguntó a su vez Maurice.

—¿Yo? Nunca.

—En verdad, es extraño.

—¿Por qué es extraño? Hemos vivido en provincias hasta el noventa y uno; después, en la calle Saint-Jacques, que se parece mucho a la provincia, si no es porque jamás tiene sol, ni aire, ni flores. Usted conoce mi vida, ciudadano Maurice: siempre ha sido igual; ¿cómo quiere que haya visto a la reina? Nunca se me ha presentado la ocasión.

—Y creo que no la aprovechará cuando, desgraciadamente, se le presente —dijo Maurice.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Geneviève.

—El ciudadano Maurice hace alusión a algo que no es un secreto —replicó Morand—: La posible condena de Mana Antonieta y la muerte en el mismo cadalso que su marido.

—Confieso que, sin embargo, me hubiera gustado ver a esta pobre mujer —dijo Geneviève.

—Veamos —dijo Maurice—. ¿Lo desea usted de verdad? Si es así, sólo tiene que decir una palabra.

—¿Usted podría conseguir que yo viera a la reina? —exclamó Geneviève.

—Nada más simple. Se desconfía de algunos municipales; pero yo he dado suficientes pruebas de mi devoción a la causa para no estar entre ellos. Por otra parte, las entradas al Temple dependen de los municipales y los jefes de puesto conjuntamente. El Jefe de puesto es mi amigo Lorin. Bien, venga a buscarme al Temple el día que yo esté de guardia, es decir, el jueves próximo.

Geneviève se negó a aceptar, alegando que no quería exponer a Maurice a algún conflicto desagradable, y que si le sucedía algo por un capricho suyo, no podría perdonárselo jamas. Morand era de la misma opinión que Geneviève.

—Se diría que está usted celoso, Morand, y que no habiendo visto nunca un rey o una reina, no quiere que los otros lo vean. No discutamos más, forme parte del grupo —y como Morand, pese a todo, se negara, añadió—: Ahora no es la ciudadana Dixmer quien desea ir al Temple; soy yo quien le pide, lo mismo que a usted, que venga a distraer a un pobre prisionero. Porque una vez cerrada la puerta, soy tan prisionero como lo sería un rey —apretó con sus pies el pie de Geneviève, y dijo—: Venga, se lo suplico.

Geneviève pidió a Morand que la acompañara, pero este puso como disculpa su trabajo, y la joven dijo que tampoco iría ella, ya que no contaba con la compañía de su marido.

—En ese caso —dijo Morand—; si cree indispensable mi presencia…

Maurice le pidió que fuera galante y sacrificara medio día a la esposa de su amigo. Morand aceptó, y el joven les pidió que fueran discretos, pues cualquier accidente podría llevarlos a la guillotina.

Geneviève advirtió a Morand para que no se distrajera y recordara que la fecha acordada era el jueves siguiente, no fuera a comenzar el miércoles algún experimento químico que pudiera mantenerle ocupado durante veinticuatro horas. Morand aseguró que lo tendría presente.

Geneviève se levantó de la mesa y Maurice la imitó. Morand iba a hacer lo mismo cuando se presentó un obrero con una ampollita de líquido que atrajo su atención.

—Apresurémonos —dijo Maurice, arrastrando a Geneviève.

—¡Oh! Esté tranquilo —replicó ella—; tiene al menos para una hora.

Y la joven le abandonó su mano, que él estrechó dulcemente entre las suyas.

Al pasar por el jardín, la joven le mostró los claveles marchitos, culpándole de su abandono.

—Sin embargo —replicó Maurice—, exigen muy poco: solamente algo de agua, y mi marcha le dejó mucho tiempo para regarlos.

—¡Ah! —dijo Geneviève—. Si las flores se regaran con lágrimas, estos pobres claveles, como usted los llama, no estarían muertos.

Maurice la rodeó con sus brazos, la aproximó vivamente contra él, y antes de que ella tuviera tiempo de defenderse, acercó sus labios al ojo medio sonriente, medio lánguido, que miraba la desolada maceta de claveles.

Geneviève tenía tantas cosas que reprocharse que fue indulgente.

Dixmer regresó tarde, y encontró en el jardín a Morand, Geneviève y Maurice hablando de botánica.