Al cabo de algún tiempo, Maurice era feliz y desgraciado a la vez. Así ocurre siempre al comienzo de las grandes pasiones. De día trabajaba en la sección Lepelletier y por la tarde acudía de visita a la antigua calle Saint-Jacques. No se le ocultaba que ver todas las tardes a Geneviève era beber a grandes tragos un amor sin esperanza.
Geneviève era una de esas mujeres tímidas ante las cuales las palabras de amor parecen blasfemias y sacrílegos los deseos materiales. A Maurice se le aparecía como un enigma viviente cuyo sentido no podía adivinar.
Una tarde que, como de costumbre, se había quedado solo con ella, se atrevió a preguntarle cómo ella, tan joven y distinguida, estaba casada con un hombre que la doblaba la edad y cuya educación y nacimiento parecían tan vulgares; ella tan poética y su marido atento sólo a pesar, estirar y teñir las pieles de su fábrica.
—En fin —dijo Maurice—, ¿cómo se explican en casa de un curtidor ese harpa, ese piano y esas pinturas al pastel que hace usted?
Geneviève le dio las gracias por su delicadeza al no haberse informado sobre ella. Maurice le dijo que sólo se fiaba de su propio corazón, y como ella se mostrara dispuesta a aclarar sus dudas, el joven le preguntó su nombre de soltera.
—Geneviève du Treilly. Mi familia se arruinó después de la guerra de América, en la que combatieron mi padre y mi hermano mayor.
—¿Gentilhombres, los dos?
—No, no; mi familia era rica, pero no pertenecía a la nobleza. En América, mi padre se hizo amigo del señor Morand, cuyo hombre de negocios era el señor Dixmer. Viéndonos arruinados y sabiendo que el señor Dixmer tenía una pequeña fortuna, el señor Morand se lo presentó a mi padre que, a su vez, me lo presentó a mí. Yo vi que podía hacer un matrimonio ventajoso, comprendí que ese era el deseo de mi familia, nunca había estado enamorada, y acepté. Soy la esposa de Dixmer desde hace tres años; y debo decir que en este tiempo, mi marido ha sido tan bueno conmigo, tan excelente, que pese a la diferencia de edad y de gustos que usted observa, jamás he padecido un instante de pesadumbre.
—Pero ¿cuándo usted se casó con Dixmer, él no estaba al frente de esta fábrica?
—No; vivíamos en Blois. Después del 10 de agosto, el señor Dixmer compró esta casa y los talleres anejos; para que yo no estuviera mezclada con los obreros y ahorrarme a la vista cosas que hubieran podido herir mis costumbres, me cedió este pabellón donde vivo sola, según mis gustos y deseos, y feliz cuando un amigo como usted viene a distraer o compartir mis ensueños.
Y Geneviève tendió a Maurice una mano que este besó ardorosamente. La joven enrojeció ligeramente y Maurice dijo:
—No me ha contado cómo Morand se convirtió en socio de Dixmer.
—¡Oh!, es muy simple. El señor Dixmer tenía algún dinero, pero no el suficiente para montar él solo una fábrica de la importancia de esta. El hijo del señor Morand ha puesto la mitad del capital y, como tiene conocimientos de química, se ha entregado a la explotación con la actividad que usted ha observado, gracias a la cual, el comercio del señor Dixmer ha tomado gran extensión.
—¿El señor Morand es uno de sus buenos amigos, no?
—El señor Morand es una naturaleza noble, uno de los corazones más magnánimos que hay bajo el cielo.
Maurice le preguntó si Morand era joven, y ella le contestó que tenía treinta y cinco años y ambos se conocían desde la infancia.
Maurice se mordió los labios, siempre había sospechado que Morand amaba a Geneviève.
—¡Ah! Eso explica su familiaridad con usted.
—Mantenida en los límites que usted ha visto siempre. Me parece que esta familiaridad, que apenas es la de un amigo, no necesita explicación.
—Perdón. Usted sabe que todos los afectos sinceros engendran celos; y mi amistad estaba celosa de la que usted parece profesar al señor Morand.
Callaron los dos y ese día no se volvió a hablar de Morand. Cuando Maurice se marchó, lo hizo más enamorado que nunca, porque estaba celoso.
Aunque el joven estaba ciego, reconoció que en el relato de Geneviève había muchas lagunas, vacilaciones y reticencias a las que no había prestado atención de momento, pero que le volvían al espíritu y le atormentaban. Contra ellas, nada podían la libertad en que le dejaba Dixmer para charlar con Geneviève, ni la soledad en que los dos se encontraban cada tarde. Había más: Maurice, convertido en comensal de la casa, no sólo permanecía junto a Geneviève, sino que la escoltaba en las correrías que ella debía hacer por el barrio de vez en cuando.
En medio de esta familiaridad, le asombraba una cosa: cuanto más buscaba entablar conocimiento con Morand, más parecía querer alejarse de él este hombre extraño. Esto apenaba amargamente a Geneviève, porque Maurice no dudaba que Morand había adivinado en él un rival, y eran los celos los que le apartaban.
Un día dijo Maurice a Geneviève que Morand le aborrecía. La joven le aseguró que estaba equivocado, que era la timidez de un comerciante metido a químico lo que impedía a Morand dar el primer paso para acercarse a él.
—¿Y quién le pide que dé el primer paso? Yo ya he dado cincuenta y jamás ha respondido.
Al día siguiente, él llegó a casa de la joven a las dos de la tarde y la encontró vestida para salir. Ella le pidió que la acompañara a Auteuil, irían en coche hasta la barrera y luego continuarían paseando.
Los dos jóvenes partieron. Más allá de Passy saltaron a la carretera y continuaron su paseo a pie. Al llegar a Auteuil, Geneviève se detuvo y le pidió que la esperara junto al parque mientras ella iba a casa de una amiga. Se despidieron y Maurice se dirigió al lugar acordado para la cita, paseando arriba y abajo, y abatiendo con su bastón todas las hierbas, flores o cardos que encontraba en su camino.
A Maurice le preocupaba saber si Geneviève le amaba o no: su comportamiento con él era el de una hermana o amiga, pero no lo consideraba suficiente. Ella se había convertido en el pensamiento constante de sus días, en el sueño sin cesar renovado de sus noches.
Sin embargo, esto no era suficiente, necesitaba que ella le amara.
Geneviève estuvo ausente una hora que a él le pareció un siglo; luego la vio venir y sonreírle. Maurice, por el contrario, se acercó a ella con el entrecejo fruncido. Geneviève tomo su brazo sonriendo.
—Heme aquí —dijo—; amigo mío, perdóneme por haberle hecho esperar.
Maurice respondió con un movimiento de cabeza y los dos tomaron por una avenida seductora, blanda, umbría, frondosa, que dando un rodeo, les conduciría a la carretera.
Maurice estaba mudo, Geneviève pensativa.
—¿Qué le hace estar triste? —preguntó Maurice.
—¿No está usted también más triste que de costumbre?
Maurice dijo que tenía razones para estar triste: era desgraciado, sufría.
—Y en este momento, ¿sufre usted?
—Mucho.
—Entonces, volvamos.
—¡Ah!, es cierto; olvidaba que el señor Morand debe regresar de Rambouillet a la caída de la tarde, y que la tarde se acaba.
Geneviève le miró con una expresión de reproche.
—¡Oh! ¿Aún?
—La culpa es suya por haber hecho el otro día un elogio tan pomposo del señor Morand.
—¿Desde cuándo no se puede decir lo que se piensa de un hombre estimable delante de las personas a las que se aprecia?
—Es una estima muy viva la que le hace apresurar el paso, como ahora, por temor a retrasarse algunos minutos.
—Hoy es usted soberanamente injusto. Maurice, ¿no he pasado con usted una parte del día?
—Tiene usted razón: soy demasiado exigente. Vamos a ver al señor Morand, vamos.
—Sí, vamos a ver al señor Morand; al menos, él es un amigo que nunca me ha hecho sufrir.
—Esos son los amigos valiosos —dijo Maurice, ahogado por los celos—; me gustaría conocer a alguien parecido.
Habían llegado a la carretera; el horizonte enrojecía; el sol comenzaba a desaparecer y sus últimos rayos brillaban en las molduras de la cúpula de los Inválidos. Geneviève soltó el brazo de Maurice y le preguntó por qué la hacía sufrir.
—Porque soy menos hábil que otras personas que conozco, porque no sé hacerme amar. Si él es constantemente bueno, es que no sufre.
—Por favor, no hable más —dijo la joven.
Maurice prometió obedecerla y se pasó una mano por la frente sudorosa. Geneviève se dio cuenta de que él sufría realmente y le aseguró que no quería perder un amigo tan precioso como él.
—¡Oh! No lo lamentaría mucho tiempo —exclamó Maurice.
—Se equivoca; lo lamentaría mucho tiempo, siempre —respondió ella.
—¡Geneviève! ¡Geneviève!, tenga piedad de mí.
Geneviève se estremeció. Era la primera vez que Maurice pronunciaba su nombre con una entonación tan honda.
Maurice dijo entonces que hablaría: iba a decirle todo lo que callaba desde hacía tiempo, ya que ella lo había adivinado. Pero la mujer le suplicó que guardara silencio en nombre de su amistad. Maurice replicó que no quería una amistad como la que ella tenía con Morand, él necesitaba más que los otros.
—Basta, señor Lindey; ahí está nuestro coche; ¿quiere llevarme junto a mi marido?
Subieron al coche: Geneviève se sentó al fondo y Maurice se situó delante. Atravesaron todo París sin que ninguno pronunciara una sola palabra. Durante el trayecto, Geneviève mantuvo su pañuelo arrimado a los ojos.
Cuando entraron en la fábrica, Dixmer estaba ocupado en su gabinete de trabajo. Morand acabada de llegar de Rambouillet y se disponía a cambiarse de ropa. Geneviève tendió la mano a Maurice y, entrando en su habitación, le dijo:
—Adiós, Maurice; usted lo ha querido.
Maurice no respondió nada; se dirigió a la chimenea, donde colgaba una miniatura que representaba a Geneviève: la besó ardientemente, la estrechó contra su corazón, volvió a ponerla en su sito y salió.
Maurice había vuelto a su casa sin saber cómo; había atravesado París sin ver ni oír nada. Se desnudó sin la ayuda de su criado y no respondió a la cocinera, que le presentaba la cena. Luego, cogiendo de la mesa las cartas del día, las leyó una tras otra sin comprender una sola palabra. A las diez se acostó maquinalmente, como había hecho todo tras separarse de Geneviève, y se durmió enseguida.
Le despertó el ruido que hacía su criado al abrir la puerta; venía, como de costumbre, a abrir las ventanas del dormitorio, que daban al jardín, y a traer flores.
Maurice, medio dormido, apoyó en una mano su aturdida cabeza y trató de recordar lo que había sucedido la víspera.
La voz del criado le sacó de su ensueño:
—Ciudadano —dijo señalando las cartas—, ¿ya ha elegido las que va a guardar o puedo quemar todas? Aquí están las de hoy.
Maurice cogió las cartas del día y le dijo que quemara las demás. Entre los papeles creyó distinguir vagamente un perfume conocido. Buscó entre las cartas y vio un sello y una escritura que le hicieron estremecerse. Hizo señal a su criado para que se marchara y dio vueltas y más vueltas a la carta; tenía el presentimiento de que encerraba una desgracia No obstante, reunió todo su valor, la abrió y leyó:
Ciudadano Maurice,
Es necesario que rompamos los lazos que, por su parte, parecen sobrepasar los límites de la amistad. Usted es un hombre de honor, ciudadano, y ahora que ha transcurrido una noche desde lo que sucedió ayer entre nosotros, debe comprender que su presencia en esta casa se ha hecho imposible. Cuento con usted para encontrar la excusa que desee dar a mi marido. Si hoy mismo viera llegar una carta suya para el señor Dixmer, me convencería de que debo llorar a un amigo desgraciadamente enajenado, pero que todas las conveniencias sociales me impiden volver a ver.
Adiós para siempre.
Geneviève.
P. S. El portador espera la respuesta.
Llamó Mauricio y presentóse el ayuda, de cámara.
—¿Quién ha traído esta nota?
—Un ciudadano mandadero.
—¿En dónde está? ¿Está aún aquí?
—Sí.
Mauricio no dio un suspiro. Ni aun llegó a vacilar un momento. Saltó de la cama, púsose un pantalón, se sentó delante de su pupitre y tomó la primera hoja de papel que encontró, (esto es, un medio pliego con encabezamiento de una carta impresa en nombre de la sección), y escribió lo que sigue:
Ciudadano Dixmer,
Yo te apreciaba, te aprecio todavía, pero no puedo volver a verte.
Corren ciertos rumores sobre su tibieza política. No quiero acusarle ni defenderte. Reciba mis disculpas y esté seguro de que sus secretos permanecerán encerrados en mi corazón.
Maurice no releyó la carta; tomó sus guantes y su sombrero, y se dirigió a la sección, esperando recuperar su estoicismo con los asuntos públicos; pero estos eran terribles: se preparaba el 31 de mayo. El Terror, que se precipitaba desde la Montaña parecido a un torrente, intentaba arrancar el dique que trataban de oponerle los girondinos, los audaces moderados que habían osado pedir venganza por las matanzas de septiembre y luchar un instante por salvar la vida del rey.
Mientras Maurice trabajaba con ardor, el mensajero llegaba a la antigua calle Saint-Jacques, llenando la casa de estupefacción y espanto. Dixmer leyó la carta sin comprender nada y se la entregó a Morand.
En la situación en que se encontraban Dixmer, Morand y sus compañeros, perfectamente desconocida para Maurice, la carta caía como un rayo. Los hombres discutían sobre la honestidad de Maurice y la posibilidad de que hubiera descubierto sus secretos, manifestando algunos su arrepentimiento por no haberle matado en el primer encuentro.
—Escuchen —dijo Morand—: Nuestro batallón estará de guardia en el Temple el 2 de junio; es decir, dentro de ocho días. Dixmer, usted es el capitán, y yo teniente; si nuestro batallón o nuestra compañía reciben contraorden, como la ha recibido el otro día el batallón de la Butte-des-Moulins, al que Santerre reemplazó por el de Gravilliers, es que todo está descubierto, y lío nos quedará otra solución que huir de París o morir combatiendo. Pero si todo sigue su curso…
—Estamos perdidos igualmente —dijo Dixmer—. ¿No se basaba todo en la colaboración de ese municipal? ¿No era él quien, sin saberlo, debía abrirnos paso hasta la reina?
—Es cierto —dijo Morand, abatido.
—Ya ve que necesitamos volver a relacionarnos con ese joven a cualquier precio. Interrogaré a Geneviève, ella ha sido la última en verle y quizá sepa algo.
—Dixmer —dijo Morand—, veo con pena cómo mezcla a Geneviève en todos nuestros complots; no es que tema una indiscreción por su parte, pero jugamos una partida terrible, y tengo miedo y piedad de mezclar en nuestro juego la cabeza de una mujer.
—La cabeza de una mujer vale lo mismo que la de un hombre allí donde la astucia, el candor o la belleza pueden hacer tanto, o incluso más que la fuerza, el poder y el valor. Geneviève comparte nuestras convicciones y compartirá nuestra suerte.
Morand replicó que hiciera como gustase; él ya había dicho lo que debía y consideraba a Geneviève digna de cualquier empresa. Los dos hombres se estrecharon la mano, y Dixmer se dirigió a las habitaciones de su esposa. Esta se hallaba sentada ante una mesa, con los ojos fijos en un bordado y la cabeza baja.
—He recibido una carta de nuestro amigo Maurice de la que no comprendo nada —dijo Dixmer—. Tome, léala y dígame lo que piensa.
Geneviève tomó la carta con una mano cuyo temblor no podía ocultar.
—Pienso que el señor Lindey es un hombre honrado —dijo.
—¿Cree que él ignora quiénes son las personas que ha visto en Auteuil?
—Estoy segura.
—Entonces, ¿por qué esta brusca determinación?, ¿le ha parecido que ayer estaba más frío o emocionado que de costumbre? Piense bien lo que me responde, porque su respuesta va a tener gran influencia en nuestros proyectos.
—Creo que era el mismo de siempre. Escuche: ayer estaba desagradable; el señor Lindey es un poco tirano con sus amistades… y a veces hemos estado enojados semanas enteras.
—Entonces, ¿esta carta no será un pretexto para no volver a la casa?
—Amigo mío, ¿cómo quiere que yo lo sepa?
—Dígamelo Geneviève; porque esto no se lo preguntaría a ninguna mujer que no fuera usted.
—Sí, es un pretexto.
Dixmer advirtió a su esposa que quizá Maurice sabía más de sus secretos de lo que ellos sospechaban y le pidió que escribiera al joven pidiéndole una explicación. La mujer se negó a hacerlo.
—Querida Geneviève; cuando están en juego intereses tan poderosos como los nuestros, ¿cómo puede retroceder por una mezquinas consideraciones de amor propio?
—Ya le he dicho mi opinión sobre Maurice: es honrado y caballeroso; pero es caprichoso, y no quiero padecer otra servidumbre que la de mi marido.
Esta declaración fue hecha con tal calma y firmeza que Dixmer comprendió que sería inútil insistir; no añadió una sola palabra; miró a Geneviève como si no la viera, se pasó una mano por la frente húmeda de sudor, y salió. Morand le esperaba con inquietud, y Dixmer le contó lo que había ocurrido palabra por palabra. Morand se mostró partidario de olvidar el asunto y renunciar a todo antes que herir el amor propio de Geneviève, pero Dixmer replicó que ninguno de ellos se pertenecía, ni podía dejar que sus sentimientos siguieran los impulsos del corazón.
Morand se estremeció y guardó silencio pensativo y doloroso. Dieron así algunos paseos por el jardín antes de que Dixmer dejara a su amigo y se vistiera para salir.
Una hora después, Maurice era interrumpido por su criado:
—Ciudadano Lindey, le espera alguien que dice tener que comunicarle algo importante.
Maurice se quedó asombrado al encontrar en su casa a Dixmer; este fue a su encuentro y le tendió la mano sonriendo.
—¿Qué mosca le ha picado para escribirme eso? La verdad, me ha herido sensiblemente. ¿Yo, tibio y falso patriota? Vamos, usted no es capaz de repetir esas acusaciones en mi presencia. Confiese que busca un falso motivo para enemistarse conmigo.
Maurice admitió que no tenía nada que reprocharle; sin embargo, tenía buenas razones para actuar como lo hacía y su decisión era irrevocable. Dixmer trató de aparentar una sonrisa y dijo:
—Bien, pero esas razones no son en absoluto las que me ha dicho por escrito.
Maurice reflexionó un instante.
—Escuche —dijo—; vivimos una época en que la duda manifestada en una carta puede y debe atormentarle; lo comprendo, y no sería digno de un hombre de honor dejarle con semejante inquietud. Las razones que le he dado sólo eran un pretexto, pero el verdadero motivo no se lo puedo decir, aunque si usted lo supiera, lo aprobaría, estoy seguro.
Dixmer insistió en saberlo todo, y Maurice dijo:
—Bien, se trata de lo siguiente: usted tiene una mujer joven y bonita, y su pudor no ha podido hacer que mis visitas no sean mal interpretadas. Usted comprende que yo no tengo la fatuidad de creer que mi presencia pueda ser peligrosa para su tranquilidad o la de su esposa, pero puede ser una fuente de calumnias, y usted sabe que cuanto más absurdas son estas, más fácilmente se les da crédito. De lejos no seremos menos amigos, porque no tendremos nada que reprocharnos; mientras quede cerca, por el contrario… las cosas hubieran podido acabar por envenenarse.
—Pero ¿por qué no me ha escrito esto?
—Para evitar lo que sucede ahora entre nosotros.
—¿Se ha enfadado usted porque le aprecie lo suficiente para venir a pedirle una explicación?
—Todo lo contrario. Le juro que me alegro de haberle visto otra vez antes de dejar de verle para siempre.
—¡No vernos más! Nosotros nos apreciamos. Morand me lo decía esta mañana: «Haga lo que pueda para hacer volver a Maurice». Ahora volvamos al objeto de mi visita. Hablemos francamente: ¿por qué hace caso de vanas habladurías de vecino ocioso?, ¿no tiene usted su propia conciencia?, y Geneviève, ¿no cuenta con su honestidad?
—Soy más joven que usted y puede ser que vea las cosas con una mirada más suspicaz. Por esto le digo que no debe existir la menor habladuría sobre una mujer como Geneviève. Permítame que persista en mi resolución.
—Ya que estamos en plan de confesiones, confesemos otra cosa: que no es la política, ni el rumor de sus asiduidades a mi casa lo que le obliga a dejarnos, sino el secreto que ha conocido, el asunto del contrabando que usted supo la misma tarde en que nos conocimos. Jamás me ha perdonado ese fraude, y me acusaba de mal republicano por servirme de productos ingleses en mi curtiduría.
—Querido Dixmer; le juro que, cuando acudía a su casa, me había olvidado por completo de que estaba en casa de un contrabandista.
—Entonces, ¿no tiene otro motivo que el que me ha dicho para abandonar la casa?
—Se lo juro por mi honor.
—Bien —dijo Dixmer levantándose y estrechando la mano del joven—; espero que reflexione y se arrepienta de esta decisión que nos causa tanta pena a todos.
Maurice no respondió nada, y Dixmer salió desesperado por no haber podido conservar las relaciones con este hombre que las circunstancias hacían no sólo útil, sino indispensable.
Maurice permaneció inexorable en su decisión, pero cayó en una melancolía profunda. Lorin intentó distraerle de sus penas, pero no consiguió devolverle su antigua actividad de republicano exaltado.
Entretanto, los acontecimientos se precipitaban: girondinos y jacobinos, tras diez meses de enfrentamiento en los que se habían dirigido pequeños ataques, se aprestaban a una lucha que se anunciaba mortal para uno de los dos.
Tras el 10 de agosto, las naciones que formaban la coalición habían atacado a Francia; Longwy y Verdún cayeron en poder del enemigo. Entonces Danton llevó a cabo las sangrientas jornadas de septiembre, mostrando al enemigo a toda Francia como cómplice de un inmenso asesinato, dispuesta a luchar por su existencia comprometida con toda la fuerza de la desesperación.
Salvada Francia, la energía ya no fue necesaria, y el partido moderado recuperó fuerza, y recriminó a los jacobinos estas jornadas terribles. Se pronunciaron las palabras homicida y asesino; incluso se añadió al vocabulario de la nación una palabra nueva: septembrizador.
Con el proceso de Luis XVI se presentó una nueva ocasión de reemprender el terror. La coalición tomó nuevas energías, Dumouriez acusó a los jacobinos de desorganización y se declaró partidario de los girondinos, la Vendée se levantó. Los jacobinos acusaron a los girondinos de traición y quisieron terminar con ellos el 10 de marzo, pero su precipitación salvó a sus enemigos.
Sin embargo, después del 10 de marzo, todo presagiaba ruina para los girondinos: rehabilitado Marat, reconciliados Robespierre y Danton, y nombrado Hanriot, el septembrizador, comandante general de la guardia nacional, todo auguraba la jornada terrible que debía arrasar el último dique que la Revolución oponía al Terror.
En cualquier otra circunstancia, Maurice hubiera tomado parte en estos acontecimientos. Pero, ni las exhortaciones de Lorin, ni las terribles preocupaciones de la calle habían podido desalojar de su espíritu la única idea que le obsesionaba, y cuando llegó el 31 de mayo estaba acostado en su cama, devorado por esa fiebre que mata a los más fuertes y que, sin embargo, es suficiente una mirada para disiparla, una palabra para curarla.