La tentativa de liberación había excitado la cólera de unos y el interés de otros. Por otra parte, este acontecimiento lo corroboraba la multitud de emigrados que, desde hacía tres semanas, habían vuelto a entrar en Francia por diferentes puntos de la frontera. Era evidente que todas las personas que arriesgaban así su cabeza no lo hacían sin un objetivo, y este, según todas las probabilidades, era la liberación de la familia real.
A propuesta de Osselin, se había promulgado un decreto condenando a muerte a todo emigrado convicto de haber regresado a Francia, así como a todo ciudadano que le hubiera dado ayuda o, asilo. Esta ley inauguraba el terror. Sólo faltaba la ley sobre los sospechosos.
El caballero de Maison-Rouge era un enemigo demasiado activo y audaz para que su vuelta a París y su aparición en el Temple no acarreasen las más drásticas medidas. Se realizaron registros más severos que nunca en multitud de casas sospechosas, pero el único resultado que dieron fue el descubrimiento de algunas emigradas que se dejaron prender y de algunos viejos que no se molestaron en disputar a los verdugos los pocos días que les quedaban de vida.
Las secciones estuvieron muy ocupadas y el secretario de la de Lepelletier tuvo poco tiempo para pensar en la desconocida. Al principio había intentado olvidar, pero, como decía su amigo Lorin:
Aquel que olvidar pretende,
recordar solo consigue.
Maurice no había dicho nada a su amigo, y había guardado en su corazón los detalles de la aventura ignorados por este; sin embargo, Lorin, que conocía su naturaleza alegre y expansiva, al verle meditabundo y solitario, sospechaba que Cupido andaba por medio.
Entretanto, el caballero no había sido capturado y ya no se hablaba de él. La reina lloraba junto a su hija y su hermana. El joven delfín, en manos del zapatero Simon, comenzaba el martirio que en dos años le llevaría junto a sus padres. Transcurría un momento de calma. El volcán montañés reposaba antes de devorar a los girondinos.
Maurice sentía el peso de esta calma como se siente la pesadez de la atmósfera en tiempo de tormenta. La holganza le entregaba al ardor de un sentimiento que, si no era el amor, se le parecía mucho y decidió, pese al juramento que había hecho, ensayar una última tentativa.
Había madurado mucho una idea: ir a la sección del Jardín des Plantes y pedir informes al secretario. Pero le contuvo el temor de que su bella desconocida estuviera mezclada en alguna intriga política y una indiscreción suya pudiera hacer rodar su cabeza por el cadalso.
Entonces decidió intentar la aventura solo y sin ningún informe.
Su plan era muy simple: las listas colocadas en cada puerta le proporcionarían los primeros indicios, y los interrogatorios a los porteros terminarían de aclarar el misterio.
Aunque desconocía el nombre de la joven, pensaba que estaría en consonancia con su aspecto y pensaba deducirlo por analogía.
Se puso una casaca de paño oscuro y basto, se caló el gorro rojo de los grandes días y partió para su exploración sin advertir a nadie. Llevaba en la mano un garrote nudoso, y en el bolsillo su credencial de secretario de la sección Lepelletier.
Recorrió la calle Saint-Victor y la Vieille-Saint-Jacques, leyendo todos los nombres escritos en el entrepaño de cada puerta. Se encontraba en la centésima casa, sin la menor pista de su desconocida, cuando un zapatero, viendo la impaciencia pintada en su rostro, abrió su puerta, salió y mirándole por encima de las gafas le preguntó si quería algún informe sobre los inquilinos de la casa, estaba dispuesto a contestarle y conocía a todo el mundo en el barrio. Maurice le dijo que buscaba a un amigo curtidor llamado René.
—En ese caso —dijo un burgués que acababa de detenerse allí y que miraba a Maurice con cierta sencillez, no exenta de desconfianza—, lo mejor es dirigirse al patrón.
El zapatero corroboró las palabras del burgués, que se llamaba Dixmer y era director de una curtiduría con más de cincuenta obreros y, por tanto, podría informar a Maurice; este se volvió al burgués, que era un hombre alto, de rostro plácido y llevaba un traje de una riqueza que denunciaba al industrial opulento.
El burgués le dijo que era necesario saber el apellido del amigo que buscaba, y Maurice aseguró que no lo sabía.
—¡Cómo! —dijo el burgués, con upa sonrisa en la que se transparentaba más ironía de la que quería dejar traslucir—. En ese caso es probable que no le encuentres.
Y el burgués, saludando graciosamente a Maurice, avanzó algunos pasos y entró en una casa de la antigua calle Saint-Jacques. El zapatero insistió en el mismo argumento que el burgués y volvió a su cuchitril.
Sólo quedaban algunos minutos de claridad diurna y Maurice los aprovechó para meterse por el primer callejón y enseguida por otro; allí examinó cada puerta, exploró cada rincón, miró por encima de cada valla, se alzó sobre cada muro, echó una ojeada al interior de cada reja, por el agujero de cada cerradura, llamó en algunos almacenes desiertos sin obtener respuesta, empleando más de dos horas en esta búsqueda inútil.
Sonaron las nueve. Era noche cerrada: no se oía ningún ruido. De pronto, al volver una calle estrecha, vio brillar una luz y se internó por la sombría calleja, sin advertir la repentina desaparición tras una pared, de una cabeza que no le perdía de vista desde hacía un cuarto de hora.
Unos segundos después, tres hombres salían por una puertecita practicada en la pared y se encaminaban tras los pasos de Maurice, mientras otro hombre cerraba cuidadosamente la puerta.
Maurice había llegado a un patio, al otro lado del cual brillaba la luz. Llamó a la puerta de una casa pobre y solitaria y la luz se apagó al primer golpe. Maurice insistió, pero nadie respondió a su llamada. Comprendió que perdía el tiempo, atravesó el patio y volvió a la calleja. Al mismo tiempo, la puerta giró suavemente sobre sus goznes, salieron por ella tres hombres y se escuchó un silbido. Maurice se volvió y vio tres hombres muy cerca de él. En las tinieblas, al resplandor de esa especie de luz que existe para los ojos acostumbrados a la oscuridad desde hace rato, relucían tres hojas de reflejos leonados.
Maurice comprendió que estaba rodeado; quiso hacer molinete con su bastón, pero la callejuela era tan estrecha que este chocó contra los dos muros. En el mismo instante le aturdió un violento golpe en la cabeza. Los siete hombres cayeron sobre Maurice y, pese a una resistencia desesperada, le derribaron, le ataron las manos y le vendaron los ojos.
Maurice no lanzó ni un grito para pedir ayuda. Pensó que si le vendaban los ojos no era para matarle enseguida. Oyó una voz que le preguntaba quién era, qué buscaba y quién le enviaba. Al contestar Maurice que no le enviaba nadie, dijo el que le interrogaba:
—En cualquier caso mientes, vengas por tu voluntad o enviado por alguien: eres un espía.
Al oírse insultar, Maurice llamó cobardes, repetidas veces y en tono violento a los que le interrogaban.
—No se te insulta —dijo una voz más dulce, aunque también más imperiosa que las que habían hablado hasta entonces—. En los tiempos que vivimos, se puede ser espía sin ser deshonesto: sólo que se arriesga la vida.
—Sea bien venido quien ha hablado así; yo le responderé lealmente.
—¿Qué ha venido a hacer a este barrio?
—A buscar a una mujer.
La misma voz le dijo que mentía y le amenazó con matarle. Maurice hizo un violento esfuerzo para librarse de las ligaduras, pero un frío doloroso y agudo le desgarró el pecho, obligándole a hacer un movimiento de retroceso.
—¡Ah!, lo notas —dijo uno de los hombres—. Pues todavía hay ocho pulgadas parecidas a la que acabas de conocer.
—¿Quién eres? —preguntó la voz dulce e imperiosa.
—Maurice Lindey.
—¡Qué! ¿Maurice Lindey, el revolucionario, el patriota?, ¿el secretario de la sección Lepelletier?
—Sí; Maurice Lindey, el secretario de la sección Lepelletier, el patriota, el revolucionario, el jacobino; Maurice Lindey, cuyo día más apreciado será aquel en que muera por la libertad.
Un silencio de muerte acogió esta respuesta.
Maurice presentó su pecho esperando que la hoja, cuya punta había sentido antes, se hundiera por completo en su corazón. Tras algunos segundos, una voz le preguntó si era cierto lo que decía.
—Registrad en mi bolsillo y encontraréis mi credencial.
Al instante se sintió transportado por brazos vigorosos. Notó que cruzaba dos puertas, la última tan estrecha que apenas pudieron pasar con él los hombres que le llevaban. A su alrededor continuaban los murmullos y cuchicheos. Maurice se creía perdido. Advirtió que subían unos escalones; un aire más tibio rozó su rostro y le sentaron en una silla. Oyó cerrarse con llave una puerta y escuchó unos pasos que se alejaban. Prestó oído y creyó entender que la voz imperiosa decía:
—Deliberemos.