Capítulo X

Habían llegado los primeros días de mayo; un día puro dilataba los pechos cansados de respirar las brumas heladas del invierno, y los rayos de un sol tibio y vivificante descendían sobre la negra muralla del Temple.

En el portillo interior que separaba la torre de los jardines, los soldados de guardia reían y fumaban.

Pese al hermoso día y al ofrecimiento que se hizo a las prisioneras para que bajaran al jardín a pasear, las tres mujeres rehusaron: tras la ejecución de su marido, la reina se mantenía obstinadamente en su habitación para evitar el paso ante la puerta del apartamento que había ocupado el rey en el segundo piso. Cuando, por casualidad, tomaba el aire después de este fatal 21 de enero, lo hacia en lo alto de la torre, cuyas troneras se habían cerrado con celosías.

Hacia las cinco, un hombre descendió y se acercó al sargento que mandaba la guardia.

—¡Ah!, ¡eres tú, tío Tison! —dijo.

—Sí, soy yo. Tu amigo el municipal Maurice Lindey, que está arriba, te envía este permiso concedido a mi hija por el consejo del Temple para que pueda visitar a su madre.

—¿Y tú sales cuando va a venir tu hija, padre desnaturalizado?

—Sí salgo es a pesar mío, ciudadano sargento. Yo también esperaba ver a mi pobre hija que no he visto hace dos meses, y abrazarla tiernamente cual puede un padre a su hija; pero ¡ahí el servicio!, el condenado servicio me obliga a salir. Ahora mismo debo ir a presentarme a la municipalidad para darle mi informe. A la puerta me está aguardando uno con dos gendarmes, y esto precisamente cuando va a venir mi pobre Sofía.

—¡Desgraciado padre! —dijo el sargento.

Es tan fuerte el amor de la patria,

que la voz de la sangre la apaga.

Ruega la una mas nada consigue:

Y el deber inmola…

—Escucha, compadre Tison, si encuentras por casualidad un consonante en ato, traémelo al punto, pues me hace falta.

—Y tú, ciudadano sargento, cuando venga mi hija para visitar a su pobre madre, que anhela por abrazarla, la dejaras pasar.

—El sargento, a quien sin duda habrán ya reconocido nuestros lectores por el amigo Lorin, respondió: la orden es terminante y por lo mismo ño puedo decir lo contrarío; cuando tu hija venga pasara.

—¡Gracias, valiente Termopila, gracias! —exclamó Tison.

Y en esto salió para ir a presentar su informe a la municipalidad diciendo en voz baja:

—¡Ah, mi mujercita va a ser feliz!

Al ver alejarse a Tison y oír las palabras que pronunciaba, uno de los guardias nacionales dijo a Lorin:

—¿Sabes, sargento, que estas cosas le hacen estremecerse a uno?

—¿Qué cosas, ciudadano Devaux? —preguntó Lorin.

—¡Cómo que qué cosas! Ver a este hombre de rostro duro, este hombre de corazón de bronce, este inexorable guardián de la reina, alejarse con lagrimas en los ojos, mitad de alegría, mitad de dolor, pensando que su mujer va a ver a su hija y que él no la vera. Esto entristece.

—Sin duda; he ahí por qué no reflexiona este hombre que se va, como tú dices, con lagrimas en los ojos.

—¿Y qué es lo que reflexionaría?

—Que desde hace tres meses, esta mujer que él brutaliza sin piedad no ve a su hijo. El no piensa en la desgracia de ella, sino en la suya propia. Claro que esta mujer era reina, y no se esta obligado a tener los mismos miramientos con una reina que con la mujer de un jornalero.

El sargento había hablado en un tono que hacía difícil interpretar el sentido de sus palabras.

—Ya, mas no importa; eso es muy triste, dijo Devaux.

—Triste, pero necesario, continuó Lorin; ya dijiste bien, lo mejor es no pensar en ello. —Y se puso a cantar:

Sola marchaba

ayer Niceta.

Del verde bosque

veloz pisando

la yerba fresca.

Apenas había Lorin llegado aquí de su canción bucólica, cuando de repente se oyó hacia la izquierda del puesto un enorme ruido en el que se distinguían juramentos, amenazas y llanto.

—No importa, todo esto es muy triste —dijo Devaux.

—Triste, pero necesario —dijo Lorin.

—Lo mejor, como tú has dicho, es no reflexionar.

De pronto se escuchó un gran ruido a la izquierda del cuerpo de guardia; se trataba de juramentos, amenazas y llantos. Los dos hombres prestaron atención y les pareció distinguir la voz de un niño.

—¿Quieres cantar? —dijo una voz ronca y avinada.

Y la voz cantó como para dar ejemplo:

Juró Madama Veto que en ese día

la villa de París sería devastada.

—No —dijo el niño—, no cantaré.

—¿No quieres cantar?

Y la voz repitió:

Juró Madama Veto que en un día.

—¡No!, repitió el niño, ¡no, no, no!

—¡Ah, bribonzuelo! —dijo la voz ronca.

Y un ruido de correa silbante hendió el aire.

—¡Voto a bríos! —dijo Lorin—. Es el infame Simon que pega al pequeño Capeto.

De pronto se abrió una puerta y el niño dio algunos pasos por el patio acosado por el látigo de su guardián. Pero algo pesado voló tras él, resonó en el suelo y le alcanzó en la pierna. El niño dio un grito, luego un traspiés y cayó de rodillas.

—Devuélveme la horma, pequeño monstruo, sino…

El niño se levantó y rehusó con la cabeza.

—¡Ah!, ¿sí? —gritó la voz—. Espera, espera, que vas a ver.

Y el zapatero Simon salió de su cuchitril como una bestia salvaje del cubil. Lorin le salió al paso para preguntarle por qué perseguía al niño.

—Porque ese bribonzuelo no quiere cantar como un buen patriota ni trabajar como un buen ciudadano.

Entonces arguyó Lorin que la nación no le había confiado al Capeto para que le enseñara a cantar; y como Simon le preguntara por qué se mezclaba en sus asuntos, le respondió que era indigno de un hombre de corazón golpear a un niño, y que este no había participado en los crímenes de su padre y, por tanto, no era culpable de nada. El zapatero replicó que se le había entregado al niño para hacer con él lo que quisiera, y que cantaría Madame Veto porque así lo deseaba él.

—Miserable, la señora Veto es su madre; ¿querrías que se forzara a tu hijo a cantar que su padre es un canalla?

El zapatero, indignado llamó aristócrata a Lorin, amenazándole con hacerle arrestar; después llamó al niño para que entrara y continuara haciendo su zapato. Lorin dijo al zapatero que el niño no recogía la horma ni haría zapatos, y al ver su sable, le retó a sacarlo.

En ese momento, dos mujeres entraron en el patio; una de ellas llevaba un papel en la mano y se dirigió al centinela.

—¡Sargento! —gritó el centinela—. Es la hija de Tison que pide ver a su madre.

—Déjala pasar —dijo Lorin, que no quería volverse por temor a que Simon aprovechara esta distracción para pegar al niño.

El centinela las dejó pasar, pero apenas habían subido cuatro escalones cuando se encontraron con Maurice Lindey que bajaba al patio. Era casi de noche, de manera que no se podían distinguir los trazos de sus rostros. Maurice las detuvo.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó.

Sophie Tison se dio a conocer y explicó que había traído a su amiga para no estar ella sola entre tantos soldados. Pero Maurice le dijo que su amiga no podía subir.

—Como guste, ciudadano —dijo Sophie Tison estrechando la mano de su amiga que, apoyada contra la pared, parecía sobrecogida de sorpresa y espanto.

Maurice dio aviso a los guardias situados en cada piso para que dejaran pasar a la hija de Tison y retuvieran a la mujer que la acompañaba. Después, dijo a las mujeres que subieran y él descendió al patio.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó a los guardias nacionales—, ¿qué significa todo este ruido? Se oyen gritos de niño desde la antecámara de las prisioneras.

Simon pensó que le llegaban refuerzos y, amenazando con el puño a Lorin, dijo:

—Es ese aristócrata traidor que me impide zurrar al Capeto.

—¡Sí, voto a bríos! Lo impido, y si me llamas otra vez aristócrata o traidor, te atravieso con mi sable.

—¡Una amenaza! —exclamó Simon—. ¡Guardia!, ¡guardia!

—Yo soy la guardia —dijo Lorin—. Así que no me llames, porque si voy te extermino.

Simon recurrió a Maurice; pero este dio la razón a Lorin y dijo al zapatero que golpeando al niño estaba deshonrando a la nación. Lorin explicó a Maurice la causa de que le golpeara y el joven exclamó:

—¡Miserable!

—¿Tú también? Entonces, estoy rodeado de traidores.

—¡Ah, bribón! —dijo Maurice a Simon, cogiéndole por el cuello y arrancándole el látigo de las manos—. Intenta probar que soy un traidor. —E hizo caer rudamente la correa sobre la espalda del zapatero.

El niño, que miraba estoicamente la escena, dio las gracias. Lorin le dijo que volviera a la torre y pidiera ayuda si Simon le volvía a golpear. En aquel momento salían del torreón Sophie Tison y su compañera; al verlas, Simon amenazó a Maurice con denunciarle por haberlas dejado entrar cuando sólo una tenía permiso. Maurice se acercó a ellas y preguntó a Sophie si había visto a su madre, y la muchacha, al tiempo que contestaba afirmativamente, se situó entre el municipal y su compañera.

A Maurice le hubiera gustado ver a la amiga de la joven o, al menos, oír su voz; pero ella se mantenía envuelta en la capa y parecía decidida a no pronunciar palabra. Incluso le pareció que temblaba. Este temor le infundió sospechas. Subió precipitadamente y al llegar a la primera habitación vio a través de la vidriera cómo la reina ocultaba algo que él supuso una nota. Llamó a su colega.

—Ciudadano Agrícola —dijo—, entra donde María Antonieta y no la pierdas de vista.

Luego ordenó llamar a la señora Tison y le preguntó dónde se había entrevistado con su hija.

—Aquí mismo, en esta antecámara —dijo la mujer.

—¿Y tu hija no ha solicitado ver a la austríaca?

—No.

—¿No ha entrado donde ella?

—No.

—Y mientras charlabais, ¿no ha salido nadie de la habitación de las prisioneras? Haz memoria.

—¡Ah, sí! Creo recordar que ha salido la joven.

—¿Ha hablado con tu hija?

—No.

—¿Tu hija, no le ha entregado nada?

—No.

—Y ella, ¿no ha recogido nada del suelo?

—Sí; su pañuelo.

—¡Ah, desgraciada! —exclamó Maurice— y lanzándose veloz a la cuerda de la campana tocó precipitadamente. Esta era la campana de alarma.