La lucha no podía ser igualada. Incluso la mujer comprendió esto, porque dejó caer la cabeza sobre el pecho y lanzó un suspiro. En cuanto a Maurice, con el ceño fruncido, el labio levantado desdeñosamente, el sable desenvainado, permanecía indeciso entre sus sentimientos de hombre que le ordenaban defender a la mujer y sus deberes de ciudadano que le aconsejaban entregarla. De pronto brilló en una esquina el resplandor de varios cañones de fusil y se escuchó la marcha de una patrulla que, al advertir al grupo, hizo alto a diez pasos. El cabo gritó: «¿Quién vive?».
Maurice reconoció la voz de su amigo Lorin y le pidió que se acercara. El cabo avanzó al frente de la patrulla y, al reconocer a Maurice, le preguntó qué hacía en la calle a esas horas.
—Ya lo ves, salgo de la sección de Hermanos y Amigos.
—Sí, para ir a la de hermanas y amigas, ¿no es así?
¿Qué me importa que de día
no pueda verte, mi amada,
si allá en la noche callada
en tus brazos feliz soy?
Y en ellos aún me encuentra
al nacer la bella aurora,
y mil delicias, señora,
gozando a tu lado estoy.
¿Qué tal te parecen los versos? ¿Son oportunos?
—No, amigo mió, te has equivocado. Me dirigía directamente a casa, cuando hallé a esta ciudadana que forcejaba por desasirse de las manos de esos ciudadanos voluntarios; y juzgando que era deber mío, corrí hacia ella preguntando por qué querían prenderla.
—¡Ah!, te conozco demasiado —dijo Lorin—. Porque tal carácter es de los hidalgos de Francia.
Volviéndose después a los voluntarios, preguntó el cabo-poeta:
—¿Y por qué lleváis presa a esta mujer?
—Ya lo hemos dicho al oficial, respondió el jefe de la partida, porque no tiene carta de seguridad.
—¡Bah!, ¡bah! —dijo Lorin, ¡vaya un crimen!
—¿Es decir que no has leído el bando de la municipalidad? —preguntó el jefe de los voluntarios.
—Si tal; pero hay otro que anula ese.
—¿Cuál?
—Hele aquí:
Las leyes que en el Parnaso
y allá en el Pindó se observan,
mandan que la juventud,
que la gracia y la belleza
puedan de día pasar,
y a la hora que ellas quieran,
sin llevar el pasaporte,
ni carta, ni contraseña.
—¡Eh! ¿Qué dices de este acuerdo, ciudadano? Me parece que es galante.
—Sí. Pero no me parece decisivo. En primer lugar, no figura en el Moniteu; más aún, no estamos ni en el Pindó ni en el Parnaso; además, no es de día; y por último, la ciudadana tal vez no es joven, ni bella, ni graciosa.
—Yo opino todo lo contrario —dijo Lorin—. Veamos, ciudadana, demuestra que tengo razón, baja tu toca y que todos puedan juzgar si reúnes las condiciones del decreto.
Pero la mujer se estrechó contra Maurice, suplicándole que la protegiera de su amigo como lo había hecho con sus enemigos y, al escuchar las sospechas del jefe de los voluntarios sobre su condición de espía aristócrata, bribona o ramera, se descubrió un momento el rostro para que Maurice pudiera verlo. El joven quedó deslumbrado; jamás había visto nada parecido, y pidió a Lorin, en voz baja, que reclamara a la prisionera para conducirla a su puesto. El joven cabo comprendió su intención y ordenó a la mujer que le siguiera, pero el jefe de los voluntarios se opuso, alegando que la prisionera le pertenecía.
—Ciudadanos —dijo Lorin—, nos vamos a enfadar.
—¡Enfadaos o no, voto a tal! Eso no nos importa. Somos auténticos soldados de la República que vamos a verter nuestra sangre en la frontera mientras vosotros patrulláis por las calles.
—Tened cuidado de no derramarla en el camino, ciudadanos, y eso podría ocurriros si no os conducís con más educación.
—La educación es una virtud aristocrática y nosotros somos descamisados —replicaron los voluntarios.
Lorin les aconsejó que no hablaran así ante la dama y dedicó a esta unos versos en los que se comparaba a Inglaterra con un nido de cisnes en medio de un inmenso estanque. Al oírle, el jefe de los voluntarios le acusó de ser un agente de Pitt, de estar pagado por Inglaterra. Lorin le impuso silencio en tono amenazador y Maurice, en vista del cariz que tomaban los acontecimientos preguntó a la mujer si la causa abrazada por quienes la defendían merecía la sangre que iba a correr. La desconocida le respondió que prefería que la matara él, allí mismo, y arrojara su cadáver al Sena, antes que sufrir las desgracias que su arresto acarrearía a ella ya otras personas.
Entonces Maurice ordenó a Lorin que atacara a los voluntarios si proferían la menor palabra; estos intentaron defenderse, uno de ellos disparó su pistola y la bala atravesó el sombrero de Maurice. Lorin ordenó a sus hombres atacar a la bayoneta. En las tinieblas hubo un momento de lucha y de confusión durante el cual se escucharon una o dos detonaciones, imprecaciones, gritos, blasfemias; pero no acudió nadie, porque se había extendido el rumor de que iba a haber una masacre y se pensaba que esta ya había empezado. Los voluntarios, menos numerosos y peor armados, quedaron fuera de combate en un instante. Dos estaban heridos gravemente, otros cuatro estaban arrimados a la pared, cada uno de ellos con una bayoneta en el pecho.
—Bien —dijo Lorin—. Espero que ahora seáis mansos como corderos. En cuanto a ti, ciudadano Maurice, te encargo de conducir a esta mujer al puesto de la alcaldía. ¿Te das cuenta que respondes de ella?
Maurice asintió y pidió a su amigo la contraseña; este le dijo que esperase mientras se desembarazaba de los voluntarios, los cuales le acusaron de girondino. Entonces, Lorin se identificó ante ellos como miembro del club de los Termópilas y les aseguró que la mujer sería conducida al puesto. Unos y otros terminaron abrazándose y decidieron ir a beber unos tragos juntos; prometieron a los heridos enviarles unas camillas y, mientras los guardias nacionales y los voluntarios se dirigían al Palacio-Igualdad, Lorin se aproximó a su amigo, que permanecía junto a la desconocida en la esquina de la calle del Gallo.
—Maurice —dijo—, te he prometido un consejo y aquí lo tienes: ven con nosotros en lugar de comprometerte protegiendo a la ciudadana que, aunque parece seductora, no deja de ser sospechosa.
La mujer le rogó que no la juzgara por las apariencias y que dejara a Maurice concluir su buena acción acompañándola hasta su casa.
—Maurice —dijo Lorin—, piensa lo que vas a hacer; te comprometes peligrosamente.
—Lo sé muy bien —respondió el joven—; pero ¿qué quieres? Si la abandono, las patrullas la arrestarán a cada paso.
—¡Oh! Sí, sí, mientras que con usted estoy salvada.
—¿Lo oyes? ¡Salvada! —dijo Lorin—. Luego, ¿corre un gran peligro?
—Veamos, querido Lorin —dijo Maurice—; seamos justos. O es una buena patriota o es una aristócrata. Si es una aristócrata hemos hecho mal protegiéndola; si es una buena patriota, debemos custodiarla.
—Perdona, querido amigo; yo no me llevo bien con Aristóteles, pero tu lógica es estúpida. Es como quien dice:
Iris me ha robado la razón
y me pide la sabiduría.
—Veamos, Lorin —dijo Maurice—, deja en paz a Dorat, a Parny, a Gentil-Bernard, te lo suplico. Hablemos seriamente, ¿quieres o no darme la contraseña?
Lorin dudaba entre el deber y la amistad. Antes de comunicar a Maurice la contraseña, «Galia y Lutecia», le hizo jurar por la patria, representada por la escarapela que llevaba en su propio sombrero, que no haría mal uso de su conocimiento.
—Ciudadana —dijo Maurice—, ahora estoy a sus órdenes. Gracias, Lorin.
—Buena suerte —dijo este, volviéndose a poner el sombrero.
Y, fiel a sus gustos anacreónticos[2], se alejó murmurando:
Leonor, ya conoces ahora,
bella mía, este dulce pecado
largo tiempo de ti deseado;
y aunque hermoso te daba pavor.
Y pues que ora conoces, querida,
ya por fin el pecado tremendo;
aunque siempre le sigas temiendo,
¿di que encierra en sí mismo de horror?