Durante la jornada del 31 de mayo, mientras la alarma resonaba desde el alba, el batallón del arrabal Saint-Victor entraba en el Temple. Tras ellos llegaron los municipales de servicio, y cuatro piezas de cañón se añadieron a la batería de la fortaleza.
Al mismo tiempo que los cañones llegó Santerre, pasó revista al batallón y a los municipales, y observó que faltaba uno de estos.
—¿Por qué sólo hay tres municipales? —preguntó—. ¿Quién es el mal ciudadano que falta?
—El que falta no es un tibio —contestó Agrícola—, sino el secretario de la sección Lepelletier, el ciudadano Lindey.
—Bien, bien; conozco el patriotismo del ciudadano Maurice Lindey; lo que no impedirá que se le inscriba en la lista de ausentes si no llega antes de diez minutos.
A pocos pasos del general, un capitán de cazadores y un soldado comentaban la ausencia de Maurice. El capitán dijo a media voz:
—Si no viniera, le colocaré a usted de centinela en la escalera, y cuando ella suba a la torre podrá decirle unas palabras.
En ese momento entró un municipal, que se dirigió a Santerre:
—Ciudadano general: el ciudadano Maurice Lindey está enfermo y te ruego que me admitas en su puesto; aquí está el certificado médico; mi turno de guardia era dentro de ocho días y lo he cambiado con él.
El capitán y el cazador se habían mirado con una alegre sorpresa.
—Dentro de ocho días —se dijeron.
—Capitán Dixmer —gritó Santerre—, tome posición con su compañía en el jardín.
Resonó el tambor, y la compañía, conducida por el curtidor, se alejó en la dirección prescrita.
En el jardín, a unos veinticinco metros del muro, por la parte de este que daba a la calle Porte-Foin, se levantaba una especie de caseta donde podían proveerse de comida y bebida los guardias nacionales; estaba regida por la señora Plumeau, excelente patriota, viuda de un arrabalero caído el 10 de agosto.
La cabañita se componía de una sola habitación de doce pies cuadrados, bajo la que se extendía la cueva donde la viuda Plumeau guardaba sus víveres.
El capitán y el cazador entraron en la taberna y la señora Plumeau ofreció al primero, vino de Saumur, pero este, tras observar que no había en la cantina queso de Brie, aseguró que, para él, el famoso vino no valía nada si no iba acompañado de dicho comestible.
—Y date cuenta —le dijo— que la consumición valía la pena, pensaba invitar a toda la compañía.
La mujer pidió cinco minutos para ir a buscarlo.
—Sí, ve —dijo el capitán—, y entretanto descenderemos a la cueva para elegir el vino nosotros mismos.
La viuda Plumeau salió corriendo mientras el capitán y el cazador, provistos de una vela, levantaban la trampa y bajaban a la cueva.
—Bien —dijo Morand, tras efectuar un ligero examen—; la cueva avanza en dirección de la calle Porte-Foin. Tiene de nueve a diez pies de profundidad y nada de albañilería. El suelo es de tipo gredoso, y está formado por tierras traídas hasta aquí desde otro lugar. Todos estos jardines han cambiado muchas veces, por lo que no hay el menor vestigio de rocas.
—¡Rápido! —exclamó Dixmer—; ya oigo los zuecos de nuestra cantinera; coja dos botellas de vino y subamos.
Aparecieron ambos por el orificio de la trampa en el momento en que entraba la señora Plumeau, llevando el queso de Brie pedido con tanta insistencia. Tras ella llegaron varios cazadores, seducidos por la buena apariencia del susodicho queso.
Dixmer hizo los honores: ofreció veinte botellas de vino a su compañía, mientras el ciudadano Morand contaba historias de la antigua Roma.
Sonaron las once. A las once y media se cambiaba la guardia.
—¿No se pasea la austríaca normalmente de doce a una? —preguntó Dixmer a Tison, que pasaba ante la cabaña en ese momento.
—De doce a una exactamente —contestó. Y se puso a cantar—:
La señora sube a su torre…
Mire usted, mire usted qué pena.
Esta nueva bufonada fue acogida con risas por parte de todos los guardias nacionales.
Dixmer llamó a los hombres de su compañía que debían hacer guardia de once y media a una y media, e hizo tomar las armas a Morand para colocarle, tal como estaba convenido, en el último piso de la torre, en la misma garita donde se había escondido Maurice el día en que había interceptado las señales hechas a la reina desde una ventana de la calle Porte-Foin.
De pronto, un ruido sordo se escuchó en la lejanía como un huracán de gritos y rugidos. El ruido se hacía cada vez más amenazante, se oía rodar la artillería, y un montón de gente gritando pasó cerca del Temple.
—¡Vivan las secciones! —gritaban—. ¡Viva Hanriot! ¡Abajo los brissotinos[9]! ¡Abajo los rolandistas[10]! ¡Abajo la señora Veto!
—Bueno, bueno —dijo Tison, frotándose las manos—; voy a abrir a la señora Veto para que goce sin trabas del amor que le tiene su pueblo.
Y se aproximó a la puerta del torreón.
—¡Eh! ¡Tison! —gritó una voz estentórea.
—¿Mi general? —respondió este, deteniéndose en seco.
—Hoy no hay salida —dijo Santerre—. Las prisioneras no abandonarán su habitación.
Dixmer y Morand cambiaron una lúgubre mirada y se fueron a pasear entre la cantina y el muro que daba a la calle de Porte-Foin, donde Morand empezó a medir la distancia con pasos.
—¿Cuánto? —preguntó Dixmer.
—De sesenta a setenta y un pies —respondió Morand.
—¿Cuántos días se necesitarán?
—Siete por lo menos.
—Maurice está de guardia dentro de ocho días. Es absolutamente necesario que dentro de ocho días nos hayamos reconciliado con él.
Sonó la media. Morand tomó su fusil suspirando y, conducido por el cabo, fue a relevar al centinela que se paseaba por la torre.