Capítulo XVIII

Pasada la embriaguez de las primeras miradas, Maurice había encontrado muy por debajo de sus previsiones la recepción que le había hecho Geneviève.

Él contaba con la soledad para recuperar su afecto, pero Geneviève tenía su plan dispuesto y contaba con no proporcionarle ocasión para una conversación a solas. Ese día había acudido a visitarla una parienta y Geneviève la retuvo a su lado, pidiendo luego a Maurice que la acompañara hasta su casa, en la calle Fossés-Saint-Victor. Maurice se marchó enfurruñado, pero Geneviève le sonrió y él lo tomó por una promesa.

Sin embargo se equivocaba. Al día siguiente, 2 de junio, día que vio la caída de los girondinos, Maurice se despidió de Lorin, que pretendía llevarle a la Convención, y dejó todo para ir a ver a su amiga, a la que encontró en su saloncito, acompañada por una doncella que marcaba pañuelos junto a una ventana. Maurice se impacientó al comprobar que Geneviève no despedía a la oficiosa joven, y se marchó una hora antes que de costumbre.

Al día siguiente, Geneviève llevó a cabo el mismo manejo. Maurice había preparado su plan: diez minutos después de llegar, viendo que tras haber marcado una docena de pañuelos, la doncella se disponía a hacerlo con seis docenas de servilletas, Maurice sacó su reloj, se levantó, saludó a Geneviève y partió sin decir palabra ni volverse una sola vez. La joven quedó consternada por el efecto de su diplomacia.

En ese momento entró Dixmer, al que extrañó la repentina marcha de Maurice; ordenó a la doncella que les dejara solos y preguntó a su esposa si ya había hecho las paces con Maurice. La joven explicó que, por el contrario, sus relaciones estaban más frías que nunca, y opinó que quizá todo se debía a Muguet, la doncella, a la que Maurice parecía haber cogido ojeriza.

—¿De veras? —dijo Dixmer—. Entonces habrá que despedir a la chica. No me privaré de un amigo como Maurice por una doncella.

—Creo que él no exigiría que se la eche de casa —dijo Geneviève—. Le bastaría con que se marchara de mi habitación.

Al oírlo, Dixmer llenó de reproches a su esposa por la falta de colaboración que demostraba en el momento en que necesitaban a Maurice más confiado que nunca.

—Pero ¿no hay otro medio? —preguntó Geneviève—. Para todos nosotros sería mejor que Maurice se mantuviera alejado.

—Sí; para todos nosotros puede ser; pero, para la que está por encima de todos nosotros, para aquella a quien hemos jurado sacrificarle nuestra fortuna, nuestra vida, nuestro honor inclusive, hace falta que vuelva ese hombre; ¿sabe usted que se sospecha de Turgy y que se habla de poner otro sirviente a las princesas?

—Está bien —dijo Geneviève—; despediré a Muguet.

Dixmer se impacientó y le dijo que hiciera lo que creyera su deber. Al día siguiente él no comería con ellos, porque sustituiría a Morand en el puesto de ingeniero, pero este tenía que pedir a Maurice algo importante.

—Es la última esperanza de este hombre tan bueno y sacrificado —añadió—; de este protector suyo y mío por el que debemos dar nuestra vida. No sé cómo ha ocurrido, pero usted no ha sabido hacer que Maurice apreciara a este hombre, cuando eso era lo más importante. De manera que ahora, en la pésima disposición de espíritu en que le ha puesto, quizá Maurice rehusará lo que él le pida y que debemos obtener a cualquier precio. ¿Quiere usted que le diga a dónde llevarán a Morand todas estas delicadezas y sentimentalismos suyos?

—¡Oh! No hablemos de esto.

—Bien; sea fuerte y reflexione —replicó Dixmer besando la frente de su esposa y saliendo de la habitación.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Geneviève con angustia—. ¡Qué de presiones para que acepte este amor hacia el que vuela mi alma entera!

Al día siguiente era decad[13]. En la familia Dixmer, como en todas las familias burguesas de la época, existía la costumbre de hacer el domingo una comida más larga y ceremoniosa que los otros días. Ese día, aunque no se empezaba a comer hasta las dos, Maurice llegaba a las doce.

Sin embargo, a la una de la tarde, todavía no había llegado Maurice. Dado como se había ido el día anterior, Geneviève desesperaba de verle. Llegó casi el momento de sentarse a la mesa.

A las dos menos dos minutos, Geneviève escuchó los cascos del caballo de Maurice y se dijo:

—¡Oh! Aquí está. Su orgullo no ha podido con su amor. ¡Me ama!, ¡me ama!

Maurice saltó del caballo y entregó las bridas al jardinero. Geneviève vio con inquietud que este no se llevaba al animal a la cuadra, y al entrar Maurice, le preguntó:

—Comerá con nosotros, ¿verdad?

—Al contrario, ciudadana —dijo Maurice con tono frío—. Venía a pedirle permiso para ausentarme. Los asuntos de mi sección me reclaman. Temía que me estuvieran esperando y se me tildara de maleducado. He ahí por qué he venido.

Ella insistió en que se quedara y le explicó que su marido no comía con ellos ese día y le había pedido que le retuviera.

—¡Ah! Comprendo su insistencia; es una orden de su marido. ¡Y yo que no lo había sospechado! Jamás me corregiré de mis fatuidades. Pero si Dixmer no está aquí, razón de más para que yo no me quede. Su ausencia será una contrariedad para usted; porque desde mi vuelta, usted parece tener a gala evitarme. Yo he vuelto sólo por usted; y desde que he vuelto, siempre encuentro a otros distintos que usted.

—Vamos, ya se ha enfadado; y sin embargo, yo hago cuanto puedo.

—No; podría hacerlo mejor aún: recibirme como antes o despedirme de una vez.

—Veamos Maurice —dijo Geneviève tiernamente—; comprenda mi situación, adivine mis angustias y no sea tirano conmigo.

La joven se aproximó a él y le miró con tristeza. Maurice calló.

—Pero ¿qué es lo que quiere usted? —dijo ella.

—Quiero amarla, porque no puedo vivir sin este amor.

—Maurice, ¡por piedad!

—Entonces, déjeme morir.

—¿Morir?

—Sí, morir u olvidar.

—¿Usted podría olvidar? —exclamó Geneviève, con lágrimas en los ojos.

—¡Oh! No, no —murmuró Maurice, cayendo de rodillas—; morir quizás, olvidar jamás.

—Y sin embargo, sería lo mejor —dijo Geneviève—; porque este amor es criminal.

—¿Le ha dicho usted esto al señor Morand?

—El señor Morand no es un loco como usted; y nunca he tenido necesidad de indicarle el comportamiento que debe observar en casa de un amigo.

Maurice continuó manifestándose celoso de Morand, y Geneviève le aseguró que el socio de su marido nunca le había dirigido una palabra de amor, porque amaba a una mujer que eclipsaba a todas las demás.

—Entonces, si usted no me ama… ¿podría jurarme al menos que no ama a otro? —preguntó Maurice.

—Se lo juro de todo corazón.

Maurice tomó las manos de Geneviève y las cubrió de besos ardientes.

Prometió a la joven ser confiado y generoso, e intentar no exigir de ella nada más. Se oyeron pasos en el patio, y los dos jóvenes se estrecharon la mano furtivamente.

Llegó Morand para anunciarles que les estaban esperando para sentarse a la mesa. Pasaron al comedor, donde estaban preparados tres cubiertos en una mesa estrecha. Se sentaron y Maurice buscó con los suyos el pie de Geneviève; al primer contacto, la vio enrojecer, pero el piececito permaneció tranquilo, inmóvil entre los suyos.