Transcurrió un cuarto de hora que le pareció un siglo. Comprendió que le habían dejado solo y trató de romper sus ligaduras: sus músculos de acero se tensaron y la cuerda se le hundió en la carne, pero no se rompió. Lo más terrible era tener las manos atadas a la espalda y no poder arrancarse la venda. Si pudiera ver, tal vez podría huir.
Sus pies pisaban algo mullido y silencioso, arena quizás, y un olor acre y penetrante llegaba a su olfato denunciando la presencia de sustancias vegetales. Pensó que estaba en un invernadero o algo parecido. Dio algunos pasos, tropezó con una pared, se volvió para tantear con las manos y tocó unos útiles de labranza. Lanzó una exclamación de alegría. Con grandes esfuerzos exploró todos los instrumentos en busca de uno cortante. Encontró un azadón.
Dada la forma en que estaba atado tuvo que luchar mucho para dar la vuelta al azadón, de manera que el hierro quedara para arriba y, sujetándolo con los riñones contra la pared, segar la cuerda que le ataba las muñecas. El hierro del azadón cortaba lentamente. El sudor le corría por la frente. Escuchó como un ruido de pasos que se aproximaban, hizo un esfuerzo y la cuerda, medio segada, se rompió.
Lanzó un grito de alegría al tiempo que se arrancaba la venda de los ojos. Al menos, estaba seguro de morir defendiéndose.
No se había equivocado mucho: el lugar donde se encontraba no era un invernadero, sino una especie de pabellón donde se guardaban algunas plantas carnosas, de las que no pueden pasar el invierno a la intemperie. Frente a él había una ventana: se acercó a ella, pero tenía rejas y un hombre, armado de una carabina, hacía guardia ante ella.
Al otro lado del jardín, a treinta pasos de distancia aproximadamente, se alzaba un quiosquillo que formaba pareja con el que ocupaba Maurice; tenía la celosía bajada, pero a través de ella brillaba una luz. Se aproximó a la puerta y escuchó los pasos de otro centinela.
Al fondo del corredor se oían voces confusas, de las que sólo pudo distinguir claramente las palabras: espía, puñal, muerto.
Maurice redobló su atención. Se abrió una puerta y pudo oír más claramente: una voz opinaba que era un espía y los denunciaría en cuanto se viera libre y, aunque no supiera quiénes eran, conocía la dirección y volvería con más gente para prenderles. Por fin se pusieron de acuerdo y decidieron matarle. Al oírlo, a Maurice se le heló el sudor que le corría por la frente. Una de las voces advirtió:
—Va a chillar. ¿Al menos han alejado a la señora Dixmer?
Maurice empezó a comprender dónde se hallaba: estaba en casa del maestro curtidor que le había hablado en la antigua calle Saint-Jacques; pero no comprendía qué interés podía tener este hombre en su muerte.
Saltó hacia el azadón y, con él en la mano, se situó junto a la puerta de forma que esta le cubriera al abrirse.
Una voz aconsejó matarle de un tiro y Maurice sintió un escalofrío correrle de pies a cabeza.
—Nada de explosiones —dijo otra voz—. Eso podría delatarnos. ¡Ah! Dixmer, ¿y su esposa?
—Acabo de verla por la celosía; no sospecha nada, lee.
—Dixmer, usted puede ayudarnos a decidir: ¿qué le parece mejor: un tiro o una puñalada?
—Un tiro, ¡vamos!
—¡Vamos! —repitieron cinco o seis voces al mismo tiempo.
Los pasos se aproximaron y se detuvieron ante la puerta, la llave rechinó en la cerradura y la puerta se abrió lentamente. Maurice se dijo que si se entretenía golpeando le matarían; lo mejor era precipitarse sobre los asesinos y sorprenderlos, para tratar de alcanzar el jardín y la calle.
Al abrirse la puerta, lanzó un grito salvaje, que tenía más de amenaza que de terror, derribó a los dos primeros hombres, apartó a los otros y en un segundo franqueó diez toesas[7] gracias a sus piernas de acero; al fondo del corredor vio abierta una puerta que daba al jardín: se lanzó por ella, saltó diez escalones y, orientándose lo mejor que pudo, corrió hacia la puerta, que estaba cerrada con llave y dos cerrojos.
Maurice descorrió los cerrojos e intentó abrir la cerradura. Entretanto, sus perseguidores habían llegado a la escalinata y le vieron.
—¡Ahí está! —gritaron—; tire, Dixmer, tire, mátelo. Maurice lanzó un rugido; estaba encerrado en el jardín; miró a las paredes y calculó que tendrían diez pies de altura. Los asesinos se lanzaron en su persecución, pero les llevaba treinta pasos de ventaja. Miró a su alrededor y percibió el quiosco, la celosía y la luz. Dio un salto de diez pies, cogió la celosía y la arrancó; pasó a través de la ventana, rompiéndola, y cayó en una habitación iluminada donde una mujer leía junto al fuego.
La mujer se levantó espantada, pidiendo socorro.
—Apártate, Geneviève —gritó Dixmer—; apártate, que le mato.
Maurice vio a diez pasos el cañón de una carabina apuntándole. Pero la mujer, apenas vio a Maurice, lanzó un grito y, en vez de apartarse como le ordenaba su marido, se interpuso en la trayectoria del disparo. Maurice se fijó en ella y también lanzó un grito: era la tan buscada desconocida, que le ordenó silencio y, volviéndose hacia los asesinos, que se acercaban a la ventana con diferentes armas en la mano, dijo:
—No le mataréis.
Dixmer dijo que era un espía, pero la mujer le pidió que se aproximara y le dijo algo al oído, luego se volvió a Maurice y le tendió la mano sonriendo, mientras Dixmer posaba en tierra la culata de su carabina y sus rasgos tomaban una singular expresión de mansedumbre y frialdad. Luego, hizo una señal a sus compañeros para que le siguieran, se alejó con ellos algunos pasos y, tras hablarles, se alejaron todos.
—Esconda esa sortija —murmuró Geneviève—, aquí la conocen todos.
Maurice se quitó la sortija y la escondió en su chaleco. Un momento después se abrió la puerta del pabellón y entró Dixmer.
—Ciudadano —dijo a Maurice—, le pido perdón por no haber sabido lo mucho que le debo. Mi esposa, aunque recordaba el favor que le hizo usted el diez de marzo, había olvidado su nombre. De haber sabido quién era usted, no hubiéramos puesto en duda su honor ni sus intenciones.
Maurice preguntó por qué querían matarle y Dixmer explicó que en su fábrica de curtidos empleaba ácidos adquiridos de contrabando. Al verle indagando, habían temido una delación y decidieron matarle. Dixmer y su socio, el señor Morand, estaban ganando una fortuna gracias al presente estado de cosas. La municipalidad no tenía tiempo para verificar minuciosamente las cuentas y los materiales de contrabando les producían un beneficio del doscientos por cien.
—¡Diablo! —exclamó Maurice—. Me parece un beneficio muy honesto y comprendo su temor a que una denuncia mía terminara con él.
Dixmer le pidió su palabra de no decir nada del asunto y le rogó que le explicara lo que hacía por allí, advirtiéndole que era perfectamente libre para callar, si así lo deseaba.
Maurice dijo que buscaba a una mujer que vivía en ese barrio, pero de la que ignoraba el nombre, la situación y el domicilio.
—Sólo sé que estoy locamente enamorado —dijo—, que es baja…
Geneviève era alta.
—Que es rubia y con aire desenvuelto…
Geneviève era morena y con grandes ojos soñadores.
—En fin, una obrera…; y para agradarle me he puesto esta ropa popular.
Dixmer dijo que todo estaba claro y Geneviève se sintió enrojecer y dio media vuelta.
—Pobre ciudadano Lindey —dijo Dixmer, riendo—; qué mal rato le hemos hecho pasar, y usted es el último a quien hubiera querido hacer daño; ¡un patriota tan excelente, un hermano!… pero, la verdad: creía que algún malintencionado usurpaba su nombre.
—No hablemos de eso —dijo Maurice—, indíqueme el camino para salir de aquí y olvidemos…
Pero Dixmer se opuso a sus intenciones: esa noche daban una cena, él y su socio, a los valientes que habían querido asesinar a Maurice y deseaba que él mismo comprobara que no eran tan canallas como parecían. Maurice no se decidía a aceptar la proposición.
Geneviève le miró tímidamente y dijo:
—Se lo ofrecemos de todo corazón.
—Acepto, ciudadana —respondió Maurice, inclinándose.
Dixmer dijo que iba a comunicárselo a sus compañeros y salió, dejando solos a Maurice y Geneviève.
—¡Ah, señor! —dijo la joven, con un acento al que inútilmente trataba de dar un tono de reproche—; usted ha faltado a su palabra, ha sido indiscreto.
—¡Cómo, señora! —exclamó Maurice—. ¿La he comprometido? En ese caso, perdóneme, me marcho, y jamás…
—¡Dios! —exclamó ella, levantándose—. ¡Está herido en el pecho! ¡Su camisa está llena de sangre!
—¡Oh!, no se inquiete, señora; uno de los contrabandistas me ha pinchado con su puñal.
Geneviève palideció, y tomándole la mano:
—Perdóneme —murmuró— el mal que se le ha hecho; usted me ha salvado la vida y yo he podido ser la causa de su muerte.
—¿No es bastante recompensa haberla vuelto a encontrar? Porque, ¿no habrá creído que buscara a otra que no fuera usted?
—Venga conmigo —le interrumpió Geneviève—, le daré ropa limpia… Es preciso que nuestros invitados no le vean en ese estado: sería hacerles un reproche terrible.
Maurice protestó por las molestias que le causaba, pero ella aseguró que era una obligación que cumplía con gran placer. Condujo a Maurice a un gabinete de una elegancia y distinción que él no esperaba encontrar en casa de un maestro curtidor, aunque este pareciera millonario. Ella abrió los armarios, dijo:
—Tomad lo que gustéis, estáis en vuestra casa; y al decir esto se retiró.
Al salir Mauricio, halló a Dixmer que volvía.
—¡Vamos!, ¡vamos! —dijo, al comedor, no esperamos a nadie más que a vos.