Maurice pertenecía a una familia medio aristocrática. Sus antepasados se habían distinguido, desde hacía doscientos años, por la eterna oposición parlamentaria que ha ennoblecido los nombres de Molé y Maupeou. Su padre se había pasado toda su vida clamando contra el despotismo; cuando, el 14 de julio de 1789, la Bastilla cayó en manos del pueblo, murió de sorpresa y espanto al ver al despotismo reemplazado por la libertad militante, dejando a su único hijo independiente por su fortuna y republicano de sentimientos.
La Revolución había encontrado a Maurice en la plenitud de vigor y madurez viril que precisa el atleta dispuesto a entrar en liza, con una educación republicana, fortalecida por la asiduidad a los clubs y la lectura de todos los panfletos de la época. En el aspecto moral, Maurice observaba un profundo y razonado desprecio por la jerarquía, ponderación filosófica de los elementos que componen el cuerpo, negación absoluta de toda nobleza que no fuera personal, apreciación imparcial del pasado, ardor por las ideas nuevas, simpatía por el pueblo, mezclada al más aristocrático de los temperamentos.
En cuanto al físico, Maurice Lindey medía cinco pies y ocho pulgadas, tenía veinticinco o veintiséis años, musculoso como un Hércules, con esa extraña belleza que caracteriza a los francos como una raza particular, es decir, una frente pura, ojos azules, cabello castaño y ondulado, mejillas rosa y dientes de marfil.
Aunque no era rico, tenía independencia económica; poseía un apellido respetado, y, sobre todo, popular; conocido por su educación liberal y sus principios, más liberales todavía, se había situado a la cabeza de un partido formado por todos los jóvenes burgueses patriotas.
Maurice había asistido a la toma de la Bastilla, había estado en la expedición de Versalles, había combatido como un león el diez de agosto, y en esta memorable jornada había matado tanto patriotas como suizos, pues le eran tan insufribles el asesino con casaca como el enemigo de la República con uniforme rojo.
Fue él quien, para exhortar a los defensores del castillo a rendirse e impedir que corriera la sangre, se había arrojado sobre la boca de un cañón con el que iba a hacer fuego un artillero parisiense. Fue él quien entró primero en el Louvre por una ventana, pese a la descarga de los fusiles de cincuenta suizos y otros tantos gentilhombres emboscados. Cuando percibió las señales de capitulación, su terrible sable ya había atravesado más de diez uniformes; entonces, viendo a sus amigos masacrar a placer a los prisioneros que suplicaban piedad, se lanzó furiosamente sobre sus compañeros, lo que le valió una reputación digna de los mejores días de Roma y Grecia.
Declarada la guerra, Maurice se enroló y partió hacia la frontera como teniente, junto con los mil quinientos voluntarios que la ciudad enviaba contra los invasores, y que cada día debían ser seguidos por otros mil quinientos.
En Jemmapes, la primera batalla a la que asistía, recibió un tiro, y la bala, tras atravesar los músculos de acero de su hombro, se aplastó contra el hueso. Se le envió a París para que se curara y durante un mes se retorció en el lecho del dolor, devorado por la fiebre; pero enero le encontró en pie y mandando, si no de nombre, al menos de hecho, el club de las Termópilas, es decir, cien jóvenes de la burguesía parisiense, armados para oponerse a toda tentativa en favor del tirano Capeto. Aún más: serio y circunspecto, Maurice asistió a la ejecución del rey; permaneció mudo cuando cayó la cabeza de este hijo de san Luis, limitándose a levantar su sable mientras sus amigos gritaban: «Viva la libertad», sin fijarse que, excepcionalmente, esta vez su voz no se mezclaba con las suyas.
Tal era el hombre que el once de marzo, hacia las diez de la mañana, llegaba a la sección de la que era secretario; allí se le esperaba con impaciencia y emoción, ya que había que votar en la Convención una resolución para reprimir los complots de los girondinos.
En la sección sólo se hablaba del caballero de Maison-Rouge y su intentona en el Temple. Maurice se mantuvo silencioso, redactó la proclama, terminó su tarea en tres horas y se dirigió a la calle Saint-Honoré. París le pareció completamente distinto a la noche anterior, y volvió a recorrer el camino que hiciera con la desconocida. Atravesó los puentes y llegó a la calle Víctor, como se la llamaba entonces.
«¡Pobre mujer! —murmuró Maurice—. No ha reflexionado que la noche sólo dura doce horas y su secreto probablemente no dure más. A la luz del sol encontraré la puerta por donde se deslizó, y quién sabe si no la apercibiré a ella misma en alguna ventana».
Penetró en la antigua calle Saint-Jacques y se situó en el mismo lugar en que había estado la víspera. Cerró los ojos un instante, creyendo que el beso de la víspera le quemaría de nuevo los labios. Pero sólo sintió el recuerdo, aunque este también quemaba.
Maurice abrió los ojos y vio las calles fangosas y mal pavimentadas, guarnecidas de vallas, cortadas por puentecillos mal colocados sobre un arroyo. Era la miseria en todo su horror. Acá y allá un jardín cercado por vallas y empalizadas de varas, alguno por muros; pieles secándose y expandiendo ese olor de curtiduría que subleva al corazón. Maurice buscó durante dos horas y no encontró nada, aunque volvió diez veces sobre sus pasos para orientarse. Todas sus tentativas fueron inútiles, todas sus indagaciones infructuosas. Las huellas de la joven parecía que hubieran sido borradas por la niebla y la lluvia.
«Yo he soñado —se dijo Maurice—. Esta cloaca no puede haber servido de refugio, ni por un momento, a mi hermosa hada de esta noche».
Había en este bravo republicano una poesía mucho más real que en su amigo de los cuartetos anacreónticos, pues se concentró en esta idea para no empañar la aureola que iluminaba la cabeza de su desconocida.
«¡Adiós! —dijo—, bella misteriosa. Me has tratado como a un necio o a un niño. En efecto, ¿hubiera venido aquí conmigo, si viviera aquí? ¡No!, se ha limitado a pasar por aquí como un cisne por un pantano infecto, y su huella es tan invisible como la del pájaro en el aire».