Maurice estaba seriamente enfermo. Lorin había acudido regularmente a verle, haciendo todo lo posible por distraerle. Pero hay enfermos que no se quieren curar.
El 1 de junio Lorin llegó hacia la una.
—¿Qué hay de particular? —preguntó Maurice—. Estás espléndido.
En efecto, Lorin llevaba el traje de rigor: gorro rojo, casaca y cinturón tricolor adornado con dos pistolas.
—En lo general, está a punto de llevarse a cabo la derrota de la gironda, en este momento se calientan las balas de cañón en la plaza del Carrousel. En lo particular, hay una gran solemnidad a la que te invito para pasado mañana.
—Pero ¿qué hay para hoy?
—Hoy tenemos la repetición de la gran solemnidad. Ya sabes que hemos suprimido a Dios, reemplazándole por el Ser Supremo. Pero, como parece que es un moderado, y todo sale mal desde que está en lo alto, nuestros legisladores han decretado su caída. Ahora vamos a adorar un poco a la diosa Razón.
—¿Y tú te entrometes en todas esas mascaradas?
—Amigo mío, si conocieras como yo a la diosa Razón, serías uno de sus más fervientes admiradores. Escucha, quiero que la conozcas; te la presentaré.
—Déjame tranquilo con tus locuras. Estoy triste, tú lo sabes.
—Razón de más, ¡voto a bríos! Ella te alegrará, es una buena chica… ¡Eh!, pero si tú conoces a la austera diosa que los parisienses van a coronar de laureles y pasear en un carro de papel dorado. Es… adivina…
—¿Cómo quieres que adivine?
—Es Artemisa. Una morenaza a la que conocí el año pasado… en el baile de la Opera. Ella es quien tiene más posibilidades; yo la he presentado al concurso y todos los Termópilas me han prometido sus votos. Dentro de tres días será la elección. Hoy celebraremos una comida preparatoria y derramaremos el champaña; pasado mañana, quizá derramaremos la sangre. Pero, que se derrame lo que se quiera, ¡Artemisa será diosa o que el diablo me lleve! Ven, le pondremos la túnica.
—Gracias, siempre he sentido repugnancia por ese tipo de cosas.
—¿Por vestir a las diosas? Bien, veamos si esto puede distraerte: yo le pondré la túnica y tú se la quitarás.
Maurice replicó que estaba enfermo y sin alegría, y se quedaba en la cama. Lorin se rascó la oreja y dijo:
—Ya veo de que se trata: esperas a la diosa Razón.
Maurice aseguró que los amigos espirituales resultaban muy molestos, y se disponía a maldecir cuando entró su criado con una carta. El joven tendió la mano descuidadamente, pero apenas la hubo tocado, se estremeció, devoró con la mirada la letra y el sello, rompió este y leyó con toda su alma las pocas líneas de Geneviève. Releyó la carta varias veces y después se quedó mirando a Lorin como atontado.
—¡Diablo! —exclamó Lorin—. Parece que encierra buenas noticias.
Maurice releyó la carta una vez más, lanzó un profundo suspiro y, olvidando de pronto su enfermedad, saltó de la cama.
—¡Mi ropa! —gritó al estupefacto criado—. ¡Oh!, querido Lorin, lo aguardaba a diario pero, la verdad, no lo esperaba. Un calzón blanco, una camisa con chorreras; ¡qué se me peine y afeite inmediatamente!
El criado se apresuró a ejecutar las órdenes de Maurice.
—¡Volverla a ver! —exclamó Maurice—. En verdad no he sabido hasta ahora lo que era la felicidad.
—Pobre Mauricio, dijo Lorin, creo que tienes necesidad de hacer la visita que te aconsejaba.
—¡Oh!, querido amigo, exclamó Mauricio, perdóname, porque he perdido mi razón.
—En ese caso yo te ofrezco la mía, dijo Lorin riéndose al poner en juego esas palabras equívocas.
Lo más extraordinario fue que Mauricio a quien sin duda la felicidad había hecho ya menos escrupuloso, se rio también, y no solo eso, sino que además cortó un pie de naranjo cubierto de flores y le dijo a Lorin:
—Toma, ves a ofrecer de mi parte este ramo a la diosa viuda de Mausoleo.
—¡Lo haré con mucho gusto! —dijo Lorin, esto es lo que se llama una bella galantería y por lo tanto te perdono. Por otra parte según todas las apariencias es de entender que estás enamorado y yo profeso siempre el más profundo respeto a los grandes infortunios.
Sí, estoy enamorado, exclamó Mauricio, con el corazón palpitante de alegría; estoy enamorado, y ahora puedo confesarlo, puesto que ella me ama; porque eso de escribirme prueba que me ama, ¿no es verdad, Lorin?
—No cabe duda respondió el adorador de la diosa Razón; pero andate con cuidado, Mauricio, porque sí decir verdad tu alegría me da que temer.
No escuches cuando una Ejeria
te declara amor sincero
que a veces son falsedades
y del Dios Cupido enredos.
La mujer es muy astuta
y al hombre cautiva luego,
yo que adoro a la razón
no temas que pierda el seso.
—¡Bravo!, ¡bravo! —exclamó Mauricio palmoteando—. ¡Bravísimo!
Y en esto echó a correr con toda su alma, bajó la escalera de cuatro en cuatro escalones; llegó al muelle y se encaminó hacia la tan conocida calle de Saint-Jacques.
Lorin aseguró al criado que Maurice estaba peor de lo que creía, y descendió la escalera con paso tranquilo. Apenas llegó el joven a la calle Saint-Honoré, con su azahar en flor en la mano, una turba de jóvenes le siguieron respetuosamente, tomándole por uno de los virtuosos a los que Saint-Just había propuesto ofrecer un traje blanco y un ramo de azahar. Como el cortejo crecía sin cesar, porque resultaba raro un hombre virtuoso, cuando el ramo de flores le fue ofrecido a Artemisa se habían congregado varios miles de jóvenes; y este homenaje levantó dolor de cabeza a muchas otras razones que estaban presentes.
Esa misma tarde se extendió por París la famosa canción:
¡Viva la diosa Razón!
Llama pura, dulce luz.
Y como que hasta el presente se ha ignorado él nombre de su autor, cuya circunstancia ha ejercitado mucho la sagacidad de los arqueólogos revolucionarios, casi nos atrevemos a suponer que fue hecha en obsequio de la bella Artemisa por nuestro amigo Jacinto Lorin.