Cuando volvió en sí y miró a su alrededor, sólo vio callejuelas sombrías que se abrían a derecha e izquierda. Trató de recobrarse, pero su espíritu estaba turbado, la noche era sombría; la luna, que había salido un instante para iluminar el atractivo rostro de la desconocida, se había vuelto a ocultar entre las nubes. El joven, tras un momento de cruel incertidumbre, tomó el camino de su casa. Al llegar a la calle Sainte-Avoie le sorprendió la gran cantidad de patrullas que circulaban por el barrio del Temple.
Preguntó a un sargento qué sucedía y este le explicó que una patrulla, disfrazada con el uniforme de los cazadores de la guardia nacional y conociendo la contraseña, cosa que nadie podía explicarse, se había introducido en el Temple con intención de liberar a la Capeto y toda su nidada. Felizmente, el que hacía de cabo había llamado señor al oficial de guardia, descubriéndose a sí mismo como aristócrata. No había sido posible arrestarlos: la patrulla había escapado hasta la calle, dispersándose. El jefe, un tipo delgado, había huido por una puerta trasera que daba a las Madelonnettes.
En cualquier otra circunstancia, Maurice hubiera permanecido toda la noche junto a los patriotas que velaban por la salud de la República; pero, desde hacía una hora, el amor a la patria no era lo único que ocupaba su pensamiento. Continuó su camino, despreocupado de la noticia que acababa de conocer. Por otra parte, estas pretendidas tentativas de liberación se habían hecho tan frecuentes y los patriotas sabían que, en algunas circunstancias se utilizaban como medio político, que la noticia no le había inspirado gran inquietud.
Al llegar a su casa se acostó, durmiéndose rápidamente pese a la preocupación de su espíritu. Al día siguiente encontró una carta en su mesilla de noche; estaba escrita con una letra fina, elegante y desconocida; miró el sello, cuya divisa era una sola palabra inglesa: Nothin. (Nada). Abrió la carta y leyó:
¡Gracias! ¡Agradecimiento eterno a cambio de eterno olvido!
Maurice llamó a su criado; este se llamaba Juan, pero en 1792 había cambiado su nombre por el de Scevola.
—Scevola, ¿sabes quién ha traído esta carta?
—No; a mí me la ha entregado el portero.
—Dile que suba.
El portero se llamaba Arístides y subió porque le llamaba Maurice, muy apreciado por todos los criados con los que tenía relación, pero declaró que, si se hubiera tratado de otro inquilino, le hubiera dicho que bajara.
A las preguntas de Maurice, el portero contestó que la carta la había llevado un hombre a las ocho de la mañana. El joven pidió a Arístides que aceptara diez francos y le rogó que siguiera disimuladamente al hombre si volvía a presentarse.
Para satisfacción de Arístides, un poco humillado por la proposición de seguir a un semejante, el hombre no apareció.
Maurice se quedó solo; arrugó la carta y se quitó el anillo del dedo, dejándolo todo sobre la mesilla de noche. Trató de volver a dormir, pero al cabo de una hora volvió de su acuerdo, besó el anillo y releyó la carta. En ese momento se abrió la puerta; Maurice se puso el anillo y ocultó la carta bajo la almohada.
Entró un hombre joven vestido de patriota, pero de patriota superelegante. Su casaca era de paño fino, el calzón de casimir y las medias de seda fina. En cuanto a su gorro frigio, hubiera hecho palidecer, por su forma elegante y su bello color púrpura, al del mismo París.
Además, llevaba a la cintura un par de pistolas de la exreal fábrica de Versalles, y un sable recto y corto, parecido al de los alumnos del Campo de Marte.
—¡Ah! —dijo el recién llegado—. Tú duermes, bruto, mientras la patria está en peligro. ¡Qué asco!
—No duermo, Lorin —dijo Maurice riendo—; sueño.
—¿Con Eucharis?
—¿Quién es esa Eucharis?
—La mujer de la calle Saint-Honoré, la mujer de la patrulla, la desconocida por quien hemos arriesgado nuestras cabezas anoche.
Lorin le hizo varias preguntas sobre la mujer, pero Maurice le respondió que se le había escapado en el puente Marie.
—Hablemos de política —dijo Lorin—. He venido para eso; ¿sabes la noticia?
—Sé que la viuda Capeto ha querido evadirse.
—¡Bah! Eso no es nada. El famoso caballero de Maison-Rouge está en París.
—¿De verdad? ¿Cuándo ha entrado?
—Anoche. Disfrazado de cazador de la guardia nacional. Una mujer que se supone es aristócrata, disfrazada de mujer del pueblo le ha llevado las ropas a la puerta de la ciudad; un instante después han entrado del brazo. Sólo después que habían pasado, el centinela ha entrado en sospechas: había visto salir a la mujer con un paquete y la vio entrar del brazo de un militar; esto era sospechoso. Ha dado la alarma y se ha corrido tras ellos, pero han desaparecido en un edificio de la calle Saint-Honoré cuya puerta se abrió como por arte de magia. El edificio tenía otra puerta en los Champs-Elysées; el caballero de Maison-Rouge y su cómplice se han desvanecido. Se demolerá el edificio y se guillotinará al propietario, pero esto no impedirá al caballero volver a intentar lo que le ha fallado en dos ocasiones, hace cuatro meses por primera vez y ayer por segunda.
—Entonces, ¿crees en el amor del caballero por la reina?
—No —contestó Lorin—. En eso digo como todo el mundo. Por otra parte, ella ha enamorado a tantos que no tendría nada de asombroso que también le hubiera seducido a él.
—Entonces, dices que el caballero de Maison-Rouge…
—Digo que en este momento está acorralado y que si escapa a los sabuesos de la República será un zorro muy fino.
—¿Y qué hace el ayuntamiento entretanto?
—Va a proclamar un decreto para que cada casa, como un fichero público, exhiba en la fachada los nombres de sus inquilinos.
—¡Excelente idea! —exclamó Maurice, pensando que este sería un buen medio de encontrar a la desconocida.
—¿No es cierto? Yo ya he apostado a que esta medida nos proporcionará un mínimo de quinientos aristócratas. A propósito, esta mañana hemos recibido en el club una delegación de voluntarios encabezados por nuestros adversarios de anoche.
Lorin explicó a su amigo que los voluntarios portaban guirnaldas de flores y coronas de laurel y deseaban confraternizar con los miembros del club de las Termópilas. Se improvisó un altar de la patria y los voluntarios pretendían coronar a Maurice, héroe de la fiesta, pero como no estaba, se le invocó por tres veces y se coronó el busto de Washington.
Cuando Lorin terminó su relato, se escucharon en la calle rumores y tambores lejanos al principio, luego, más próximos cada vez.
—¿Qué es eso? —preguntó Maurice.
—Es la proclamación del decreto del ayuntamiento —dijo Lorin.
—Me voy a la sección —dijo Maurice, saltando de la cama y llamando a su criado para que le ayudara a vestirse.
—Y yo me voy a acostar —dijo Lorin—; esta noche sólo he podido dormir dos horas gracias a tus furiosos voluntarios. No me despiertes si no se combate violentamente.
—Entonces, ¿para qué te has puesto tan elegante?
—Porque, para venir a tu casa, debo pasar por la calle Béthisy, y allí, en el tercero, hay una ventana que se abre siempre que paso.
—¿Y no temes que se te tome por un petimetre?
—Todo lo contrario, se me conoce como un descamisado sincero. Sin embargo, es necesario hacer algún sacrificio por el sexo débil.
Los dos amigos se estrecharon la mano cordialmente. Lorin salió de la casa y Maurice se apresuró a vestirse para acudir a la sección de la calle Lepelletier.