Capítulo XIV

La misma mañana en que sucedía lo que acabamos de contar, Geneviève se preguntaba por qué, desde hacía tres semanas, los días eran tan tristes y transcurrían tan lentamente. Contemplaba unos claveles que Maurice le había enseñado a cultivar y que ahora estaban marchitos. La joven inclinó dulcemente la cabeza, besó uno de los capullos marchitos y rompió a llorar.

Su marido entró justo en el momento en que ella se secaba los ojos. Pero Dixmer estaba tan preocupado por sus propios pensamientos que no adivinó la crisis de su esposa, ni puso atención en el delator enrojecimiento de sus párpados. Geneviève, al verle, se levantó rápidamente y se situó de espaldas a la ventana, en la semipenumbra.

—¿Y bien? —dijo ella.

—Nada nuevo; imposible aproximarse a él; imposible pasarle nada, incluso verla.

—¡Qué! ¿Con todo ese alboroto que ha habido en París?

—Precisamente ese alboroto ha redoblado la desconfianza de los vigilantes; se ha temido que se aprovechara la agitación general para hacer alguna tentativa en el Temple; y en el momento en que Su Majestad iba a subir a la terraza, Santerre ha dado la orden de no dejar salir a la reina. El caballero estaba desesperado al ver cómo se nos escapaba esta ocasión.

—Pero ¿no estaba en el Temple ningún municipal conocido?

—Debía estar uno: el ciudadano Maurice Lindey; pero no ha ido porque se encontraba enfermo. Aunque si hubiera estado quizá sería lo mismo. Como estamos enemistados, puede que hubiera evitado hablarme.

—Creo que usted exagera la gravedad de la situación; el señor Lindey puede tener el capricho de no volver por aquí, pero en absoluto es nuestro enemigo.

—Geneviève, lo que esperábamos de Maurice no era demasiado para una amistad real y profunda. Esta amistad se ha roto y ya no hay esperanza por nuestra parte.

—Entonces, ¿por qué no intenta otra gestión con él?

—No. Ya he hecho todo lo que se podía hacer. Una nueva gestión despertaría sus sospechas. Además, creo que hay una herida en el fondo de su corazón. Usted está convencida, como yo, de que en nuestra ruptura con el ciudadano Lindey hay algo más que un capricho; quizá sea el orgullo. Mi gestión lo hubiera compensado todo si el agravio proviniera de mí; pero ¿y si proviniera de usted?

—¿De mí? ¿Y cómo quiere que yo haya agraviado a Maurice?

—¿Quién sabe, con semejante carácter? ¿No ha sido usted la primera en acusarle de capricho? Me mantengo en mi antigua idea: usted ha hecho mal no escribiendo a Maurice.

—¡Yo! ¿Usted piensa eso?

—No sólo lo pienso, sino que lo he pensado mucho durante las tres semanas que dura la ruptura.

—¡Dixmer, no exija eso de mí! —exclamó Geneviève.

—Usted sabe que nunca le exijo nada; sólo suplico. Le suplico que escriba una carta al ciudadano Maurice. —Geneviève intentó protestar, pero Dixmer la interrumpió—. Escuche: o existen graves motivos de enojo entre Maurice y usted, o su enfado proviene de alguna cosa infantil. Si es así, sería una locura eternizarlo; si el motivo es serio, dada nuestra situación, no deben contar nuestra dignidad y amor propio. Haga un esfuerzo; escriba al ciudadano Maurice Lindey y él volverá.

Geneviève reflexionó un instante.

—Pero ¿no se podría encontrar un medio menos comprometedor de hacer volver la buena inteligencia entre usted y Maurice?

—¿Comprometedor? Me parece el medio más natural.

—No para mí.

—Es usted obstinada, Geneviève.

—¡Dios mío! ¿Es posible que no comprenda las causas de mi resistencia y me obligue a hablar?

Geneviève inclinó la cabeza sobre el pecho y dejó caer los brazos a lo largo de los costados con gesto de abatimiento. Dixmer tomó su mano y estalló en una risa que parecía forzada.

—Ya veo de qué se trata —dijo—. Tiene razón. He estado ciego. Usted, con todo su espíritu y distinción, se ha dejado prender en una banalidad, ha tenido miedo de que Maurice se enamorara de usted. He adivinado, ¿no? Tranquilícese. Conozco a Maurice; es un feroz republicano sin otro amor que el de la patria.

—¿Está seguro de lo que dice?

—Sin duda. Si Maurice la amara, en vez de enfadarse conmigo, hubiera multiplicado las atenciones con quien tenía interés de engañar. Si la amara no hubiera renunciado tan fácilmente al título de amigo de la casa, con cuya ayuda suelen encubrirse este tipo de traiciones.

—No bromee con estas cosas, por favor.

—No bromeo; le digo que Maurice no le ama. Eso es todo.

—Y yo le digo que se equivoca.

—En ese caso, quien ha tenido la fuerza de alejarse antes que traicionar la confianza de su huésped, es un hombre honrado. ¿Escribirá a Maurice, verdad?

Geneviève dejó caer su cabeza entre las manos. Dixmer la miró un instante y se esforzó en sonreír.

—Vamos; querida —dijo—; nada de amor propio; si Maurice quiere hacerle otra declaración, ríase de la segunda como ha hecho con la primera. Yo la conozco, Geneviève. Usted es un corazón digno y noble. Estoy seguro de usted. Geneviève, he hecho mal en hacerle pasar por todas estas angustias. Debería haber empezado por decirle que estamos en una época de grandes sacrificios. Yo he sacrificado a la reina mi brazo, mi cabeza y mi felicidad; otros le dieron su vida. Yo haré más que dar mi vida, yo arriesgaré mi honor, aunque no corre ningún riesgo si está guardado por una mujer como mi Geneviève.

Esta era la primera vez que Dixmer reveló certeramente su pensamiento.

Geneviève irguió la cabeza, fijó en él sus bellos y rasgados ojos llenos de admiración, levantóse lentamente y le presentó su frente para que la besara.

—¿Lo quieres? —dijo.

Dixmer hizo con la cabeza una señal afirmativa.

Geneviève se puso en pie, tomó una pluma y le pidió que dictara la carta; pero Dixmer replicó que eso sería engañar a Maurice, la carta debía escribirla ella misma. Luego, besó la frente de su esposa, le dio las gracias y salió. Entonces, Geneviève escribió temblando:

Ciudadano Maurice,

Usted sabe cuánto le aprecia mi marido. Tres semanas de separación, que nos han parecido un siglo, ¿se lo han hecho olvidar?, le esperamos; su vuelta será una fiesta.

Geneviève.