33

Antes de dirigirse al Palacio de Justicia a la mañana siguiente, Ricky confirmó con el agente de Virgil la cita del almuerzo, además de las reuniones posteriores con las otras dos modelos-actrices, a las que Ricky no tenía intención de asistir. El hombre le había preguntado algunas cosas sobre los anuncios que Ricky, el productor, quería rodar, y éste había contestado con toda tranquilidad, mintiendo al detalle sobre la colocación de cierto producto en Extremo Oriente y Europa del Este, y los nuevos mercados que se abrían en esas zonas requerían que la industria publicitaria promocionara caras nuevas. Ricky pensó que se había vuelto un experto en hablar mucho sin decir nada, lo que, en su opinión, era la clase más efectiva de mentira que se podía decir. Cualquier duda que el agente pudiera haber albergado se disipó con rapidez en el entramado de ficciones de Ricky. Después de todo, de aquellas entrevistas podría salir algo y él recibiría un diez por ciento, o no salir nada, lo que no empeoraba su situación. Ricky sabía que si Virgil hubiese sido una artista de cierto renombre, podría haber tenido problemas. Pero todavía no lo era, lo que le había sido útil cuando le tocó arruinarle la vida, y ahora él se aprovechaba de su ambición sin sentir culpa alguna. Dejó la pistola en el apartamento. No podía arriesgarse a que se disparara un detector de metal en el Palacio de Justicia. No obstante, se había acostumbrado a la seguridad que le daba el arma, aunque todavía no sabía si sería capaz de usarla para su verdadero propósito; un momento que creía se estaba acercando deprisa. Antes de irse se contempló en el espejo del baño. Se había vestido impecablemente: pantalones, chaqueta, camisa blanca y corbata. Ahora podría mezclarse con facilidad entre las personas que cruzaran los pasillos de los juzgados, lo que, de modo extraño, suponía la misma clase de protección que ofrecía la pistola, aunque fuera menos inapelable en sus acciones. Sabía lo que quería hacer y que era como caminar en la cuerda floja.

Era consciente de que, para él, la línea que separaba matar, morir y ser libre era muy fina.

Mientras se miraba en el espejo, recordó una de las primeras clases que recibió sobre psiquiatría, en la que el profesor de la facultad de medicina había explicado que daba lo mismo lo mucho que supieras sobre la conducta y las emociones, y lo muy seguro que estuvieras del diagnóstico y del comportamiento que esa neurosis y psicosis generaba, pues en última instancia jamás podías prever con total seguridad cómo iba a reaccionar un individuo. Según aquel profesor, había predictores y la mayoría de veces la gente hacía lo que uno esperaba. Pero, en ocasiones, los pacientes desafiaban el pronóstico, lo que ocurría con suficiente frecuencia para que toda la profesión pareciera a menudo una sarta de conjeturas.

Se preguntaba si esta vez habría acertado.

Si era así, recuperaría su libertad. Si no, moriría.

Repasó la imagen reflejada en el espejo. «¿Quién eres ahora? —se preguntó—. ¿Alguien o nadie?».

Este pensamiento le hizo sonreír. Sintió una maravillosa sensación casi de hilaridad. Libre o muerto. Como rezaba la matrícula de New Hampshire del coche: «Vive en libertad o muere». Por fin tenía algún sentido para él.

Sus pensamientos se dirigieron hacia las tres personas que lo perseguían. Los hijos de su fracaso. Criados para odiar a cualquiera que no les hubiera ayudado.

—Ahora te conozco —dijo en voz alta pensando en Virgil—. Y ahora voy a conocerte a ti —prosiguió, pensando en Merlin.

Pero Rumplestiltskin seguía esquivo, una sombra en su imaginación.

Éste era el último temor que le quedaba. Pero era un temor considerable.

Asintió a la imagen del espejo. Había llegado la hora de actuar. En la esquina había un supermercado grande, perteneciente a una cadena, con hileras de medicamentos para el resfriado que no precisaban receta, champú y pilas. Lo que tenía pensado para Merlin esa mañana lo recordaba de un libro que había leído sobre los gángsteres en el sur de Filadelfia. Encontró lo que necesitaba en una sección de juguetes baratos. El segundo elemento, en una parte de la tienda que ofrecía una discreta selección de material de oficina. Pagó en efectivo y, después de meterse los objetos en el bolsillo de la chaqueta, salió a la calle y paró un taxi.

Entró en el Palacio de Justicia como el día anterior, con el aspecto de un hombre con un objetivo muy distinto al que en realidad tenía en mente. Entró en los lavabos del segundo piso, sacó los objetos comprados y los preparó en unos segundos. Después, dejó pasar algo de tiempo antes de dirigirse hacia la sala donde el hombre al que conocía como Merlin estaba argumentando una demanda.

Como imaginaba, la sala no estaba del todo llena. Varios abogados esperaban que les tocara el turno a su caso. Una docena de mirones ocupaban asientos en la parte central de la sala; algunos echaban una cabezadita, otros escuchaban con atención. Ricky entró sin hacer ruido con la puerta y se sentó detrás de unas personas mayores. Actuó con sigilo para resultar lo más discreto posible.

Más allá de la balaustrada había media docena de abogados y litigantes, sentados ante sólidas mesas de roble frente al estrado. La zona situada delante de ambos equipos estaba llena de documentos y expedientes. Todos eran hombres, y estaban muy concentrados en las reacciones del juez. En esta vista previa no había jurado, lo que significaba que siempre hablaban hacia delante. Tampoco había necesidad de volverse para actuar ante el público porque eso no tendría ningún efecto en la causa. Por consiguiente, ninguno de los hombres prestaba la menor atención a las personas sentadas aleatoriamente en las filas de asientos detrás de ellos. Tomaban notas, comprobaban citas de textos legales y trabajaban en la tarea que tenían entre manos, que consistía en intentar ganar algo de dinero para su cliente, pero sobre todo para ellos. A Ricky le pareció una especie de teatro estilizado en el que a nadie le importaba nada el público, sino sólo el crítico teatral que tenía delante, de toga negra. Cambió de postura en la silla y se mantuvo oculto y anónimo, que era lo que quería.

El entusiasmo le embargó cuando Merlin se levantó.

—¿Tiene alguna objeción, señor Thomas? —preguntó el juez con brusquedad.

—Por supuesto, señoría —contestó Merlin con petulancia. Ricky repasó la lista que había preparado con todos los abogados implicados en el caso. Mark Thomas, con despacho en el centro, figuraba en el centro del grupo.

—¿Cuál? —Quiso saber el juez.

Ricky escuchó unos instantes. El tono seguro y autosuficiente del abogado era el mismo que recordaba de sus encuentros. Hablaba con idéntica confianza tanto si lo que decía tenía alguna base real o legal como si no. Merlin era el hombre que había invadido la vida de Ricky con resultados tan desastrosos.

Sólo que ahora tenía un nombre. Y una dirección. Y lo mismo que había ocurrido con Ricky, eso serviría para saber quién era Merlin.

Visualizó de nuevo las manos del abogado. Llevaba hecha la manicura. Y sonrió. Porque en la misma imagen mental observó la presencia de una alianza. Eso significaba una casa. Una esposa. Tal vez niños. Todos los símbolos del que asciende, del joven profesional urbano que se dirige agresivamente hacia el éxito.

Sólo que el abogado Merlin tenía unos cuantos fantasmas en el pasado. Y era hermano de un fantasma de primera. Ricky le escuchó hablar y pensó en el complicado sistema psicológico de aquel hombre. Analizarlo habría sido un desafío apasionante para el psicoanalista que era antes. Para el hombre en que se había visto obligado a convertirse era algo más sencillo. Metió la mano en el bolsillo y tocó el juguete que llevaba en él.

En el estrado, el juez meneaba la cabeza y empezaba a sugerir que la vista se continuase por la tarde. Era la señal para que Ricky se marchara, lo que hizo en silencio.

Tomó posición junto a la escalera de emergencia, junto a unos ascensores. En cuanto vio al grupo de abogados salir de la sala, se escondió en la escalera. Esperó lo suficiente para ver que Merlin llevaba dos pesados maletines, llenos a rebosar de documentos y papeles del caso. Demasiado pesados para pasar del ascensor más cercano.

Ricky bajó las escaleras de dos en dos hasta el segundo piso. Ahí había unas cuantas personas esperando el ascensor para bajar. Se sumó a ellas con la mano alrededor del juguete que llevaba en el bolsillo. Levantó los ojos hacia el dispositivo electrónico que mostraba la posición del ascensor y vio que estaba parado en el tercer piso. Luego, empezó a bajar. Ricky sabía algo: Merlin no era el tipo de persona que se situaría en el fondo para dejar sitio a otro.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un crujido. Ricky se puso detrás de la gente. Merlin estaba justo en el centro del ascensor.

El abogado alzó los ojos, y Ricky fijó su mirada en ellos.

Hubo un momento de reconocimiento y Ricky vio asomar un pánico instantáneo al rostro del abogado.

—Hola, Merlin —dijo Ricky con calma—. Ahora sé quién eres. —Y a continuación se sacó el juguete del bolsillo y lo apuntó hacia el pecho del abogado. Era una pistola de agua con forma de Lüger alemana de la Segunda Guerra Mundial. Apretó el gatillo y un chorro de tinta negra acertó a Merlin en el pecho.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, las puertas se cerraron. Ricky regresó deprisa a las escaleras. No bajó corriendo porque sabía que no podía llegar antes que el ascensor. Así que subió hasta el quinto piso y fue al lavabo de hombres. Allí, echó la pistola de agua a una papelera después de limpiarla para borrar sus huellas dactilares, como habría hecho si el arma fuera de verdad, y se lavó las manos. Esperó unos instantes antes de salir y recorrió los pasillos hacia el lado opuesto del edificio. Como había averiguado el día anterior, en esa parte también había ascensores, escaleras y otra salida. Para bajar, se sumó subrepticiamente a un grupo de abogados que salían de otras vistas. Como esperaba, no había ni rastro de Merlin en la zona del vestíbulo a la que accedió. Merlin no estaba en posición de querer dar ninguna explicación sobre el motivo real de las manchas en su camisa y su traje.

Y muy pronto se daría cuenta de que la tinta que Ricky había usado era indeleble. Esperaba haber arruinado mucho más que una camisa, un traje y una corbata esa mañana.

El restaurante que Ricky había elegido para almorzar con la ambiciosa actriz era el favorito de su difunta esposa, aunque dudaba que Virgil pudiese relacionarlo. Lo había seleccionado porque tenía una característica importante: un gran cristal separaba la acera de los comensales. La iluminación del restaurante dificultaba ver el exterior, pero no costaba tanto observar el interior. Y la colocación de las mesas hacía más frecuente ser visto que ver. Era lo que quería.

Esperó hasta que un grupo de turistas, quizás una docena de hombres y mujeres que hablaban alemán y llevaban camisas chillonas y cámaras colgadas al cuello, pasara por delante del restaurante. Y entonces se unió a ellos, como había hecho antes en el Palacio de Justicia. «Es difícil reconocer una cara conocida entre un grupo de desconocidos cuando no se espera», pensó. Mientras la bandada de turistas pasaba, se giró con rapidez y vio que Virgil estaba sentada en un rincón del restaurante, como él había previsto, y aguardaba ansiosa. Y sola.

Una vez pasado el cristal, inspiró hondo una vez.

«Recibirá la llamada en cualquier momento», pensó Ricky. Merlin no lo había hecho de inmediato, como él había imaginado. Antes se había limpiado y disculpado con los demás abogados, que se habrían quedado horrorizados. ¿Qué excusa habría inventado? Un adversario legal disgustado por haber perdido un juicio. Los demás podrían identificarse con eso. Los habría convencido de que no cabía llamar a la policía; él se pondría en contacto con el abogado del chalado de la pistola de tinta y quizás obtendría una orden de restricción. Pero se encargaría de ello él mismo. Los demás habrían estado de acuerdo y se habrían ofrecido a atestiguar o incluso a prestar declaración a la policía, si era necesario. Pero eso le habría llevado algo de tiempo, lo mismo que limpiarse, porque sabía que, pasara lo que pasase, tendría que volver al juzgado esa tarde. Cuando Merlin hiciera por fin su primera llamada, sería a su hermano mayor. Sería una conversación sustancial, que no se limitaría sólo a la descripción de lo ocurrido, sino a efectuar una valoración de sus implicaciones. Analizarían su situación y sus alternativas. Por fin, aun sin saber muy bien qué iban a hacer, colgarían. La siguiente llamada sería para Virgil, pero Ricky se había adelantado a esa llamada.

Sonrió, dio media vuelta bruscamente y entró en el restaurante con rapidez. Una recepcionista lo miró y empezó a hacerle la inevitable pregunta, pero él la interrumpió con un gesto de la mano a la vez que decía «Mi cita ya está aquí» y cruzaba veloz el restaurante.

Virgil estaba de espaldas y se movió al notar que alguien se acercaba.

—Hola —dijo Ricky—. ¿Me recuerdas?

La sorpresa se reflejó en el rostro de ella.

—Porque yo sí te recuerdo a ti —aseguró él, y se sentó.

Virgil no dijo nada, aunque se había echado hacia atrás, atónita.

Tenía un book y un currículo en la mesa en previsión de la entrevista con el supuesto productor. Ahora, despacio, con parsimonia, los tomó y los dejó en el suelo.

—Supongo que no voy a necesitarlos —comentó.

Ricky captó dos cosas en su respuesta: exploración y necesidad de recobrar un poco la compostura. «Eso lo enseñan en las clases de interpretación —pensó—. Y ahora mismo está buscando en ese compartimento concreto».

Antes de que Ricky contestara, se oyó un zumbido procedente del bolso de Virgil. Un teléfono móvil. Ricky meneó la cabeza.

—Será tu hermano mediano, el abogado, para advertirte que aparecí en su vida esta mañana. Y muy pronto recibirás otra llamada, de tu hermano mayor, el que mata para ganarse la vida. Porque él también querrá protegerte. No contestes.

Virgil detuvo la mano a medio camino.

—¿O qué?

—Bueno, deberías hacerme la pregunta: «¿Está Ricky muy desesperado?». Y luego la que es evidente que le sigue: «¿Qué podría hacerme?».

Virgil no hizo caso del teléfono, que dejó de zumbar.

—¿Qué podría hacerme Ricky? —preguntó.

—Ricky murió una vez —contestó éste con una sonrisa—, y ahora tal vez no le quede nada por lo que vivir. Lo que haría que morir por segunda vez fuera menos doloroso y puede que hasta un alivio, ¿no crees? —La observó con dureza, traspasándola con la mirada—. Podría hacerte cualquier cosa.

Virgil se movió incómoda. Ricky había hablado con dureza e intransigencia. Se recordó que la fuerza de su actuación de ese día radicaba en que era un hombre diferente al que se había dejado manipular y aterrorizar hasta el suicidio un año antes. Y se percató de que eso no se alejaba demasiado de la realidad.

—Así pues, ahora soy imprevisible. Inestable. Con una vena maníaca, además. Una combinación peligrosa, ¿no? Una mezcla volátil.

—Sí. Cierto —asintió la joven, que estaba recobrando algo de la compostura perdida mientras hablaba, justo como él había esperado que ocurriera. Sabía que era una mujer muy centrada—. Pero no vas a dispararme aquí, en este restaurante, delante de toda esta otra gente. No lo creo.

—Al Pacino lo hace —indicó Ricky encogiéndose de hombros—. En El padrino. Estoy seguro de que la has visto. Cualquiera que desee ganarse la vida con la interpretación la ha visto. Sale del lavabo de hombres con un revólver en el bolsillo y dispara al otro mafioso y al capitán de policía corrupto en la frente, arroja el revólver a un lado y se va. ¿Lo recuerdas?

—Sí —contestó, inquieta—. Lo recuerdo.

—Pero este restaurante me gusta. Antes, cuando era Ricky, venía con alguien a quien amaba, pero cuya presencia jamás aprecié en realidad. ¿Y por qué querría arruinar el delicioso almuerzo de los demás comensales? Además no es imprescindible que te dispare aquí, Virgil. Puedo hacerlo en muchos otros sitios. Ahora sé quién eres. Conozco tu nombre. Tu agencia. Tu dirección. Y, lo más importante, sé quién quieres ser. Conozco tu ambición. A partir de eso, puedo extrapolar tus deseos. Tus necesidades. ¿Crees que ahora que sé el quién, el qué y el dónde sobre ti no puedo deducir todo lo que necesite saber en el futuro? Podrías mudarte. Podrías incluso cambiarte de nombre. Pero no puedes cambiar quién eres ni quién quieres ser. Y ése es el problema, ¿no? Estás tan atrapada como lo estuvo Ricky. Igual que tu hermano Merlin, un detalle que averiguó esta mañana de forma bastante sucia. Una vez jugasteis conmigo sabiendo todos los pasos que daría y por qué. Y ahora yo jugaré un nuevo juego con vosotros.

—¿Qué juego es ése?

—Se llama «¿Cómo puedo seguir vivo?». Va de venganza. Creo que ya conoces algunas de sus reglas.

Virgil palideció. Cogió el vaso de agua con hielo y tomo un largo trago sin apartar los ojos de Ricky.

—Te encontrará, Ricky —susurró—. Te encontrará y te matará, y me protegerá porque siempre lo ha hecho.

Ricky se inclinó hacia delante, como un sacerdote que comparte un oscuro secreto en un confesionario.

—¿Como cualquier hermano mayor? Bueno, puede intentarlo. Pero ¿sabes qué?, apenas sabe nada acerca de quién soy ahora. Los tres habéis estado persiguiendo al señor Lazarus y creísteis que lo teníais acorralado. ¿Cuántas veces? ¿Una? ¿Dos? ¿Tal vez tres? ¿Pensasteis que había sido cuestión de segundos que se os escapara la otra noche de la casa del hombre que se cruzó en nuestros caminos? Y además, ¡puf!, Lazarus está a punto de desaparecer. En cualquier momento, porque casi ha prestado ya todo su servicio en esta vida. Aunque antes de irse, quizá le cuente a quienquiera que vaya ser yo a continuación todo lo que necesite saber sobre ti y Merlin, y ahora también sobre el señor R. Y si lo juntamos todo, Virgil, me parece que me convierte en un adversario muy peligroso. —Hizo una pausa y añadió—: Quienquiera que sea hoy. Quienquiera que pueda ser mañana.

Ricky se recostó en la silla y observó cómo sus palabras se reflejaban en la cara de la joven.

—¿Qué me dijiste una vez, Virgil, sobre el nombre que usabas? Todo el mundo necesita un Virgilio que lo guíe hacia el infierno, o algo así.

—Sí. —Ella asintió y tomó otro sorbo de agua.

—Fue una buena observación —dijo Ricky con una sonrisa irónica. Y entonces se levantó, apartando la silla hacia atrás con rapidez—. Adiós, Virgil —dijo inclinándose hacia ella—. Creo que no querrás volver a verme la cara porque podría ser lo último que vieras nunca.

Sin esperar respuesta, se volvió y salió con paso decidido del restaurante. No se quedó a ver cómo le temblaba la mano ni la mandíbula a Virgil, reacciones más que probables. «El miedo es algo extraño —pensó—. Se manifiesta de muchos modos externos, pero ninguno de ellos tan poderoso como el acero que te atraviesa el corazón y el estómago o la corriente que te recorre la imaginación». Por una u otra razón se había pasado gran parte de su vida teniendo miedo de muchas cosas, en una secuencia interminable de temores y dudas. Pero ahora él provocaba miedo, y no estaba seguro de que la sensación le desagradara. Se perdió entre la masa de gente que iba a almorzar, dejando que Virgil, a la que dejó atrás, como había hecho con uno de sus hermanos, intentase evaluar en qué clase de peligro se encontraban en realidad. Avanzó con rapidez entre la multitud, esquivando los cuerpos de las personas como un patinador en una pista concurrida, pero tenía la cabeza en otra parte. Estaba intentando imaginar al hombre que tiempo atrás le había acechado hasta una muerte perfecta. Se preguntaba cómo reaccionaría ese psicópata cuando las dos únicas personas que quedaban en este mundo por las que sentía estima habían sido seriamente amenazadas.

Avanzó con rapidez por la acera.

«Querrá actuar deprisa —pensó—. Querrá resolver este asunto de inmediato. No querrá elaborar un plan como hizo antes. Ahora dejará que la cólera domine todos sus instintos y toda su preparación. Y lo más importante: ahora cometerá un error».