En el momento de levantarse de la mesa, avisaron a Dixmer que su notario le esperaba; se excusó con Maurice y salió.
Se trataba de la compra de una casita en la calle de la Corderie, frente al jardín del Temple. Era más la compra de un emplazamiento que de una casa lo que hacía Dixmer, porque el edificio estaba ruinoso. La negociación con el propietario no había sido larga; esa misma mañana le había visitado el notario y se habían puesto de acuerdo en 19 500 libras. El propietario debía desocupar el edificio ese mismo día, y los obreros acudirían allí al día siguiente.
Firmado el contrato, Dixmer y Morand fueron con el notario a la calle de la Corderie para ver su nueva adquisición. Era una casa de tres pisos rematada por una buhardilla. El bajo había estado alquilado a un negociante de vinos y poseía magníficos sótanos. El propietario ensalzó los sótanos, pero Dixmer y Morand no parecieron interesarse por ellos, aunque condescendieron a bajar a lo que el propietario llamaba sus subterráneos.
Los sótanos eran soberbios, y uno de ellos se extendía bajo la calle de la Corderie. Dixmer y Morand hablaron de hacer cegar los sótanos que, excelentes para un negociante de vinos, resultaban inútiles para un buen burgués que pensaba ocupar toda la casa.
Tras las bodegas visitaron los pisos. Desde el tercero se dominaba completamente el jardín del Temple. Los dos hombres reconocieron a la viuda Plumeau; pero, sin duda, su deseo de ser reconocidos no era grande, pues se mantuvieron ocultos tras el propietario.
El comprador quiso ver las buhardillas. El propietario no llevaba la llave encima, pero bajó rápidamente a buscarla.
—No me había equivocado —dijo Morand—, esta casa sirve de maravilla para nuestro propósito; en cuanto a la bodega, es una ayuda de la Providencia, pues nos ahorrará dos días de trabajo. Aunque se desvía un poco a la izquierda de la cantina, podremos desembocar con seguridad en el lugar deseado.
Dixmer era partidario de hacer desde el tercer piso una señal convenida; aunque la reina no podría verla por estar la torre situada a mayor altura, Dixmer opinaba que quizá la observaran Toulan o Mauny. De manera que hizo unos nudos en el bajo de una cortina y la hizo pasar a través de la ventana, como si la hubiera empujado el viento.
Luego salieron del piso y lo cerraron con llave, para evitar que el propietario advirtiera la cortina colgante y la devolviera a su posición.
Las buhardillas no alcanzaban la altura de la torre; esto era a la vez una dificultad y una ventaja: una dificultad porque desde ellas no se podía comunicar con la reina; una ventaja porque esta imposibilidad descartaba toda sospecha.
Luego, bajaron junto al notario, que esperaba en el salón para firmar el contrato.
—Ya sabes, ciudadano, que la cláusula principal es que la casa me será entregada esta misma tarde —dijo Dixmer—, a fin de que mañana los obreros puedan empezar con ella.
El propietario aseguró que a las ocho estaría libre la casa. Entonces Dixmer preguntó por la salida a la calle Porte-Foin. El propietario la había hecho cerrar porque daba demasiado trabajo a su criado, pero podía volver a abrirse con un trabajo de dos horas.
Dixmer y Morand salieron de la casa, y a las nueve de la noche volvían a ella de nuevo, seguidos por cinco o seis hombres a los que nadie prestó atención.
Entraron los dos, cerraron las contraventanas con el mayor cuidado, y encendieron unas bujías que Morand había llevado consigo. Poco después entraron los cinco o seis hombres uno tras otro: eran los invitados habituales del curtidor.
Cerraron las puertas y descendieron al sótano. Después, taparon todas las aberturas por donde podía lanzarse al interior una mirada curiosa.
A continuación, Morand colocó un tonel vado, y empezó a trazar líneas geométricas en un papel. Mientras dibujaba, sus compañeros salían de la casa dirigidos por Dixmer, seguían la calle Corderie y en la esquina de la calle Beauce se detenían junto a un coche cubierto.
En el coche había un hombre que entregó a cada uno una herramienta de zapador. Los hombres ocultaron las herramientas bajo sus abrigos, volvieron a la casita y el coche desapareció.
Morand había terminado su trabajo; se dirigió a una esquina de la cueva y dijo:
—Caven ahí.
Y los zapadores se pusieron a la obra inmediatamente.
La situación de las prisioneras del Temple se hacía cada vez más grave. Por un instante, las tres mujeres habían conservado una ligera esperanza; los municipales Toulan y Lepitre habían sentido compasión por las augustas prisioneras y les habían demostrado cierto interés, aunque al principio las pobres mujeres habían desconfiado.
La primera vez que llegó el turno de Toulan y Lepitre, la reina les pidió, si era cierto que se interesaban por su suerte, que le contaran los detalles de la muerte del rey. Lepitre había asistido a la ejecución y obedeció la orden de la reina.
La reina pidió los periódicos que relataban la ejecución, y Lepitre prometió llevárselos en la próxima guardia, que tendría lugar tres semanas después.
En tiempos del rey había en el Temple cuatro municipales, pero muerto el monarca sólo había tres: uno que vigilaba durante el día, y dos por la noche. Toulan y Lepitre idearon un ardid para estar siempre juntos en la guardia nocturna.
Normalmente se sorteaban los turnos metiendo en un sombrero tres papeletas, dos con la palabra noche y una con la palabra día. Cada vez que Lepitre y Toulan estaban de guardia, escribían la palabra día en los tres boletos y presentaban el sombrero al municipal que querían dejar solo. Luego, destruían las otras dos papeletas, murmurando contra el azar, que les daba siempre el turno de noche.
Cuando la reina estuvo segura de sus dos vigilantes, les puso en contacto con el caballero de Maison-Rouge. Entonces se preparó una evasión. La reina y su hermana debían huir disfrazadas de oficiales municipales. En cuanto a los niños, se había observado que el hombre encargado de encender los quinqués del Temple llevaba siempre con él a dos niños de la misma edad que los príncipes, y se dispuso que Turgy se pondría el uniforme de farolero y se llevaría consigo a la princesa y el delfín.
Turgy era un antiguo camarero del rey, llevado al Temple con una parte del servicio de las Tullerías, por deseo del rey, que quería su comedor bien organizado. El primer mes, este servicio costó a la nación treinta o cuarenta mil francos.
Como es comprensible, no podía durar semejante prodigalidad. El ayuntamiento puso coto y se despidió a cocineros y marmitones[12]; sólo fue conservado un sirviente: Turgy, el cual, como podía salir y, por tanto, llevar notas y traer respuestas, era el intermediario natural entre las prisioneras y sus partidarios.
Las notas solían ir enrolladas en el tapón de las garrafas de leche de almendra que le llevaban a la reina. Estaban escritas con limón, y las letras permanecían invisibles hasta que se aproximaban al fuego.
Todo estaba preparado para la evasión cuando un día, Tison encendió su pipa con el tapón de una garrafa. A medida que el papel ardía, vio aparecer los caracteres. Apagó la nota y, medio quemada, la llevó al consejo del Temple, donde sólo pudieron leer algunas palabras sin sentido, pues la mayor parte del papel estaba reducido a cenizas.
Sin embargo se pudo reconocer la letra de la reina, y Tison contó algunos favores que había creído observar por parte de Lepitre y Toulan hacia las prisioneras. Los dos hombres fueron denunciados a la municipalidad y no pudieron volver a entrar en el Temple.
Quedaba Turgy; pero la desconfianza se elevó al más alto grado, y jamás se le dejaba solo con las princesas. Toda comunicación con el exterior se había hecho imposible.
Un día, la hermana de la reina entregó a Turgy un cuchillito para que lo limpiara. Turgy dudaba y al limpiarlo quitó el mango; este contenía una nota: un alfabeto de señales.
Turgy devolvió el cuchillo, pero un municipal que estaba allí se lo arrancó de las manos y le quitó el mango. Afortunadamente la nota ya no estaba allí y el municipal devolvió el cuchillo.
Fue entonces cuando el infatigable caballero de Maison-Rouge había pensado una segunda evasión, que iba a llevarse a cabo por medio de la casa que acababa de comprar Dixmer.
Ese día, la reina había escuchado con espanto los gritos que se lanzaban en la calle contra los girondinos. La cena se sirvió a las siete, y los municipales examinaron cada plato, cada servilleta, incluso el pan y las nueces; luego, indicaron a las prisioneras que podían sentarse a la mesa. La reina iba a rehusar, alegando que no tenía hambre, cuando su hija se le acercó y le dijo en voz muy baja.
—Sentaos a la mesa, señora; creo que Turgy os ha hecho una seña.
La reina se estremeció y miró a Turgy, que estaba frente a ella y se tocaba el ojo con la mano derecha.
La reina ocupó su sitio en la mesa y no perdió de vista al sirviente, cuyos gestos eran tan naturales que no podían inspirar ninguna desconfianza a los municipales.
Terminada la cena se recogió el servicio con las mismas precauciones que se había colocado: las más pequeñas migas de pan fueron recogidas y examinadas.
Se retiró Turgy y a continuación lo hicieron los municipales, pero se quedó la señora Tison.
Esta mujer se había vuelto feroz desde que se la había separado de su hija, cuya suerte ignoraba por completo. Tantas veces como la reina abrazaba a la princesa le entraban accesos de rabia que parecían locura; de manera que la reina, cuyo corazón comprendía estos dolores de madre, se detenía a menudo en el momento en que iba a procurarse este consuelo de apretar a su hija contra su pecho, el único que le quedaba.
Tison llegó a buscar a su esposa, pero ella dijo que no se retiraría hasta que no estuviera acostada la viuda Capeto.
La hermana de la reina pasó a la habitación de al lado, mientras María Antonieta y su hija se desnudaban y se acostaban; entonces, la señora Tison tomó la bujía y salió.
Los municipales ya estaban acostados en sus catres del corredor.
Por un instante todo fue calma y silencio en la habitación; luego, una puerta giró dulcemente sobre sus goznes y una sombra se aproximó a la cabecera de la reina: era su hermana.
—¿Habéis comprendido las señales? —preguntó.
—Sí —contestó la reina—, y no puedo terminar de creérmelas.
—Repitamos los signos.
—Al principio se ha tocado el ojo para indicarnos que había una novedad; luego, se ha pasado la servilleta del brazo izquierdo al derecho, lo que quiere decir que se ocupa de nuestra liberación; después se ha llevado la mano a la frente, en señal de que la ayuda que nos anuncia viene del interior y no del extranjero. Más tarde, cuando le he dicho que no se olvidara de la leche de almendras para mañana, ha hecho dos nudos en su pañuelo; así que se trata del caballero de Maison-Rouge. ¡Noble corazón!
La reina pidió a su hija que rezara por el caballero y durante cinco minutos se escuchó la plegaria de la princesa en el silencio de la habitación.
Este era justo el momento en que, bajo la indicación de Morand, se daban los primeros golpes de piqueta en la casita de la calle Corderie.