36

En las afueras de Puerto Príncipe

Una hora después del alba, Ricky estaba observando cómo una pequeña lagartija verde lima recorría veloz la pared, desafiando la gravedad a cada paso. El animalito se movía por rachas y se detenía de vez en cuando para extender el saco naranja de la garganta antes de salir disparado unos pasos para volver a pararse y girar la cabeza a derecha e izquierda como si comprobara si había algún peligro. Ricky admiraba y envidiaba la maravillosa simplicidad del mundo cotidiano de la lagartija: encontrar algo que comer y evitar ser devorado.

En el techo, un viejo ventilador marrón de cuatro palas chirriaba ligeramente a cada revolución mientras removía el aire caliente y estático de la pequeña habitación. Cuando bajó las piernas de la cama, los muelles del colchón igualaron el ruido del ventilador. Se desperezó, bostezó, se pasó una mano por los cabellos que cubrían su calva incipiente y, tras tomar los raídos pantalones cortos caqui que colgaban del galán de noche, buscó las gafas. Se levantó y llenó una jofaina de agua con una jarra situada en una bamboleante mesa de madera. Se mojó la cara y dejó que parte del agua le bajara por el pecho. Tomó una toallita deshilachada y la enjabonó con una pastilla acre que guardaba en la mesa. Sumergió la toalla en el agua y se lavó lo mejor que pudo.

La habitación era casi cuadrada y sus paredes, estucadas en su día de un blanco vibrante, con el paso de los años habían adquirido un tono que recordaba el polvo que cubría la calle. Tenía pocas pertenencias: una radio que en primavera emitía los partidos de entrenamiento de las Fuerzas Armadas, varias prendas de ropa… Un calendario actual con una joven en topless y una mirada provocativa tenía ese día señalado con bolígrafo negro. Colgaba de un clavo a escasa distancia de un crucifijo de madera tallado a mano que Ricky suponía del anterior ocupante, pero que no había quitado porque le había parecido que descolgar un icono religioso en un país en que la religión era tan fundamental —de maneras extrañas y conflictivas para tantas personas— era buscarse mala suerte. Y, a fin de cuentas, su suerte había sido bastante buena hasta entonces. En una pared había montado dos estantes que estaban abarrotados de libros desgastados y muy usados de medicina, además de otros nuevos. Los títulos abarcaban desde lo practico (Enfermedades tropicales y sus tratamientos) hasta lo curioso (Estudios sobre las pautas de las enfermedades mentales para las naciones en vías de desarrollo). Tenía un grueso cuaderno de piel sintética y unos cuantos bolígrafos que usaba para anotar observaciones y tratamientos, y que guardaba en una mesita junto a un ordenador portátil y una impresora. Sobre ésta tenía una lista manuscrita de farmacias al por mayor en el sur de Florida. También tenía un talego de lona negro lo bastante grande para un viaje de dos o tres días, en el que guardaba algo de ropa. Echó un vistazo a la habitación y pensó que no era gran cosa, pero se ajustaba a su estado de ánimo y a su persona, y aunque sospechaba que le resultaría fácil trasladarse a un alojamiento mejor, no estaba seguro de que fuera a hacerlo, ni siquiera después de haber acabado con los recados que iban a ocuparle el resto de la semana.

Se acercó a la ventana y observó la calle. Estaba a sólo media manzana de la clínica y ya podía ver gente reunida fuera. Enfrente había una pequeña tienda de comestibles, y el propietario y su mujer, dos personas de mediana edad disparatadamente corpulentas, estaban sacando unas cajas y unos barriles de madera que contenían frutas y verduras frescas. También estaban preparando café y el aroma le llegó más o menos al mismo tiempo que la mujer se giró y lo vio en la ventana. Lo saludó con alegría, sonriente, y señaló el café que hervía a fuego lento, invitándole a unirse a ellos. Ricky levantó un par de dedos para indicar que iría en dos minutos, y la mujer volvió a su trabajo. La calle ya empezaba a llenarse de gente, y Ricky intuyó que sería un día ajetreado en la clínica. El calor de principios de marzo era más intenso de lo normal y se mezclaba con un sabor distante a buganvilla, hortalizas y humanidad, mientras que las temperaturas ascendían con la misma rapidez que avanzaba la mañana.

Dirigió la mirada a las colinas, que alternaban un verde exuberante y vivaz con un marrón yermo, elevándose por encima de la ciudad. Haití era verdaderamente uno de los países más fascinantes del mundo. Era el lugar más pobre que había visto nunca pero, en ciertos sentidos, también el más digno. Sabía que, cuando bajara por la calle hacia la clínica, sería la única cara blanca en kilómetros. Esto podría haberle inquietado antes, en el pasado, pero ya no. Le deleitaba ser distinto, y era consciente de que una extraña clase de misterio le acompañaba a cada paso.

Lo que más le gustaba era que, a pesar del misterio, la gente de la calle estaba dispuesta a aceptar su extraña presencia sin hacer preguntas. O, por lo menos, no en la cara, lo que parecía tanto un cumplido como un compromiso con los que él estaba dispuesto a vivir.

Se reunió con el tendero y su mujer para tomar una taza de café amargo y espeso, endulzado con azúcar sin refinar. Comió una corteza de pan recién horneado y aprovechó la ocasión para examinar el furúnculo que había sajado y drenado tres días antes en la espalda del propietario. La herida parecía estar cicatrizando rápidamente y recordó al hombre medio en inglés y medio en francés que la mantuviera limpia y que se cambiara el vendaje otra vez ese día.

El tendero asintió, sonrió, habló unos minutos sobre la floja campaña del equipo local de fútbol y suplicó a Ricky que asistiera al próximo partido. El nombre del equipo era Soaring Eagles y en cada encuentro despertaba las pasiones del barrio con resultados irregulares que no le permitían acabar de despegar. El tendero no aceptó que Ricky pagara su exiguo desayuno. Ya era algo rutinario entre ambos hombres. Ricky se metía la mano en el bolsillo y el propietario hacía señas para rechazar lo que sacara. Como siempre, Ricky le dio las gracias, y le prometió ir al partido de fútbol con los colores rojo y verde de los Eagles. Luego se marchó hacia la clínica, con el sabor del café aún en la boca.

La gente se aglomeraba alrededor de la entrada y tapaba el cartel escrito a mano que rezaba en letras negras y desiguales con algunas faltas ortográficas:

EXCELENTE CLÍNICA MÉDICA

DEL DOCTOR DUMONDAIS

Horarios 7 a 7 y citas concertadas

Teléfono 067-8975

Ricky pasó a través del gentío, que se apartó para dejarle avanzar. Más de un hombre lo saludó levantando el sombrero en su dirección. Reconoció los rostros de algunos pacientes asiduos y les devolvió el saludo con una sonrisa. Las expresiones de las caras reflejaron respuestas y oyó más de un «Bonjour, monsieur le docteur» susurrado. Estrechó la mano a un hombre mayor, el sastre llamado Dupont, que le había confeccionado un traje de lino color habano mucho más elegante de lo que Ricky pudiese necesitar, después de que él le hubiera proporcionado Vioxx para la artritis que le aquejaba los dedos. Como había esperado, el fármaco había obrado maravillas.

Al entrar en la clínica, vio a la enfermera del doctor Dumondais, una mujer majestuosa que parecía medir un metro y medio tanto vertical como horizontalmente, pero con una inquebrantable fortaleza en su rechoncho cuerpo y un amplio conocimiento de los remedios tradicionales y las curas de vudú aplicables a infinidad de enfermedades tropicales.

Bonjour, Hélène —dijo Ricky—. Tout le monde est arrivé ce jour.

—Sí, doctor. Estaremos todo el día ocupados.

Ricky meneó la cabeza. Él practicaba su francés isleño con ella, quien, a cambio, practicaba su inglés con él, preparándose con la esperanza de reunir algún día dinero suficiente en la caja que guardaba enterrada en el patio de su casa para pagar a su primo una plaza en su viejo barco pesquero, de modo que éste se arriesgara a navegar por el traicionero estrecho de Florida y la llevara a Miami para poder empezar de cero en un lugar donde, según sabía de buena tinta, las calles estaban atestadas de dinero.

—No, no, Hélène, pas docteur. C’est monsieur Lively. Je ne suis plus un médecin.

—Sí, sí, señor Lively. Sé lo que me dice esto tantas veces. Lo siento, porque estoy olvidando de nuevo otra vez. —Esbozo una sonrisa, como si no lo entendiera del todo pero aun así deseara participar de la gran broma que hacía Ricky al contribuir con tantos conocimientos médicos a la clínica y, sin embargo, no querer que lo llamaran doctor. Ricky creía que Hélène atribuía este comportamiento a las peculiaridades extrañas y misteriosas de todos los blancos y, como a la gente reunida a la puerta de la clínica, le daba lo mismo cómo quería Ricky que lo llamaran. Ella sabía lo que sabía.

Le docteur Dumondais, il est arrivé ce matin?

—Sí, monsieur Lively. En su, ah, bureau.

—Se llama despacho.

—Sí, sí, j’oublie. Despacho. Oficina. Sí. Está ahí. Il vous attend.

Ricky llamó a la puerta y entró. Auguste Dumondais, un hombre menudo que llevaba bifocales y la cabeza afeitada, estaba tras su destartalada mesa de madera, al otro lado de la camilla, poniéndose una bata blanca. Cuando Ricky entró, levantó la vista y le sonrió.

—Ah, Ricky, estaremos ocupados hoy, ¿no?

Oui —contestó Ricky—. Bien sûr.

—Pero ¿no es hoy el día que nos dejas?

—Sólo para una breve visita a casa. Será menos de una semana.

El médico, que semejaba un gnomo, asintió. Ricky advirtió la duda reflejada en sus ojos. Auguste Dumondais no había hecho muchas preguntas cuando Ricky llegó a la clínica seis meses antes y ofreció sus servicios a cambio de un salario más que modesto. La clínica había prosperado después de que Ricky hubiera instalado en ella su consulta, muy parecida a la que él ocupaba en ese momento, empujando a le docteur Dumondais a abandonar su pobreza autoimpuesta y permitiéndole invertir en más equipo y más medicinas. Últimamente los dos hombres habían comentado la adquisición de un aparato de rayos X de segunda mano en un centro de liquidación de Estados Unidos que Ricky había descubierto. Ricky veía que el doctor temía que el azar que lo había llevado a su puerta fuera a arrebatárselo.

—Una semana como mucho. Te lo prometo.

—No me lo prometas, Ricky —dijo Auguste Dumondais sacudiendo la cabeza—. Tienes que hacer lo que tengas que hacer, por la razón que sea. Cuando vuelvas, continuaremos nuestro trabajo. —Sonrió, como dando a entender que tenía tantas preguntas que le resultaba imposible decidir por cuál empezar.

Ricky asintió. Se sacó el cuaderno del bolsillo ancho de los pantalones.

—Hay un caso —comentó—. El del niño que vi la otra semana.

—Ah, sí —sonrió el doctor—. Por supuesto, lo recuerdo. Imaginé que te interesaría, ¿no? ¿Cuánto tiene, cinco años?

—Seis. Y tienes razón, Auguste, me interesa mucho. El niño todavía no ha dicho una sola palabra, según su madre.

—Eso es también lo que yo entendí. Interesante, ¿no crees?

—Poco corriente. Sí, es verdad.

—¿Y tu diagnóstico?

Ricky visualizó a aquel niño pequeño, enjuto y nervudo como muchos otros isleños, y algo desnutrido, lo que también era típico, pero no tanto. El niño tenía una mirada furtiva mientras había estado frente a Ricky, asustado a pesar de seguir en el regazo de su madre. Ésta había vertido unas lágrimas amargas que le resbalaron por las mejillas oscuras cuando Ricky le hizo preguntas, porque la mujer creía que el niño era el más inteligente de sus siete hijos, rápido en aprender, rápido en leer, rápido con los números, pero sin decir jamás una palabra. Lo consideraba un niño especial en casi todos los aspectos. La mujer tenía fama de tener poderes mágicos y se ganaba algún dinero extra vendiendo filtros de amor y amuletos que, según se decía, protegían del mal. Y Ricky comprendió que, para ella, llevar al niño a ver al extraño médico blanco de la clínica debía de haber sido una concesión muy difícil de hacer y que indicaba su decepción respecto a las medicinas nativas y su amor por el niño.

—No creo que la dificultad sea orgánica —dijo Ricky despacio.

—¿Su falta de habla es…? —Sonrió Auguste Dumondais, y convirtió esa expresión en una pregunta.

—Una reacción histérica.

El pequeño doctor negro se frotó la barbilla y se pasó la mano por el cráneo reluciente.

—Lo recuerdo vagamente de mis estudios. Quizá. ¿Por qué piensas eso?

—La madre insinuó una tragedia, cuando el niño era más pequeño. Había siete hijos en la familia pero ahora sólo son cinco. ¿Conoces la historia de esa gente?

—Murieron dos niños, es cierto. Y el padre también. Recuerdo que fue en un accidente, durante una gran tormenta. Sí, el niño estaba ahí; eso también lo recuerdo. Podría ser el origen. Pero ¿qué tratamiento podríamos aplicarle?

—Lo elaboraré después de estudiar un poco más el caso. Tendremos que convencer a la madre, claro. No será fácil.

—¿Le resultará caro?

—No —contestó Ricky. La petición de Auguste Dumondais de que diera un diagnóstico sobre el niño cuando tenía previsto un viaje fuera del país obedecía a algún motivo. Un motivo bueno, sin duda. Imaginaba que él habría hecho más o menos lo mismo—. Creo que no les costará traerme al niño para que lo vea cuando haya vuelto. Pero primero tengo que averiguar algunas cosas.

—Excelente —dijo Dumondais, que sonrió y asintió. Se colgó un estetoscopio al cuello y entregó a Ricky una bata blanca.

Fue un día muy ajetreado, tanto que Ricky casi perdió su vuelo a Miami en Caribe Air. Un empresario de mediana edad llamado Richard Lively, que viajaba con un pasaporte norteamericano reciente que sólo contenía unos cuantos sellos de varias naciones caribeñas, pasó por la aduana estadounidense sin demasiada dilación. Comprendió que no encajaba en ninguno de los habituales perfiles delictivos, que se habían inventado más que nada para identificar a los traficantes de drogas. Ricky pensó que era un delincuente de lo más especial, imposible de clasificar. Tenía reserva en el avión de las ocho de la mañana a La Guardia, así que pernoctó en el Holiday Inn del aeropuerto. Tomó una larga ducha caliente y jabonosa, que disfrutó tanto desde un punto de vista higiénico como sensual y que le pareció rayar en auténtico lujo tras el alojamiento espartano al que estaba acostumbrado. El aire acondicionado que mitigaba el calor del exterior y refrescaba la habitación constituía un placer recordado. Pero durmió de manera irregular, con sobresaltos, tras una hora dándose vueltas en la cama antes de que se le cerraran los ojos para despertarse después dos veces, una en medio de un sueño sobre el incendio de su casa y otra cuando soñaba con Haití y con el niño que no podía hablar. Yació en la cama, en la oscuridad, un poco sorprendido de que las sábanas le parecieran demasiado suaves y el colchón demasiado mullido, y escuchó el zumbido de la máquina de cubitos de hielo en el vestíbulo y algunos pasos en el pasillo apagados por la moqueta. En medio del silencio, reconstruyó la última llamada que había hecho a Virgil, hacía casi nueve meses.

Era medianoche cuando llegó a la habitación en las afueras de Provincetown. Había sentido una extraña y contradictoria sensación de agotamiento y energía, cansado de la larga carrera y entusiasmado con la idea de haber superado una noche que debería haber visto su muerte. Se había dejado caer en la cama y había marcado el número de Virgil en Manhattan.

Cuando contestó al primer tono, ésta se limitó a decir:

—¿Sí?

—No es la voz que esperabas —contestó Ricky.

Virgil se quedó callada.

—Tu hermano, el abogado está ahí, ¿verdad? Sentado frente a ti, a la espera de la misma llamada.

—Sí.

—Dile que descuelgue el supletorio y escuche.

En unos segundos, Merlin estaba también en la línea.

—Escuche —empezó el abogado, tempestuoso en su falsa bravata—. No tiene idea…

—Tengo muchas ideas —le interrumpió Ricky—. Ahora cállate y escúchame, porque las vidas de todos dependen de ello.

Merlin empezó a decir algo, pero Ricky notó que Virgil le había lanzado una mirada para acallarlo.

—Primero, vuestro hermano. En este momento está en el Mid Cape Medical Center. Seguirá ahí o lo llevarán a Boston para que lo operen. La policía querrá hacerle muchas preguntas si sobrevive a sus heridas, pero creo que les resultará difícil entender qué delito se cometió esta noche, si es que se cometió alguno. También querrán haceros preguntas a vosotros, pero creo que necesitará el apoyo de los hermanos a los que ama, además del consejo de un abogado, suponiendo que sobreviva. De modo que lo primero que tenéis que hacer es ocuparos de él.

Ambos permanecieron en silencio.

—Lo tenéis que decidir vosotros, claro. Quizá prefiráis dejar que maneje él solo la situación. Quizá no. La elección es vuestra y tendréis que vivir con vuestra decisión. Pero hay otros asuntos que hay que atender.

—¿Qué clase de asuntos? —preguntó Virgil con voz monótona en un intento de no revelar ninguna emoción, algo que, como observó Ricky, era tan revelador como cualquier tono que hubiese adoptado.

—Primero, lo mundano: el dinero que me robasteis de mi plan de jubilación y de mis cuentas de inversiones. Devolveréis ese importe a la cuenta número 01-00976-2 del Credit Suisse. Anotadla. Lo haréis de inmediato.

—¿O? —Quiso saber Merlin.

—Creo que es de manual que ningún abogado pregunta jamás nada cuya respuesta no sepa de antemano. —Ricky sonrió—. Así que supongo que ya sabes la respuesta.

Aquello silenció al abogado.

—¿Qué más? —preguntó Virgil.

—Tengo un nuevo juego —dijo Ricky—. El juego de seguir con vida. Está pensado para que juguemos todos nosotros. A la vez.

Ninguno de los hermanos respondió.

—Las reglas son sencillas —indicó Ricky.

—¿Cuáles son? —preguntó Virgil en voz baja.

—Cuando tomé mis últimas vacaciones, cobraba a mis pacientes entre 75 y 125 dólares por sesión. —Ricky volvió a sonreír—. Veía a cada paciente cuatro o cinco veces a la semana, por lo general cuarenta y ocho semanas al año. Podéis hacer los cálculos vosotros mismos.

—Sí —dijo Virgil—. Conocemos tu vida profesional.

—Espléndido —repuso Ricky con énfasis—. Bueno, pues éste es el modo en que funciona el juego de seguir con vida: quien quiere seguir respirando hace terapia conmigo. Quien paga, vive. Cuanta más gente entre en la esfera inmediata de vuestra vida, más pagaréis, porque eso garantizará también su seguridad.

—¿A qué te refieres con «más gente»? —preguntó Virgil.

—Dejaré que eso lo defináis vosotros —contestó Ricky con frialdad.

—¿Y si no hacemos lo que dice? —terció Merlin.

—En cuanto deje de llegar dinero, supondré que vuestro hermano se ha recuperado de sus heridas y me persigue otra vez —contestó Ricky con fría dureza—. Y me veré obligado a empezar a perseguiros. —Hizo una pausa antes de añadir—: O a alguien cercano a vosotros. Una esposa. Un hijo. Un amante. Un socio. Alguien que contribuya a que vuestra vida sea normal.

De nuevo guardaron silencio.

—¿Cuánto deseáis tener una vida normal? —preguntó Ricky.

No contestaron, aunque él ya sabía la respuesta.

—Es más o menos la misma elección que vosotros me hicisteis tomar tiempo atrás —prosiguió Ricky—. Sólo que esta vez se trata de una cuestión de equilibrio. Podéis mantener el equilibrio entre vosotros y yo. Y podéis señalar esa equidad con la cosa más fácil y menos importante: el pago de cierta cantidad de dinero. Así que preguntaos a vosotros mismos lo siguiente: ¿cuánto vale la vida que quiero vivir?

Ricky tosió para darles un momento, y continuó:

—En cierto sentido es la misma pregunta que haría a cualquiera que acudiera a mí para recibir terapia.

Y dicho esto, colgó.

El día era despejado sobre Nueva York y desde su asiento distinguió la estatua de la Libertad y Central Park mientras el avión sobrevolaba la ciudad y se aproximaba a La Guardia. Tenía la extraña sensación de que no regresaba a casa, sino más bien de que visitaba un espacio largo tiempo olvidado, como ver el campamento de montaña donde uno pasó un único y desdichado verano durante unas largas vacaciones impuestas por los padres.

Quería moverse deprisa. Había hecho una reserva para regresar a Miami en el último vuelo de esa noche y no tenía demasiado tiempo. En el mostrador de alquiler había cola y tardó un rato en sacar el coche reservado a nombre del señor Lively. Usó su carné de New Hampshire, que iba a caducar en medio año. Pensó que, a lo mejor, sería acertado trasladarse ficticiamente a Miami antes de volver a las islas.

Le llevó unos noventa minutos llegar a Greenwich, Connecticut, con poco tráfico, y descubrió que las indicaciones que había obtenido en Internet eran exactas hasta la fracción del kilómetro. Eso le divirtió porqué pensó que la vida no es nunca, en realidad, tan precisa.

Se detuvo en el centro de la ciudad y compró una botella de vino caro en una licorería. A continuación, condujo hasta una casa en una calle que tal vez podría considerarse, según los elevados estándares de una de las comunidades más ricas de la nación, bastante modesta. Las casas eran sólo ostentosas, no insultantes. Las que se incluían en esta segunda categoría se encontraban unas manzanas más allá.

Estacionó al final del camino de entrada de una casa imitación estilo Tudor. En la parte trasera había una piscina y, en la delantera, un roble que no había florecido aún. Ricky pensó que el sol de mediados de marzo no era lo bastante fuerte, aunque resultaba algo prometedor mientras se filtraba entre las ramas que todavía tenían que florecer. Decidió que se trataba de una época del año extrañamente variable.

Llamó al timbre con la botella en la mano.

No pasó demasiado tiempo antes de que una mujer que no llegaría a los treinta y cinco abriera la puerta. Llevaba unos vaqueros y un jersey negro de cuello de tortuga, y el cabello rubio rojizo peinado hacia atrás le dejaba al descubierto unos ojos con patas de gallo y unas arruguitas en las comisuras de los labios que probablemente se debían al agotamiento. Pero su voz era suave y atractiva, y al abrir la puerta, habló casi en un susurro. Antes de que Ricky pudiera abrir la boca para hablar, la joven se le adelantó:

—Chist, por favor. Los gemelos acaban de dormirse.

—Deben de dar mucho trabajo —dijo Ricky a la vez que le devolvía la sonrisa.

—No se lo puede imaginar —contestó la mujer, que seguía hablando muy bajo—. ¿Qué desea?

—¿No recuerda cuando nos conocimos? —preguntó Ricky mientras le tendía la botella de vino. Era mentira, por supuesto. No se habían visto nunca—. En la fiesta con los socios de su marido hará unos seis meses.

La mujer le observó. Ricky sabía que la respuesta debería ser no, que no lo recordaba, pero la habían educado mejor que a su marido, de modo que contestó:

—Por supuesto, señor…

—Doctor —indicó él—. Pero llámeme Ricky. —Le estrechó la mano y le entregó la botella de vino—. Le debía esto a su marido. Hicimos unos negocios juntos hará un año y quería darle las gracias y recordarle el éxito del caso.

—Vaya —exclamó ella mientras tomaba la botella, algo perpleja—. Gracias, doctor…

—Ricky —insistió—. Él se acordará.

Se volvió y, con un ligero saludo, se marchó por el camino de entrada hacia el coche de alquiler. Había visto todo lo que quería, averiguado todo lo que quería. Merlin había forjado una bonita vida para su familia. Una vida que prometía ser mucho más bonita en el futuro. Pero esa noche, por lo menos, Merlin no dormiría después de descorchar el vino. Sin duda le sabría amargo. Es lo que tiene el miedo.

Pensó en visitar también a Virgil pero, en lugar de eso se limitó a encargar en una floristería que le entregaran una docena de lirios en el plató donde había logrado un papel, pequeño pero importante, en una producción costosa de Hollywood. Ricky había averiguado que era un buen papel y que, si lo hacía bien, podría reportarle otros mucho mejores en el futuro, aunque Ricky dudaba que interpretara nunca un personaje más interesante que Virgil. Unos lirios blancos eran perfectos. Normalmente suelen enviarse a un funeral con una nota de pésame. Supuso que ella lo sabría. Hizo envolver el ramo con una cinta de raso negro y adjuntó una tarjeta que rezaba sólo:

Todavía pienso en ti.

Doctor S.

Se había convertido en un hombre de muchas menos palabras, admitió para sí.