Maurice, al encontrarse solo con la joven, permaneció turbado un instante; el temor a ser engañado, el atractivo de aquella maravillosa belleza, un vago remordimiento que arañaba su limpia conciencia de republicano exaltado, le detuvieron un momento cuando se disponía a dar su brazo a la joven.
—¿Adónde va usted, ciudadana? —dijo.
—Muy lejos, señor: junto al Jardín des Plantes.
Maurice preguntó a la joven qué hacía a esas horas por las calles de París; ella le explicó que había estado desde el mediodía en una casa de Roule, ignorante de lo que sucedía en la ciudad. Maurice le dijo que quizás ella era una aristócrata que se reía de él, republicano traidor a su causa, por servirle de guía. Pero ella protestó vivamente y le aseguró amar a la República tanto como él.
—En ese caso, ciudadana, no tiene nada que ocultar, ¿de dónde venís?
—¡Oh, señor, por favor! —dijo la desconocida.
Había tal expresión de pudor en este señor y tan dulce, que Maurice creyó estar seguro del sentimiento que encerraba: ella volvía de una cita amorosa. Y sin saber por qué, notó cómo este pensamiento le atenazaba el corazón. Desde ese momento guardó silencio.
Entretanto, los dos paseantes habían llegado a la calle Verrerie, tras haberse cruzado con tres o cuatro patrullas que, gracias a la contraseña, les habían dejado circular libremente. Pero el oficial de una nueva patrulla pareció poner algunas dificultades y Maurice tuvo que añadir a la contraseña su nombre y domicilio. El oficial preguntó quién era la mujer y Maurice dijo:
—Es… la hermana de mi mujer.
El oficial les dejó pasar y la desconocida preguntó a Maurice si estaba casado. Él dijo que no.
—En ese caso, hubiera sido más rápido decir que yo era su esposa.
—Señora, la palabra esposa es un título sagrado que no se puede dar ligeramente, y yo no tengo el honor de conocerla a usted.
Esta vez fue la joven quien sintió oprimírsele el corazón. Atravesaban el puente Marie. La desconocida avanzaba más deprisa a medida que se acercaba al final del trayecto. Atravesaron el puente de la Tournelle y Maurice anunció a la joven que ya se encontraban en su barrio.
—Sí, pero ahora es cuando tengo mayor necesidad de su ayuda.
Maurice le reprochó el hecho de excitar su curiosidad sin decirle quién era. La desconocida le aseguró que le estaría reconocida por haberla salvado del peligro mayor que había corrido nunca, pero que le era imposible revelarle su nombre.
—Sin embargo, se lo hubiera dicho al primer agente que la hubiera conducido al puesto.
—No, jamás —exclamó la desconocida.
Maurice le advirtió que, en ese caso, la habrían conducido a prisión lo que, en ese momento significaba el cadalso. Pero ella aseguró que prefería el cadalso a la traición, porque decir su nombre era equivalente a traicionar.
—¡Con razón le decía que me hacía representar un papel muy desairado como republicano!
—Representa el papel de un hombre generoso. Encuentra a una pobre mujer a la que se insulta y no la desprecia aunque sea del pueblo, y como pude ser insultada de nuevo, para salvarla de la ruina, la acompaña hasta su miserable barrio; eso es todo.
—Eso es razonable en cuanto a las apariencias y yo lo hubiera podido creer si no la hubiera visto, si no me hubiera hablado; pero su belleza y su lenguaje son de una mujer distinguida; ahora bien, es precisamente esta distinción, en contradicción con su ropa y su miserable barrio, lo que me prueba que su salida a esta hora oculta algún misterio. Se calla… no hablemos de ello. ¿Estamos aún lejos de su casa, señora?
En ese momento llegaban a la calle des Fossés-Saint-Victor.
—¿Ve ese pequeño edificio negro? —dijo la desconocida, señalando con la mano a una casa situada al otro lado del Jardín des Plantes—. Cuando estemos allí, usted se separará de mí.
Maurice le dijo que él estaba allí para obedecerla y ella le preguntó si estaba enojado. El joven contestó que no y añadió que, por otra parte, eso carecía de importancia para ella.
—Me importa mucho, porque todavía tengo que pedirle un favor.
—¿Cuál?
—Un adiós afectuoso y franco… un adiós de amigo.
—¡Un adiós de amigo! Usted me hace un gran honor, señora. Un amigo tan singular que ignora el nombre de su amiga, la cual le oculta su domicilio por temor, sin duda, a tener la desgracia de volverlo a ver.
La joven bajó la cabeza y no respondió.
—Por último, señora, si he sorprendido algún secreto, no me odie, lo habré hecho sin querer.
La desconocida anunció que ya habían llegado a su destino. Estaban frente a la vieja calle Saint-Jacques y a Maurice le parecía imposible que viviera allí. Se despidieron y Maurice hizo un frío saludo, retrocediendo dos pasos. Ella le pidió su mano y el joven se aproximó tendiéndosela. Entonces notó que la mujer le deslizaba un anillo en el dedo. Ante las protestas del joven ella le aseguró que sólo pretendía recompensar el secreto que se veía obligada a guardar con él. Pero Maurice, exaltado, le dijo que la única compensación que necesitaba era volverla a ver, aunque sólo fuera una vez, una hora, un minuto, un segundo.
—Jamás —respondió la desconocida como un doloroso eco.
Una vez más, Maurice le reprochó que se burlara de él. La mujer suspiró y le pidió que jurara mantener los ojos cerrados durante un minuto, en ese caso ella le daría una prueba de reconocimiento. Así lo hizo Maurice, pero antes pidió:
—Déjeme verla una vez más, una sola vez, se lo suplico.
La joven se quitó la capucha con una sonrisa no exenta de coquetería; a la luz de la luna él pudo ver sus largos cabellos descolgándose en bucles de ébano, el perfecto arco de sus cejas, que parecían dibujadas con tinta china, dos ojos rasgados, como almendras, aterciopelados y lánguidos, una nariz de la forma más exquisita, unos labios frescos y brillantes como el coral.
—¡Oh! Es usted muy hermosa, ¡muy hermosa! —exclamó Maurice.
La joven le pidió que cerrara los ojos. Maurice obedeció y notó un calor perfumado que parecía aproximarse a su rostro. Una boca rozó la suya, dejando entre sus labios el anillo que había rechazado.
Fue una sensación rápida como de pensamiento y ardiente como una llama. Maurice hizo un movimiento, extendiendo los brazos ante sí.
—¡Su juramento! —gritó una voz lejana.
Maurice apoyó sus manos crispadas sobre sus ojos y no contó ni pensó: permaneció mudo, inmóvil, vacilante. Poco después escuchó el ruido de una puerta que se cerraba, abrió los ojos y miró a su alrededor como quien despierta de un sueño; y por tanto hubiera tenido de no mantener entre sus labios apretados el anillo que hacía una incontestable realidad esta increíble aventura.