Capítulo IX

EL comedor estaba situado en el cuerpo del edificio adonde habían conducido a Mauricio poco antes: al entrar este con Dixmer y Geneviève estaba puesta la mesa; pero la sala todavía desierta. Poco después fueron entrando sucesivamente todos los convidados hasta el número de seis.

Eran hombres de aspecto agradable, jóvenes la mayor parte, y vestidos a la moda; dos o tres, incluso llevaban casaca y gorro rojo. Dixmer se los presentó a Maurice y a continuación invitó a todos a sentarse a la mesa.

—Y… el señor Morand —dijo tímidamente Geneviève—, ¿no le esperamos?

—¡Ah!, es cierto. El ciudadano Morand, del que ya le he hablado, es mi socio. Podría decirse de él que es el encargado de la parte moral de la casa; se encarga de la caja, las facturas y todo el papeleo. Es quien tiene mayor trabajo de todos nosotros, por eso se retrasa algunas veces. Voy a avisarle.

En ese momento se abrió la puerta y entró el ciudadano Morand.

Era un hombre pequeño, moreno, con las cejas espesas y anteojos verdes. A las primeras palabras que pronunció Maurice reconoció su voz como la imperiosa y dulce que se había manifestado partidaria de los métodos suaves durante la discusión de la que él había sido el objeto. Vestía un traje oscuro con grandes botones, una chaqueta de seda blanca, y su pechera, bastante fina, estuvo atormentada durante la cena por una mano cuya blancura y delicadeza admiraron a Maurice. Tomaron asiento. La cena resultaba poco común: Dixmer tenía apetito de industrial y hacía los honores a su mesa; los obreros, o quienes pasaban por tales, eran dignos compañeros suyos en este menester; el ciudadano Morand hablaba poco, comía menos aún, no bebía casi, y reía raramente; Maurice, quizás a causa de los recuerdos que le traía su voz, experimentó enseguida una viva simpatía por él.

Dixmer se creyó en la obligación de explicar a sus invitados la razón por la que un extraño se encontraba entre ellos y, aunque no se dio muy buena maña en la introducción del joven, su discurso satisfizo a todos. Maurice le miraba con asombro y no se explicaba que aquel hombre pudiera ser el mismo que poco antes le perseguía amenazante con una carabina en la mano. Mientras hacía estas observaciones, sentía en el fondo de su corazón una alegría y un dolor tan profundos que no podía explicarse su estado de ánimo. Se encontraba, al fin, cerca de la bella desconocida que tanto había buscado.

Geneviève era tal como la había entrevisto: la realidad no había destruido el ensueño de una noche tormentosa. Maurice se preguntaba cómo esta joven elegante, de ojos tristes y espíritu elevado podía sentirse satisfecha con Dixmer, un buen burgués, rico además, pero del que la separaba una gran distancia. Sólo hallaba una respuesta: por el amor, y se confirmaba en la opinión que había tenido de la joven la noche en que la encontró, cuando pensó que regresaba de una cita amorosa.

La idea de que Geneviève amaba a un hombre torturaba el corazón de Maurice. En otros momentos, al escuchar su voz pura, dulce y armoniosa, al interrogar su mirada, tan limpia que parecía no temer que pudiera leerse en ella hasta el fondo de su alma, Maurice pensaba que era imposible que semejante criatura pudiera engañar, y experimentaba una alegría amarga al considerar que aquel hermoso cuerpo pertenecía al buen burgués de sonrisa honesta y bromas vulgares.

Se hablaba de política y uno de los invitados pidió noticias sobre los prisioneros del Temple.

A su pesar, Maurice tembló al oír el timbre de esta voz. Había reconocido al hombre que le había clavado su cuchillo y había votado por su muerte. Sin embargo, este hombre despertó enseguida el buen humor de Maurice al expresar las ideas más patrióticas y los principios más revolucionarios. El hombre se asombraba de que se confiara la custodia de los prisioneros del Temple a un consejo permanente, fácil de corromper, y a los municipales, cuya fidelidad había sido tentada más de una vez.

—Sí —dijo el ciudadano Morand—, pero es preciso destacar que, hasta el presente, la conducta de los municipales ha justificado la confianza que la nación ha depositado en ellos, y la historia dirá que sólo el ciudadano Robespierre merece el nombre de incorruptible.

El hombre que había hablado antes, al cual había presentado Dixmer como jefe de su taller, replicó que si algo no había sucedido todavía era absurdo pensar que no pudiera ocurrir nunca y como todas las secciones se turnaban para hacer servicio en el Temple, era posible que en una compañía existiera un grupo de ocho o diez hombres osados que una noche degollaran a los centinelas y libertaran a los prisioneros.

Maurice dijo que ese no era un buen plan, ya lo habían intentado tres o cuatro semanas antes y no había dado resultado.

Morand objetó que el fracaso se debía a que uno de los aristócratas que formaban la patrulla había llamado señor a alguien.

—Y además porque se conocía la llegada a París del caballero de Maison-Rouge —dijo Maurice.

Morand se mostró muy interesado en conocer los detalles del asunto y Maurice se ofreció a contar todo lo que sabía del caso, mientras Geneviève y el resto de los invitados prestaban la mayor atención.

—Por lo que parece —dijo Maurice—, el caballero de Maison-Rouge venía de la Vendée; había atravesado toda Francia con la suerte que le es habitual. Llegó de día a la barrera del Roule y esperó hasta las nueve de la noche; a esa hora, una mujer disfrazada atravesó la barrera y le entregó un uniforme de cazador de la guardia nacional; diez minutos después entraban juntos; el centinela entró en sospechas y dio la alarma. Entonces, los dos culpables entraron en un edificio y salieron de él por una puerta que daba a los Champs-Elysées. Parece que una patrulla afecta a los tiranos esperaba al caballero en la esquina de la calle Bardu-Bec. El resto ya lo conocen.

—¿Se sabe qué ha ocurrido con la mujer? —preguntó Morand.

—No. Ha desaparecido y se ignora por completo quién pueda ser.

Dixmer y su socio parecieron respirar más libremente. Geneviève había escuchado todo el relato pálida, inmóvil y muda.

Morand, con su frialdad de costumbre, preguntó cómo se sabía que el caballero de Maison-Rouge formaba parte de la patrulla y Maurice explicó que le había reconocido un municipal, amigo suyo, que ese día estaba de servicio en el Temple; el caballero era un hombre de unos veinticinco años, pequeño, rubio, de rostro agradable, con ojos magníficos y dientes soberbios. Su amigo era un tibio y no le había denunciado por temor a equivocarse. Pero él, Maurice, no hubiera actuado de la misma manera: prefería equivocarse que dejar escapar a un hombre tan peligroso como el caballero de Maison-Rouge.

—¿Y qué hubiera hecho usted? —preguntó Geneviève.

—Hubiera ordenado cerrar todas las puertas del Temple, y cogiendo al caballero por el cuello le arrestaría por traidor a la nación. Se le habría procesado, junto con sus cómplices, y a estas horas ya habría sido guillotinado. Eso es todo.

Geneviève tembló y lanzó a su vecino una mirada de espanto. Pero Morand no pareció advertir la mirada y vaciando flemáticamente su vaso:

—El ciudadano Lindey tiene razón —dijo—; sólo había que hacer eso. Desgraciadamente, no se ha hecho.

—¿Se sabe qué ha ocurrido con el caballero de Maison-Rouge? —preguntó Geneviève.

Dixmer y Morand opinaron que habría abandonado París con toda seguridad, y quizá la misma Francia; pero Maurice sostuvo que continuaba en París y dio un argumento que, pensaba, sería fácilmente comprendido por Geneviève: el caballero estaba enamorado de María Antonieta.

Estallaron dos o tres risas de incredulidad, tímidas y forzadas. Dixmer miró a Maurice como si quisiera leer en el fondo de su alma. Geneviève notó que las lágrimas le humedecían los ojos y un escalofrío le recorría el cuerpo. El ciudadano Morand derramó el vino de su vaso, y su palidez habría sobresaltado a Maurice si el joven no hubiera tenido su atención concentrada en Geneviève.

—Se ha emocionado, ciudadana —murmuró Maurice.

—A las mujeres siempre nos emociona un afecto, por opuesto que sea a nuestros principios.

—Ciudadano Lindey —dijo el jefe de taller—, permíteme decirte que me pareces demasiado indulgente con este caballero…

—Señor —dijo Maurice, utilizando con intención la palabra que estaba en desuso—, me gustan las naturalezas fieras y valientes, lo que no me impide combatirlas cuando las encuentro en las filas de mis enemigos. No desespero de encontrar algún día al caballero de Maison-Rouge.

—¿Y…? —digo Geneviève.

—Si le encuentro… pelearé con él.

La cena había terminado. Geneviève se puso en pie. En ese momento sonaron las campanadas del reloj.

—¡Medianoche! —exclamó Maurice—. ¡Ya es medianoche!

—Esa es una exclamación que me agrada —dijo Dixmer—, pues prueba que usted no está enfadado y me hace confiar en que volveremos a vernos. La casa que le abre sus puertas es la de un buen patriota y espero que muy pronto advierta usted, ciudadano, que es también la de un amigo.

Maurice saludó y dijo a Geneviève:

—¿También la ciudadana me permite volver?

—Hago algo más que permitirlo: se lo suplico —dijo vivamente Geneviève—. Adiós, ciudadano.

Maurice se despidió de todos los invitados y partió confuso por los acontecimientos tan diferentes que le habían sucedido esa noche.

—¡Qué desgraciado encuentro! —dijo la joven deshecha en lágrimas, a solas con su marido, que la había acompañado a sus habitaciones.

—¡Bah! El ciudadano Maurice Lindey, patriota reconocido, secretario de una sección, puro, adorado, popular, es por el contrario una preciosa adquisición para un pobre curtidor que tiene en su casa mercancía de contrabando —respondió Dixmer sonriendo.

—¿De manera que usted cree, amigo mío…? —preguntó tímidamente Geneviève.

—Creo que es una patente de patriotismo, una marca de absolución puesta sobre nuestra casa; y creo que a partir de esta noche, el mismo caballero de Maison-Rouge estaría seguro en nuestra casa.

Y Dixmer, besando a su mujer en la frente con un afecto más paternal que conyugal, la dejó en el pabelloncito que ocupaba ella sola y volvió a la otra parte del edificio, la que ocupaba él junto con el resto de los invitados que se habían sentado a su mesa.