Maurice no hubiera sido más rápido si hubiera tenido alas.
Las calles estaban llenas de gente, pero Maurice sólo reparaba en ella porque entorpecían su carrera; se decía en los grupos que la Convención estaba asediada, que se ofendía a la soberanía del pueblo en sus representantes; y todo esto tenía alguna posibilidad de ser verdad, porque se oía tocar a arrebato y tronar el cañón de alarma.
Maurice corría ajeno a todo, imaginando que Geneviève le esperaría en la ventanita del jardín para recibirle con su mejor sonrisa. Pero se equivocaba: Geneviève se había prometido no mostrarle más que una educación fría, débil dique que ella oponía al torrente que amenazaba inundar su corazón. Se había retirado a la habitación del primer piso y no descendería hasta que se la llamara. Pero también se equivocaba.
El único que no se equivocaba era Dixmer, que esperaba a Maurice detrás de una reja y sonreía irónicamente.
Maurice empujó la puertecilla del jardín y resonó la campanilla de esta. Geneviève tembló al reconocer por el tintineo quién había entrado, y dejó caer la cortina que había entreabierto.
Dixmer corrió hasta el joven y le estrechó entre sus brazos con gritos de alegría. Entonces bajó Geneviève; se había dado unos golpes en las mejillas para colorearlas, pero apenas había descendido los veinte escalones cuando el carmín forzado había desaparecido.
Maurice vio aparecer a Geneviève en la penumbra de la puerta; avanzó hacia ella para besarle la mano. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que había cambiado la joven que, por su parte, observó con temor la delgadez de Maurice, así como el brillo febril de su mirada.
Dixmer cortó rápidamente los exámenes prolongados y las recriminaciones recíprocas. Hizo servir la comida, porque eran casi las dos.
Al pasar al comedor, Maurice observó que su cubierto estaba dispuesto. Entonces llegó Morand y el joven estuvo con él tan afectuoso como pudo.
Geneviève había recobrado su serenidad; encontrándose feliz, se hizo dueña de sí misma; es decir, calma y fría, aunque afectuosa.
La conversación recayó sobre la diosa Razón; la caída de los girondinos y el nuevo culto eran los dos acontecimientos del día. Dixmer pretendió que no le hubiera disgustado ver recaer este honor en Geneviève. Maurice esbozó una sonrisa. Pero Geneviève era de la opinión de su marido y el joven miró a los dos, asombrado de que el patriotismo pudiera enajenar a un espíritu tan equilibrado como el de Dixmer y a una naturaleza tan poética como la de Geneviève.
Morand desarrolló una teoría de la mujer política, remontándose desde Theroigne de Mericourt, la heroína del 10 de agosto, a la señora Roland, el alma de la gironda. Luego, lanzó algunas pullas contra las calceteras[11]. Estas palabras hicieron sonreír a Maurice. Eran bromas crueles contra estas patriotas, conocidas más tarde con el horroroso nombre de «lame guillotinas».
—Ciudadano Morand —dijo Dixmer—; respetemos el patriotismo aunque sea trasnochado.
—Yo pienso —dijo Maurice— que las mujeres, si no son demasiado aristócratas, son siempre bastante patriotas.
Morand opinó que encontraba despreciable a la mujer que adopta las costumbres de los hombres, y cobarde al hombre que insulta a una mujer, aunque sea su peor enemiga. Con ello llevaba a Maurice a un terreno delicado; este asintió con un signo afirmativo. Entonces intervino Dixmer:
—Un momento, ciudadano Morand; espero que exceptúe a las mujeres enemigas de la nación.
Siguió un silencio que rompió Maurice:
—No exceptuemos a nadie; las mujeres que han sido enemigas de la nación, me parece que están bastante castigadas.
—¿Se refiere a las prisioneras del Temple?, ¿a la austríaca, a su hermana y a la hija del Capeto? —preguntó Dixmer.
—Justamente —dijo Maurice—; hablo de ellas.
—¿Es cierto lo que se dice? —preguntó Morand—, ¿qué a veces las prisioneras son maltratadas por los mismos que deberían protegerlas?
—Hay hombres que no merecen tal nombre —dijo Maurice—. Hay cobardes que no han combatido, y que necesitan torturar a los vencidos para persuadirse de que son los vencedores.
—Usted no es de esos —exclamó Geneviève—. Estoy segura.
—Señora —respondió Maurice—, yo he hecho guardia junto al cadalso en que ha perecido el difunto rey. Tenía el sable en la mano y estaba allí para matar a cualquiera que hubiera pretendido salvarle. Sin embargo, cuando llegó cerca de mí dije a mis hombres:
»Ciudadanos, os prevengo que atravesaré con mi sable al primero que insulte al rey.
»Desafío a cualquiera que diga que un sólo grito ha partido de mi compañía. Soy yo también quien ha escrito el primero de los diez mil panfletos que se pegaron en París cuando el rey volvió de Varennes:
»Quien aclame al rey será apaleado; quien le insulte será colgad.
—Bien —continuó Maurice sin observar el terrible efecto que sus palabras producían en la asamblea—, en esa ocasión he probado que soy un buen patriota, que detesto al rey y a sus partidarios. Ahora bien, pese a la certidumbre que tengo sobre la culpabilidad de la austriaca en las desgracias que padece Francia, declaro que nadie, aunque sea el mismo Santerre, insultará a la exreina en mi presencia.
—Ciudadano —dijo Dixmer—, ¿sabe que hay que estar muy seguro para decir semejantes cosas ante nosotros?
Maurice contestó que diría lo mismo en cualquier parte; él no temía a las mujeres y respetaría siempre a los débiles.
Morand quiso cerciorarse de que Maurice no perseguía a los niños.
—¿Yo? Pregunte al infame Simon por el peso del brazo del municipal ante el que ha tenido la audacia de pegar al pequeño Capeto.
—Entonces, ¿es usted el municipal de quien tanto se ha hablado, y que tan noblemente ha defendido al niño?
—¿Se ha hablado? —preguntó Maurice con una ingenuidad casi sublime.
—He ahí un corazón noble —dijo Morand, levantándose de la mesa y retirándose al taller como si le reclamara un trabajo urgente.
—Sí, ciudadano —respondió Dixmer—; se ha hablado; y debe decirse que todas las personas de corazón y valor le han alabado sin conocerle.
—Dejémosle en el anonimato —dijo Geneviève—; la gloria que nosotros le daríamos sería demasiado peligrosa.
De esta manera en aquella conversación singular cada uno sin saberlo, había pronunciado su palabra de heroísmo, de abnegación y de sensibilidad, y para que nada faltase, hasta había resonado el hermoso grito del amor.