32

Ricky medio gritó y medio aulló de la impresión y la sorpresa. Su voz pareció fundirse con el eco de la detonación.

Se balanceó en la butaca, casi como si la bala que había explotado en la cabeza del viejo psicoanalista se hubiera desviado y le hubiera acertado en el pecho. Para cuando el estruendo del disparo se perdió en el aire de la noche, estaba de pie junto a la esquina de la mesa observando al hombre en quien antes había confiado sin reservas. El doctor Lewis había caído hacia atrás, un poco retorcido por la fuerza del impacto en su sien. Le habían quedado los ojos abiertos y mantenía la mirada fija con macabra intensidad. Una salpicadura escarlata de sangre y materia encefálica había manchado la estantería, y de la herida abierta manaba sangre a borbotones, de un granate intenso, que le bajaba por la cara y el mentón y le goteaba en la camisa. El revólver le resbaló entre los dedos y cayó al suelo, amortiguado por la elegante alfombra persa. Ricky soltó un grito ahogado al ver cómo el cuerpo del anciano se estremecía en un último estertor, cuando sus músculos sintonizaron con la muerte.

Inspiró hondo. Recordó que no era la primera vez que veía la muerte. Cuando era residente y hacía turnos en medicina interna y urgencias, más de una persona había muerto en su presencia. Pero siempre había estado rodeada de aparatos y personas que intentaban salvarle la vida. Incluso cuando su mujer había sucumbido al cáncer, había formado parte de un proceso que le resultaba conocido y que proporcionaba contexto, aunque fuera terrible, a lo que sucedía.

Esto era distinto. Era salvaje. Era asesinato, y especializado. Notó que le temblaban las manos como a un anciano. Tuvo que esforzarse en dominar el impulso de echar a correr dominado por el pánico.

Trató de organizar sus ideas. Todo estaba en silencio y oía su respiración jadeante, como un hombre en la cima de una montaña respirando el aire puro sin sentir demasiado alivio. Parecía como si todos los tendones de su cuerpo se hubieran hecho un nudo, y que sólo salir huyendo liberaría la tensión. Se agarró al borde de la mesa e intentó calmarse.

—¿Qué me ha hecho, doctor Lewis? —dijo en voz alta. Su voz parecía fuera de lugar, como una tos en medio de un solemne oficio religioso.

Al instante supo la respuesta: había intentado matarle. Esa bala podía matar a dos hombres, porque había tres personas en este mundo que no ponían límite a sus reacciones y que se iban a tomar muy mal la muerte del viejo médico. Y culparían a Ricky, con independencia de cualquier indicio de suicidio.

Pero era aún más complicado. Lewis no sólo quería matarlo. Había apuntado a Ricky con un arma y podría haber apretado el gatillo sin problemas, aun sabiendo que Ricky podría devolverle el disparo antes de morir. Lo que el viejo quería era dotar a todas las personas que participaban en el mortífero juego de una depravación moral que igualara la suya. Eso era más importante que la mera muerte de Ricky y de él mismo. Ricky intentó respirar por encima de las ideas que lo ahogaban. Comprendió que nunca se había tratado sólo de la muerte, sino del proceso; de cómo se llegaba a la muerte.

Un juego digno de ser inventado por un psicoanalista.

Inspiró de nuevo el aire cargado del estudio. Rumplestiltskin podía haber sido el agente de la venganza y también el instigador, pero el diseño del juego era obra del hombre que tenía muerto frente a él. De eso estaba seguro.

Lo que significaba que, cuando Lewis afirmaba conocer los hechos, lo más probable es que fuera verdad. O por lo menos, de alguna versión perversa y retorcida de ellos.

Tardó unos segundos en percatarse de que seguía sosteniendo el sobre que su mentor le había entregado. Le costó apartar los ojos del cadáver del anciano. Era como si el suicidio fuera hipnótico. Pero, por fin, lo hizo y, tras abrir el sobre, sacó una única hoja. Leyó con rapidez:

Ricky:

El pago de la maldad es la muerte. Piensa en este último momento como en un impuesto que he pagado por todo lo que he hecho mal. Tienes delante de ti la información que buscas, pero ¿podrás encontrarla? ¿No es eso lo que hacemos? ¿Explorar el misterio que es evidente? ¿Encontrar pistas que tenemos delante de las narices y que nos gritan a la cara? No sé si tendrás suficiente tiempo ni si eres bastante inteligente para ver lo que tienes que ver. Lo dudo. Creo que probablemente mueras esta noche, de un modo más o menos parecido a mí. Sólo que tu muerte será más dolorosa porque tu culpa es menor que la mía.

La carta no estaba firmada.

Ricky absorbía bocanadas de pánico con cada inspiración. Empezó a buscar por la habitación. El tictac del reloj de pared señalaba serenamente cada segundo que pasaba, y Ricky fue consciente de repente de ese sonido. Hizo cálculos: ¿cuándo habría llamado el anciano a Merlin y Virgil, y tal vez a Rumplestiltskin, para advertirles que él iba de camino? De la ciudad a esa casa había dos horas, tal vez algo menos. ¿Cuánto le quedaría? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Un cuarto de hora? Sabía que debía irse, alejarse de la muerte que tenía delante de los ojos, aunque sólo fuera para poner en orden su cabeza e intentar decidir el paso siguiente, si es que le quedaba alguno. De golpe, se le antojó que era estar en una partida de ajedrez con un gran maestro e ir moviendo las piezas al azar, sabiendo cada vez que el adversario podía prever dos, tres, cuatro o más movimientos.

Tenía la boca seca y se sentía sofocado. «Justo delante», pensó.

Rodeó con cuidado la mesa para evitar rozar el cadáver del analista y alargó la mano hacia el cajón superior, pero se detuvo. «¿Qué puedo dejar? —pensó—. ¿Algún cabello? ¿Huellas dactilares? ¿ADN? ¿He cometido siquiera un delito?».

Entonces pensó que había dos clases de delitos. La primera provocaba sólo que la policía y los fiscales reclamaran justicia. La segunda también sacudía el corazón de las personas y a veces las dos se mezclaban. La mayoría de lo que había ocurrido se inscribía en la segunda, pero lo que le preocupaba realmente era el juez, el jurado y el verdugo que se dirigían hacia allí.

No había forma de esquivar estas cuestiones. Se dijo que debía confiar en el simple hecho de que el hombre cuyas huellas y demás sustancias iban a quedar en el estudio del fallecido también estaba muerto y que eso podría proporcionarle cierta protección, aunque sólo fuera de la policía, que seguramente acudiría a la casa en algún momento de la noche. Abrió el cajón.

Estaba vacío.

Con rapidez, hizo lo mismo con los demás cajones. También vacíos. Era evidente que el doctor Lewis había dedicado tiempo a limpiarlos a fondo. Ricky pasó los dedos bajo la superficie del tablero, pensando que tal vez habría algo escondido. Se agachó y buscó, en vano. Luego devolvió la atención al hombre muerto. Inspiró hondo y metió los dedos en sus bolsillos. También vacíos. Nada en el cuerpo. Nada en la mesa. Era como si el viejo analista se hubiera ocupado de limpiar bien su mundo. Ricky asintió. Un psicoanalista sabe mejor que nadie qué revela la identidad de uno. De lo que se desprende que, al desear borrar la pizarra de la identidad, sabrá mejor que nadie como erradicar señales reveladoras de la personalidad.

Recorrió otra vez la habitación con la mirada. Se preguntó si habría alguna caja fuerte. Vio el reloj, y eso le dio una idea. Lewis había hablado sobre el tiempo. Tal vez fuera una pista. Se abalanzo hacia la pared y buscó detrás del reloj.

Nada.

Quería gritar de rabia. «Está aquí», se insistió.

Inspiró de nuevo. A lo mejor, lo único que pretendía el anciano era que siguiera ahí cuando llegara su asesina descendencia adoptada. ¿Cuál era el juego? A lo mejor quería que todo terminara esa noche. Recogió su arma y se volvió hacia la puerta…

Sacudió la cabeza. No, eso sería una mentira sencilla, y las mentiras del doctor Lewis eran muy complejas. En el estudio había algo.

Se volvió hacia la estantería. Hileras de libros de medicina y psiquiatría, la obra completa de Freud y Jung, algunos estudios y ensayos clínicos modernos. Libros sobre la depresión. Libros sobre la ansiedad. Libros sobre los sueños. Decenas de libros que contenían sólo una modesta parte de los conocimientos acumulados sobre las emociones humanas. Incluido el libro que había recibido la bala de Ricky. Observó el título: Enciclopedia de psicopatología; el disparo había arrancado las cuatro últimas letras. Se detuvo, con la mirada fija al frente.

¿Un texto sobre psicopatología? En su profesión se trataba casi exclusivamente con emociones poco alteradas, no con las realmente oscuras y retorcidas. De todos los libros en los estantes, era el único que desentonaba ligeramente, y eso sólo lo captaría otro analista.

El doctor Lewis se había reído al ver dónde había ido a parar la bala, se había reído y había comentado que era adecuado.

Ricky se abalanzó hacia la estantería y cogió el libro. Estaba encuadernado en negro con letras doradas en la cubierta, era grueso y pesado. Lo abrió.

En la primera página había escritas unas gruesas palabras en rojo: «Buena elección, Ricky. ¿Podrás encontrar ahora las entradas correctas?».

Levantó la mirada y oyó el tictac del reloj. No creía que en ese momento tuviera tiempo de contestar a esa pregunta.

Se alejó un paso de la estantería, a punto de echar a correr, pero se detuvo. Se giró, cogió otro libro de otro estante y lo colocó en el espacio que había dejado libre el que había quitado para ocultar su ausencia.

Echó otro vistazo alrededor, pero no vio nada que le llamara la atención. Lanzó una última mirada al cadáver del viejo analista, que parecía haberse vuelto gris en los pocos instantes que la muerte llevaba con él. Pensó que debería decir o sentir algo, pero no estaba seguro de lo que podría ser, así que salió corriendo.

La noche lo cubrió en cuanto salió con sigilo de la casa. Con unas cuantas zancadas se alejó de la puerta principal y de la luz que salía del estudio, y la oscuridad veraniega lo engulló. Entre las sombras negras, miró atrás con rapidez. Los apacibles sonidos rurales interpretaban su habitual melodía nocturna, sin tonos discordantes que indicaran que una muerte voluntaria formaba parte del paisaje. Se detuvo un instante e intentó valorar cómo en ese último año había sido eliminado hasta el último resquicio de su ser. La identidad es una capa de experiencia pero le parecía que quedaba muy poco de lo que había creído ser. Lo único que le quedaba era su infancia. Su vida adulta estaba destrozada. Pero habían separado de él ambas mitades de su existencia, sin que pareciera poder recuperarlas. Esta idea le dio náuseas.

Siguió huyendo.

Adoptó un ritmo cómodo y, con pasos que se mezclaban con los sonidos de la noche, se dirigió al coche. Llevaba la enciclopedia de psicopatología en una mano y el arma en la otra. Sólo había recorrido la mitad de la distancia cuando oyó el ruido de un vehículo avanzando deprisa por la carretera hacia él. Levantó la mirada y vio unos faros aparecer por una curva distante, acompañados del sonido ronco de un motor potente que aceleraba.

De inmediato supo quién se dirigía hacia allí con tanta prisa. Medio se agachó y gateó hacia un grupo de árboles. Se mantuvo agachado y vio un gran Mercedes negro pasar a toda velocidad. Los neumáticos chirriaron en la siguiente curva.

Se levantó y salió disparado. Fue una carrera frenética que provocó que los músculos se le quejaran y los pulmones le quedaran al rojo vivo por el esfuerzo. Alejarse era lo primordial, su única preocupación. Corrió con una oreja puesta en lo que ocurría detrás, atento al sonido del coche. Tenía que ganar distancia. Obligó a sus pies a avanzar, convencido de que no se quedarían mucho rato en la casa; sólo unos momentos para evaluar la muerte del anciano y comprobar si él seguía ahí. O si estaba cerca. Sabrían que sólo habían transcurrido unos minutos entre los hechos y su llegada, y querrían cubrir esa distancia.

En unos minutos había llegado al coche. Buscó a tientas las llaves, que le resbalaron y tuvo que recoger del suelo, jadeando de tensión. Se puso al volante y encendió el motor. Todos sus instintos le decían que acelerara. Que huyera. Que se alejara. Pero contuvo esos impulsos e intentó mantener la atención.

Se obligó a pensar.

No podría escapar con ese automóvil. Había dos rutas de vuelta a Nueva York, la autopista por la ribera occidental del Hudson y la Taconic Parkway por la otra. Tendrían un cincuenta por ciento de probabilidades de acertar y alcanzarlo. La matrícula de New Hampshire en la parte trasera del coche de alquiler era un signo que les revelaría quién iba al volante. Tal vez habían obtenido una descripción del vehículo y su matrícula en la compañía de alquiler de Durham. De hecho, eso era lo más probable.

Tenía que hacer algo que los desconcertara.

Algo que sus tres perseguidores no hubieran previsto. Mientras decidía qué hacer le temblaban las manos. Se preguntó si le resultaría más fácil jugar con su vida ahora que ya había muerto una vez.

Puso una marcha y condujo despacio hacia la casa del viejo analista. Se apretujó hacia abajo en el asiento todo lo que pudo para no resultar visible y no superó el límite de velocidad. Se dirigió al norte por la vieja carretera, dejando atrás la relativa seguridad de la ciudad.

Se acercaba al camino de entrada de la casa donde acababa de estar, cuando vio los faros del Mercedes bajar hacia la carretera. Oyó el crujido de la grava bajo las ruedas. Redujo un poco la marcha (no quería pasar justo frente a los faros del coche) y les dio tiempo a que salieran a la carretera y se dirigieran en su dirección con una fuerte aceleración. Llevaba puestas las luces largas y, cuando el Mercedes cubrió la distancia, puso las cortas como se supone que hay que hacer y, cuando lo tuvo encima, puso otra vez las largas como cualquier conductor irritado que hace señales al coche que se le acerca. El efecto fue que ambos vehículos pasaron muy cerca con las largas puestas. Ricky sabía que, igual que lo habían deslumbrado un instante, él a ellos también. Pisó el acelerador y se escabulló con rapidez tras una curva. Esperaba que nadie del otro coche hubiese tenido tiempo de volverse y detectar la matrícula.

Dobló a la derecha en la primera carretera secundaria que vio y apagó las luces. Trazó una «U» a oscuras, iluminado sólo por la luna. Evitó pisar el freno para que no se encendieran las luces rojas en la trasera. Después, esperó para ver si lo seguían.

La carretera permaneció vacía. Esperó cinco, diez minutos, lo suficiente para que los del Mercedes se decidieran por una de las dos rutas alternativas y pusieran el coche a ciento sesenta kilómetros por hora para intentar darle alcance.

Arrancó de nuevo y siguió conduciendo al norte casi sin rumbo, por carreteras y caminos secundarios. Sin dirigirse a ningún sitio en especial. Pasada casi una hora, dio media vuelta para regresar a la ciudad. Era bien entrada la noche y no circulaban muchos vehículos. Condujo a un ritmo constante pensando lo próximo y oscuro que se había vuelto su mundo y tratando de encontrar una manera de devolverle la luz.

Llegó a la ciudad de madrugada. Nueva York parece estar cambiando de manos a esa hora, cuando la energía de los trasnochadores en busca de aventura, tanto la gente guapa como la decrépita, cede paso a los trabajadores, con el mercado de pescado y los transportistas que empiezan a apoderarse del día. La transición en las calles relucientes de humedad y luces de neón es inquietante. Ricky pensó que era un momento peligroso de la noche. Un momento en que las inhibiciones y las moderaciones parecen reducirse y el mundo está dispuesto a correr riesgos.

Había vuelto al apartamento alquilado, donde tuvo que dominar el impulso de echarse sobre la cama y dejarse vencer por el sueño. Se dijo que las respuestas figuraban en aquel libro sobre psicopatología. Sólo tenía que leerlas. La pregunta era dónde.

La enciclopedia tenía setecientas setenta y nueve páginas y estaba organizada alfabéticamente. Hojeó unas cuantas páginas, pero no encontró ningún dato que le indicara nada. Aun así, mientras estaba enfrascado en el libro como el monje de un antiguo monasterio, sabía que lo que buscaba estaba en alguna parte.

Se retrepó en la silla y se dio golpecitos en los dientes con un lápiz. Estaba en el lugar adecuado pero, a no ser que estudiara todas las páginas, no sabía muy bien qué hacer. Se dijo que tenía que pensar como su viejo analista. Un juego. Un desafío. Un acertijo.

«Las respuestas están aquí —pensó—. Dentro de un texto sobre psicopatología».

¿Qué le había dicho? Virgil era actriz. Merlin, abogado. Rumplestiltskin, un asesino a sueldo. Tres profesiones aunadas. Mientras hojeaba las páginas intentando reflexionar sobre el problema al que se enfrentaba, pasó las dedicadas a la letra V. Casi por casualidad, sus ojos captaron una señal en la primera página de esa letra, que empezaba en la 559. En el margen superior, escrito con el mismo bolígrafo que Lewis había usado para su saludo en la primera página, figuraba el quebrado uno es a tres. Un tercio.

Eso era todo.

Buscó las entradas de la M. En un sitio parecido había otro par de números, pero ahora se trataba de un cuarto, escrito uno barra cuatro. En la página inicial de la R encontró una tercera indicación: dos quintos. Dos barra cinco.

No tuvo la menor duda de que eran claves. Ahora tenía que descifrarlas.

Se inclinó en el asiento y se balanceó despacio atrás y adelante, como si quisiera aplacar un estómago algo revuelto; movimientos casi involuntarios mientras se concentraba en el problema. Era el acertijo sobre la personalidad más complejo que se le había presentado nunca. El hombre que lo había tratado para conducirlo a través de su propia personalidad, que había sido su guía hacia la profesión y que al final había facilitado los medios para su muerte, le entregaba un último mensaje. Ricky se sintió como un antiguo matemático chino trabajando con un ábaco mientras las bolitas negras repiqueteaban al pasarlas de un lado a otro para efectuar cálculos a medida que la ecuación crecía.

«¿Qué sé en realidad?», se preguntó.

Empezó a formarse mentalmente un retrato, empezando por Virgil. El doctor Lewis había dicho que era actriz, lo que tenía sentido porque había actuado todo el rato. La hija de la pobreza, la menor de los tres, que había pasado vertiginosamente de tan poco a tanto. Ricky se planteó cómo le habría afectado eso. Ocultos en su inconsciente habría cuestiones de identidad, dudas sobre quién era en realidad. De ahí la decisión de dedicarse a una profesión que requería rediseñarse a uno mismo sin cesar. Un camaleón. Los papeles predominaban sobre las verdades. Ricky asintió. Un rasgo de agresividad, además, y una tensión nerviosa que indicaba amargura. Pensó en todos los factores que habían intervenido en formarla tal como era y en lo ansiosa que había estado por figurar en el drama que había arrastrado a la muerte al doctor Lewis.

Ricky cambió de postura en la silla. «Haz una suposición —se dijo—. Una hipótesis inteligente».

Trastorno narcisista de la personalidad.

Buscó en la enciclopedia la «N» de «narcisismo» y luego esa patología en particular.

El pulso se le aceleró. Lewis había señalado varias letras entre las palabras con un marcador amarillo. Anotó las letras y se recostó de golpe con la mirada fija en el galimatías. No tenía sentido. Volvió a la definición de la enciclopedia y recordó la clave: un tercio. Esta vez anotó la tercera letra después de las señaladas. Fue inútil de nuevo.

Se replanteó el dilema. En esta ocasión, tomó las letras que estaban a tres palabras de distancia. Pero antes de escribirlas se le ocurrió que era uno partido por tres, y buscó las letras tres líneas más abajo.

Al hacerlo, las dos primeras señaladas formaban una palabra: LA. Siguió con rapidez y obtuvo una segunda palabra: AGENCIA. Había cinco señales más. Con el mismo esquema, formaban JONES.

Se dirigió a la mesilla de noche, donde había una guía telefónica de Nueva York. Buscó en la sección teatral y, en medio de varias entradas, encontró un pequeño anuncio con un número de centralita a nombre de «la Agencia Jones. Una agencia teatral y de talentos dedicada a las estrellas del mañana».

Uno menos. Ahora, el abogado Merlin.

Se lo imaginó: cabello bien peinado; traje sin arrugas, adaptados a los matices de su cuerpo. Hasta su ropa informal era elegante. Recordó sus manos. Manicuradas. Un hijo mediano: quería que todo estuviera ordenado, porque no soportaba el desbarajuste de la vida anómala de donde procedía. Debía de odiar su pasado, adorar la seguridad que veía en su padre adoptivo, incluso a pesar de que el viejo analista lo había manipulado sistemáticamente. Era el que arreglaba las cosas, el que las hacía posibles, el hombre que se había ocupado de las amenazas y del dinero, y que había arremetido contra la vida de Ricky sin miramientos.

Este diagnóstico fue más sencillo: trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad.

Se dirigió con rapidez a ese apartado de la enciclopedia y vio la misma serie de letras destacadas. Usó la clave proporcionada y enseguida obtuvo una palabra que le sorprendió: ARNESON. No era lo que se dice un revoltijo de letras pero tampoco algo reconocible.

Se detuvo un momento porque no parecía tener sentido. Luego vio que la siguiente letra era una C.

Retrocedió, comprobó la clave, frunció el entrecejo y, de repente, lo comprendió. Las letras restantes deletreaban la palabra: FORTIER.

Un caso judicial.

No estaba seguro del juzgado donde encontraría Arneson contra Fortier, pero era probable que una visita a un funcionario con un ordenador y el acceso a la lista de casos en trámite sirviera para averiguarlo.

A continuación pensó en el hombre situado en el centro de todo lo que había ocurrido: Rumplestiltskin. Consultó las entradas de la «P» que trataban sobre los «Psicópatas». Había un subapartado para «Homicidas».

Y ahí estaban las señales que esperaba.

Descifró pronto las letras y las anotó en una hoja. Al terminar, enderezó la espalda y suspiró profundamente. Después arrugó el papel y lanzó la bola a la papelera.

Soltó una serie de juramentos, que sólo ocultaban lo que medio había esperado.

El mensaje obtenido decía: ÉSTE NO.

Ricky no durmió demasiado, pero la adrenalina le daba energías.

Se duchó, se afeitó y se puso chaqueta y corbata. Una visita a la hora del almuerzo a los tribunales y untar un poco a un funcionario detrás del mostrador le había proporcionado información sobre Arneson contra Fortier. Era un litigio civil en un tribunal superior, cuya vista previa estaba fijada para la mañana siguiente. Por lo que entendió, las dos partes litigaban por una transacción inmobiliaria que había salido mal. Había demandas y contrademandas y cantidades considerables de dinero extraviadas entre un par de promotores acaudalados de Manhattan. Ricky supuso que era la clase de caso en el que las partes son ricas y están enfadadas y poco dispuestas a llegar a un acuerdo, lo que significa que todos terminan perdiendo salvo los abogados, que se llevan unos jugosos emolumentos. Era tan mundano y corriente que Ricky casi sintió desdén. Pero con una sombría sensación desagradable, supo que, en medio de todos esos alegatos, actitudes, poses y amenazas entre un puñado de abogados, encontraría a Merlin.

La lista de casos le aportó los nombres de todas las partes involucradas. Ninguno le resultó conocido. Pero uno correspondía al hombre que estaba buscando.

La vista estaba fijada para la mañana siguiente, pero Ricky fue al Palacio de Justicia esa tarde. Permaneció unos instantes frente al enorme edificio de piedra gris contemplando la escalinata que conducía a las columnas de la entrada. Pensó que, años atrás, los arquitectos del edificio habían pretendido dotar a la justicia de grandiosidad e importancia, pero después de todo lo que le había ocurrido, Ricky creía que la justicia era un concepto mucho más pequeño y menos noble, la clase de concepto que cabría en una cajita de cartón.

Entró, recorrió los pasillos entre los juzgados y se sumó al ir y venir de la gente mientras observaba los ascensores y las escaleras de emergencia. Se le ocurrió que, si podía averiguar el juez asignado al caso Arneson contra Fortier, seguramente descubriría quién era Merlin con sólo describirlo a la secretaria del juez. Pero eso levantaría sospechas. Alguien le recordaría más tarde, si conseguía la información que quería.

Ricky (sin dejar de pensar como Frederick Lazarus) quería que su proceder resultara totalmente anónimo.

Vio algo que podría ayudarle: había muchos tipos diferenciados que deambulaban por el edificio. Los que llevaban traje con chaleco eran sin duda los abogados con asuntos importantes. También había algunos de aspecto no tan adinerado, pero todavía presentables. Ricky los incluyó en la categoría que comprendía a la policía, los jurados, los demandantes, los acusados y el personal de los juzgados. Todos los que parecían tener más o menos una razón para estar ahí y sabían qué función desempeñaban. Por último, había una tercera categoría, marginal, que le fascinaba: la de los mirones. Su mujer se los había descrito una vez, mucho antes de que le diagnosticaran su enfermedad y su vida se volviera una serie de visitas al médico, tratamientos, dolor e impotencia. Eran jubilados o personas sin nada mejor que hacer a los que les resultaba entretenido ver juicios y pasearse por los juzgados.

Como los observadores de aves en el bosque, iban de un caso a otro, buscando declaraciones espectaculares y conflictos interesantes, reservándose quizá los asientos en las salas donde se ventilaban casos prominentes, cargados de publicidad. Su aspecto era modesto, en ocasiones sólo algo superior al de quienes vivían en la calle. Estaban a un paso del hospital para veteranos del ejército o de una residencia de la tercera edad y llevaban prendas de poliéster sin importarles el calor que hiciera. A Ricky le pareció un grupo en el que le sería fácil infiltrarse.

Al salir del Palacio de Justicia ya estaba urdiendo su plan. Tomó un taxi hasta Times Square, donde entró en una de las muchas tiendas de artículos de broma donde se puede comprar una edición falsa del New York Times con el nombre de uno en un titular. Pidió al encargado de la impresora media docena de tarjetas de visita falsas. Después tomó otro taxi que lo llevó hasta un edificio de oficinas en el East Side. En la entrada había un guardia jurado que le pidió que firmara, lo que hizo con una floritura estampando el nombre de Frederick Lazarus, y escribió «productor» en la casilla de «ocupación». El guardia le dio un plástico con el número seis, que designaba la planta a la que iba. Ni siquiera echó un vistazo al registro de entradas cuando Ricky se lo devolvió. «La seguridad se basa en impresiones», pensó Ricky. Tenía el aspecto adecuado y actuaba con una confianza brusca que desafiaba al guardia a que le hiciera preguntas. Creía que era una interpretación discreta, pero Virgil habría sabido apreciarla. Al entrar en las oficinas de la Agencia Jones le recibió una atractiva recepcionista.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó.

—He hablado antes con alguien acerca de un anuncio publicitario que vamos a rodar —mintió Ricky—. Estamos buscando caras nuevas y qué talentos hay disponibles. Iba a echar un vistazo a su portafolio…

—¿Recuerda con quién habló? —preguntó la recepcionista, algo recelosa.

—No, lo siento. Telefoneó mi secretaria —dijo Ricky. La mujer asintió—. Tal vez podría echar un vistazo a algunas fotos y usted orientarme después.

—Por supuesto. —La joven sonrió y sacó una carpeta grande, de piel, de debajo de la mesa—. Éstos son nuestros clientes actuales. Si ve alguno que le interese, le dirigiré al agente que se encarga de sus compromisos.

Le señaló un sofá de piel en un rincón. Ricky tomó el portafolio y empezó a hojearlo.

La séptima foto de la carpeta era la de Virgil.

—Hola —dijo Ricky en voz baja cuando volvió la página y vio su nombre real, dirección, número de teléfono y nombre del agente junto con una lista de interpretaciones en teatros secundarios y de intervenciones en anuncios publicitarios. Lo anotó todo en su libreta. Luego, hizo otro tanto con dos actrices más. Devolvió el portafolio a la recepcionista y consultó su reloj.

—Lo siento pero llego tarde a otra cita —se disculpó—. Hay un par que parecen tener el aspecto adecuado, pero habrá que verlas en persona antes de llegar a un acuerdo.

—Por supuesto —dijo la joven.

Ricky siguió aparentando prisa y agobio.

—Mire, voy muy mal de tiempo. ¿Podría llamar usted a estas tres y citarlas para que se reúnan conmigo? Veamos, ésta para almorzar a mediodía en el Vincent’s, en la Ochenta y dos Este. Y las otras dos, pongamos a las dos y a las cuatro de la tarde en el mismo sitio. Se lo agradecería. Es que corre un poco de prisa, no sé si me entiende.

—Los agentes son quienes suelen acordar todas las citas, señor… —indicó la recepcionista, que parecía desconcertada.

—Lo sé. Pero sólo estaré en la ciudad hasta mañana y después regresaré a Los Ángeles. Lamento tener que tratar el asunto con tanta urgencia.

—Veré qué puedo hacer. ¿Me da su nombre?

—Ulysses —dijo Ricky—. Richard Ulysses. Pueden localizarme en este número.

Sacó una de las tarjetas de visita falsas. Ponía PRODUCCIONES EL VELO DE PENÉLOPE[12]. Como si fuera lo más natural del mundo, tomó un bolígrafo de la mesa y tachó el teléfono falso de California para escribir en su lugar el número del último móvil. Se aseguró de tachar bien el número inexistente. Confiaba en que nadie de allí tuviera conocimientos de literatura clásica.

—Vea qué puede hacer —pidió—. Si hay cualquier problema, llámeme a este número. Venga, princesa, oportunidades más grandes han surgido de cosas más pequeñas. ¿Recuerda lo de Lana Turner en el drugstore? Bueno, tengo que irme. Más fotografías que ver, ya me entiende. En Nueva York hay muchas actrices. Detesto que alguien pierda una oportunidad por no acudir a una comida gratis.

Y Ricky se volvió y se marchó. No estaba seguro de que su enfoque dinámico y despreocupado funcionara.

Pero creía que sí.