Al momento de oírse la señal subieron los otros municipales, acompañados por un destacamento de guardia. Se cerraron las puertas y se interceptaron las salidas de todas las habitaciones. Después, Maurice entró en la habitación de la reina y esta le preguntó qué quería.
—Deseo que me entregue la nota que escondía.
—Usted se equivoca, señor; no escondía nada.
—¡Mientes, austríaca! —exclamó Agrícola.
—Usted escondía la nota que ha traído la hija de Tison y que su hija ha recogido junto con su pañuelo.
Las tres mujeres se miraron espantadas. La reina protestó por el trato que se les daba y Maurice le dijo que ellos no eran jueces ni verdugos, sino vigilantes; por tanto tenían una misión que no podían violar mas que cometiendo una traición.
—Señores —dijo la reina—, puesto que son vigilantes, busquen, y prívennos del sueño esta noche, como siempre.
Maurice le explicó que no osaría poner la mano en una mujer: daría parte al ayuntamiento y esperaría órdenes. Pero ellas no podrían acostarse, dormirían en sillones mientras se las vigilaba.
La señora Tison asomó la cabeza y Maurice le puso al corriente de lo que ocurría, advirtiéndole que su hija no volvería a entrar allí.
La mujer, exasperada, amenazó a la reina.
—No amenaces a nadie —le dijo Maurice—; obtén por la dulzura lo que pedimos; tú eres mujer, y la ciudadana Antonieta, que también es madre, tendrá sin duda piedad de una madre. Mañana tu hija sera arrestada; luego, si se descubre algo, y sabes que si se quiere se descubre siempre, estará perdida, ella y su compañera.
La señora Tison, que había escuchado a Maurice con un terror creciente, volvió su mirada, casi extraviada, a la reina.
—¿Lo oyes, María Antonieta?… ¡Mi hija!… Tú habrás perdido a mi hija.
La reina parecía espantada, no por la amenaza que brillaba en los ojos de su carcelera, sino por la desesperación que se leía en ellos.
—Venga, señora Tison —dijo—; tengo que hablarle.
Agrícola quiso oponerse, pero Maurice le dijo que las dejara hacer.
—Vamos al otro lado de la vidriera y pongámonos de espaldas. Estoy seguro de que la persona con la que tengamos esta condescendencia, no nos hará arrepentimos de ello.
La reina oyó estas palabras dichas para que las escuchara y miró al joven con agradecimiento.
Maurice volvió la cabeza con indiferencia y pasó al otro lado de la vidriera seguido por Agrícola.
Mientras Maurice hablaba con Agrícola, al otro lado de la vidriera se desarrollaba la escena que había previsto el joven. La mujer de Tison se había aproximado a la reina.
—Señora —le dijo esta—, su desesperación me rompe el corazón; yo no quiero privarla de su hija; pero piense que, haciendo lo que exigen estos hombres, su hija estará perdida igualmente.
—¡Haz lo que dicen! —exclamó la señora Tison.
—Sepa primero de qué se trata; su hija ha traído a una amiga.
—Sí, una obrera como ella; no ha querido venir sola a causa de los soldados.
—Esta amiga ha entregado a su hija una nota; su hija la ha dejado caer. Marie, que pasaba, la ha recogido. Es un papel insignificante; sin embargo, le podrían encontrar sentido gentes malintencionadas. ¿Quiere que sacrifique a un amigo sin que esto le devuelva a su hija?
—¡Haz lo que te han dicho! —gritó la mujer.
—Pero, si este papel compromete a su hija, ¡comprende!
—Mi hija es una buena patriota, como yo. Gracias a Dios, los Tison son conocidos. Haz lo que te han dicho.
—¡Dios mío! ¡Cómo podría convencerla!
—¡Mi hija! ¡Quiero que se me devuelva a mi hija! Entrega el papel, Antonieta, entrégalo.
—Aquí está, señora.
Y la reina tendió a la desgraciada criatura un papel que ella elevó alegremente por encima de su cabeza, gritando:
—Venid, venid, ciudadanos municipales. Tengo el papel; tomadlo y devolvedme a mi hija.
—Sacrificáis a nuestros amigos —dijo a la reina su hermana.
—No, sólo sacrifico a nosotras mismas. El papel no compromete a nadie.
Maurice y su colega acudieron a los gritos de la señora Tison; esta les entregó el papel; lo abrieron y leyeron:
A oriente vela un amigo todavía.
Maurice se estremeció en cuanto posó los ojos en el papel. La letra no le parecía desconocida.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¿Sera la de Geneviève? Pero no, es imposible; estoy loco. Sin duda se parece, pero ¿qué podría tener de común Geneviève con la reina?
La reina le pidió que hiciera una obra de caridad y quemara el papel.
—Tú bromeas, austríaca —dijo Agrícola.
Diez minutos después la nota estaba depositada en el despacho de los miembros del ayuntamiento; se abrió en el acto y se comentó al máximo.
—«A oriente vela un amigo todavía» —dijo una voz—. ¿Qué diablos puede significar esto?
—¡Pardiez! —respondió un geógrafo—. En Lorient, esta claro: Lorient[8] es un pueblecillo de Bretaña, situado entre Vannes y Quimper. ¡Voto a bríos!, debería quemarse el pueblo si es cierto que cobija a aristócratas que todavía velan por la austríaca.
Otro opinó que el peligro era grande por ser el pueblo puerto de mar, y un tercero solicitó que se enviara una comisión a Lorient.
Maurice, enterado de la deliberación, opinaba que el oriente de la nota no estaba en Bretaña.
Al día siguiente, la reina solicitó permiso para subir a la torre y tomar el aire. La acompañaban su hermana y su hija. Maurice subió tras ellas y se situó en una especie de garita que había en lo alto de la escalera. Al principio, la reina paseó indiferentemente; luego, se detuvo y miró atentamente hacia una casa en cuyas ventanas estaban algunas personas, una de ellas con un pañuelo blanco.
Maurice sacó un anteojo de su bolsillo y, mientras lo graduaba, la reina hizo un gesto como invitando a los curiosos a apartarse de la ventana. Pero Maurice ya había distinguido una cabeza masculina de cabellos rubios, cuyo saludo había sido respetuoso hasta la humildad. Detrás de este joven, porque no aparentaba más de veintiséis años, se hallaba una joven medio tapada por él. Maurice la enfocó con su anteojo; pero la mujer, que también tenía un catalejo, se apartó rápidamente y atrajo hacia sí al hombre.
Maurice esperó un momento por ver si reaparecían los curiosos. Como la ventana permanecía vacía, encomendó la vigilancia a su colega Agrícola, descendió precipitadamente la escalera y fue a apostarse en la esquina de la calle Porte-Foin, desde donde podía observar si los curiosos salían de la casa. Su espera fue en vano. No apareció nadie.
Entonces, no pudiendo resistir la sospecha que atormentaba su corazón, Maurice emprendió camino hacia la antigua calle Saint-Jacques.
Cuando llegó halló a Geneviève vestida con una bata blanca, sentada bajo un emparrado de jazmines. La joven dio la bienvenida a Maurice y le invitó a tomar una taza de chocolate.
Al llegar Dixmer, expresó la mayor alegría por encontrar a Maurice a una hora tan inesperada. Le invitó a recorrer los talleres en su compañía y le puso en antecedentes de que Morand acababa de descubrir el secreto para fabricar un tafilete rojo inalterable.
Maurice siguió a Dixmer a través de los talleres hasta una especie de oficina particular donde vio trabajando al ciudadano Morand; llevaba este unos anteojos azules y parecía muy ocupado en cambiar al púrpura el blanco sucio de una piel de cordero; tenía las manos y los brazos manchados de rojo y saludó a Maurice con la cabeza.
—Bien, ciudadano —preguntó Dixmer—, ¿qué me dice?
—Sólo con este procedimiento ganaremos cien mil libras al año. Pero hace ocho días que no duermo y los ácidos me han quemado la vista.
Maurice dejó a Dixmer con Morand y volvió junto a Geneviève. Por el camino se reprochaba haber sospechado de aquellas personas intachables, y culpaba de su error al servicio en el Temple que, según él, podía embrutecer hasta a un héroe.
Geneviève esperaba a Maurice con su dulce sonrisa para hacerle olvidar por completo las sospechas que había concebido. Ella fue como siempre: dulce, amigable, encantadora.
Las horas que pasaba Maurice junto a Geneviève eran las únicas en que realmente vivía. Sin embargo, hacia mediodía, tuvo que abandonarla y regresar al Temple.
Al final de la calle Sainte-Avoie, encontró a Lorin que volvía de su guardia; caminaba en formación, pero se separó de ella para acercarse a su amigo, cuyo rostro expresaba una suave felicidad.
—¡Ah! —dijo Lorin, estrechándole la mano—:
En vano ocultar intentas
tu sufrir tan malhadado
y dolor.
Que está en tus ojos pintado,
que los males que experimentas
son de amor.
Maurice echó mano a su bolsillo para buscar la llave. Era el medio que había adoptado para cortar el verbo poético de su amigo. Pero este vio el movimiento y se alejó riendo.
—A propósito —dijo Lorin, después de avanzar algunos pasos—; tú estarás aún tres días en el Temple; te encomiendo al pequeño Capeto.